Esta decisión ha sido criticada por los adversarios de la Cuarta Transformación aduciendo que, al suprimir instituciones como la Comisión Federal de Competencia, la Comisión Reguladora de Energía y otras, se pone en peligro la democracia. Esto, por supuesto, no es así. El encargo a organismos autónomos de actividades específicas correspondientes, en principio, al Poder Ejecutivo poco tiene que ver con la democracia.
Ciertamente el planteamiento del tema abre muchas interrogantes sobre las que se debe debatir: ¿qué son? ¿Cuántos son? ¿Cuál es su utilidad? ¿Qué relación tienen con la gobernabilidad?, y una de más fondo, ¿a quién beneficia una presidencia débil?
En la tradición del derecho mexicano hay algunos organismos autónomos que no han sido objetados, al contrario, son reconocidos y en su momento se valoró su utilidad y la razón de su existencia; entre éstos se encuentran la Universidad Nacional Autónoma de México, otras universidades autónomas, el Banco de México, la Comisión de Derechos Humanos y como necesario para la democracia, el Instituto Nacional Electoral.
En cambio, los objetados por el Ejecutivo no tienen alguna función que justifique claramente su existencia y sí, en cambio, han sido usados para tomar decisiones que benefician a grandes corporaciones y a veces a trasnacionales; son empleados por grupos de presión e indirectamente por gobiernos extranjeros. Han significado limitaciones al Poder Ejecutivo y, por ende, a su responsabilidad; debilitan al gobierno y benefician a sus críticos de dentro y de fuera; al Estado mexicano en nada le benefician estos centros de decisión que no corresponden a ninguno de los tres poderes ni tienen otra justificación que no sea la de defender intereses contrarios al bien común.
La división de poderes es una institución con un reconocimiento universal; el poder que se concentra tiende a convertirse en un poder arbitrario, la teoría de los pesos y contrapesos, que sostuvo Montesquieu y siglos antes estudió Aristóteles, es una garantía reconocida por todas las constituciones modernas y nadie considera que perjudique, sino por el contrario beneficia a la democracia y al pluralismo. En contrapartida, la pulverización del poder debilita a los gobiernos y pone en riesgo a la soberanía de los pueblos. En Latinoamérica hemos tenido frecuentes casos del uso indebido de esta herramienta para imponer gobiernos desde el exterior o para estorbar el libre juego democrático.
La gobernabilidad que tanto se menciona en el lenguaje político moderno requiere que el titular del Poder Ejecutivo tenga las herramientas para que se cumplan los fines del Estado que son orden, seguridad, paz social y, en primer lugar, justicia.
Esta última reflexión nos lleva a plantear el caso de la Fiscalía General de la República, que es un ente autónomo y que tiene a su cargo el ejercicio del ministerio público, la investigación y la persecución de los delitos.
El cargo de fiscal es clave para que el titular del poder que tiene como misión administrar, mantener las relaciones exteriores y hacer que se cumplan las leyes, debe tener autoridad sobre quien encabeza el combate a la delincuencia; de no ser así, le queda solamente la prevención, atacar las causas de los delitos; ciertamente en la 4T se pone énfasis a la atención en este enfoque: metafóricamente, no basta espantar y deshacernos de los mosquitos que nos pican, es necesario, para evitar que regresen y proliferen, desecar el charco del que provienen.
En la discusión al respecto, en la Asamblea Constituyente de la Ciudad de México, uno de los debates más interesantes fue determinar si el fiscal era autónomo y electo por voto popular o bien debería ser nombrado por el titular de la Jefatura de Gobierno. Mi opinión fue que, siendo uno de los pilares fundamentales de la seguridad y por lo tanto de la gobernabilidad, debe depender del Ejecutivo o será un poder más que podría eventualmente enfrentarse al jefe o a la jefa de Gobierno.
Opino que cuando hay dos poderes surgidos del voto popular, ambos con atribuciones y facultades diferentes, pero también responsables de un buen gobierno, terminan enfrentándose. Así sucedió en el siglo XIX entre presidentes y vicepresidentes. Fue la Constitución de 1917 la que suprimió esa duplicidad. Requerimos un Ejecutivo fuerte sólo limitado por el Legislativo y el Judicial. De esa manera habrá gobernabilidad y rectoría del Estado sobre la economía.