Artes visuales
Germaine Gómez Haro
Entre la diversidad de creadores que conforman el establo de la galería Kurimanzutto, llamó la atención hace un par de años la integración de Roberto Gil de Montes, un artista en ese momento quizás desconocido para muchos en nuestro país.
Desde mi punto de vista, lo primero que atrapa en sus pinturas es un estilo de sello muy personal que se ha mantenido alejado de las modas y los lenguajes propios del mainstream global, conservando fidelidad a sus ideas y tribulaciones prácticamente desde sus inicios.
En esa primera exposición individual en 2021, en esta galería, se percibió la frescura de un discurso plástico que posee el encanto de proyectar con total libertad un vaivén entre la realidad y la fantasía, con escenas que evocan con desenfado diferentes estadios de la psique.
También sorprendió su inclusión en la sección internacional de la Bienal de Venecia el año pasado junto con Felipe Baeza, los dos únicos mexicanos invitados por la curadora Cecilia Alemani. En un primer vistazo, su colorido potente y la naturaleza exuberante que envuelve muchas de sus atmósferas transportan al espectador a un mundo exótico y paradisíaco, pero el observador acucioso descubre entre líneas toda una reflexión en torno a la sexualidad, la pertenencia, el deseo, el juego, la ambigüedad, la ensoñación palpitante de su intrincado mundo interior que saca a flote en metáforas poéticas de una belleza conmovedora.
Tuve la oportunidad de visitar su actual exposición en la sede de Kurimanzutto, en Nueva York, titulada con tino Reverence in blue como metáfora de sus azules luminosos que inundan muchas de sus coloridas telas. Un gran acierto es haber incluido la sección Del Archivo: Roberto Gil de Montes, que reúne material bibliográfico y fotográfico que traza una línea del tiempo a través de cinco décadas de su quehacer artístico y permite al público contextualizar su trabajo en sus diferentes etapas.
Roberto Gil de Montes nació en 1950, en Guadalajara, y se trasladó en su adolescencia con su familia a Los Ángeles, donde se formó en Artes Plásticas en el Otis Art Institute. En sus inicios formó parte del movimiento artístico chicano que tuvo un potente auge en esa ciudad y jugó un papel determinante entre la generación de artistas chicanx y queer, que emergieron en la década de los setenta.
En los años ochenta regresa a Ciudad de México y es invitado por Carla Stellweg a colaborar en el Museo de Arte Moderno (MAM) y en la importante revista Artes Visuales. Al cabo de un tiempo decide regresar a Los Ángeles y en 2000 vuelve a México y se instala con su compañero Eddie en La Peñita de Jaltemba, un pueblo de pescadores en la costa de Nayarit donde solían vacacionar y cuya atmósfera, imbuida en la cultura popular costeña aderezada por las tradiciones de la comunidad huichol (wixárika), ha sido una constante fuente de inspiración.
En esta exposición destacan retratos de diversos formatos que rinden homenaje a personajes de su entorno cotidiano, representados con toda libertad de trazo y composición bajo una mirada alejada de toda convención. El artista incluye elementos de la iconografía prehispánica y huichol, como el uso de las máscaras o los trajes de felinos que dotan a sus personajes de un aura enigmática, como en la pieza Intimidad peculiar, donde vemos desde una perspectiva en alto a dos figuras masculinas mirando al vacío tendidas sobre una cama en una actitud de deliberada ambigüedad. También de esencia misteriosa son sus personajes que se vislumbran tras unos velos de motivos florales que incitan al espectador a tomar conciencia de las barreras que nos separan de determinadas realidades, como Ana y Silvia, dos mujeres trans que el artista conoció en Los Ángeles en los setenta. Hombre tropical es una poderosa síntesis en pequeño formato (68 x 60.5 cm) que expresa la grandeza pictórica de este artista pertinaz e irreverente que ha trabajado con toda pasión y ninguna pretensión.