Guillermo Arreola: pintar desde la incertidumbre
Roberto Bernal
Me parece que fue en 2008, en la revista El Poeta y su Trabajo, cuando vi por primera vez las pinturas del también escritor Guillermo Arreola (Tijuana, 1969). En seguida me atrajo la originalidad de sus creaciones, porque no había en ellas ni una sola idea reconocible acerca de la pintura; quiero decir que no estaban respaldadas por la reproducción del pasado en el que se afianzan tantos trabajos en los que, irónicamente, no se advierte ningún contagio de la radicalidad de ese mismo pasado sino, en cambio, la academización y la edulcoración de lo que anteriormente –a través de nuevas búsquedas– significó rupturas importantes con la tradición pictórica. El temperamento inofensivo de estos trabajos se hace evidente cuando discernimos que sólo apuntan a la decoración de interiores.
Las pinturas del tijuanense están completamente alejadas de supuestas búsquedas de belleza y armonía, que no sólo tienen en común la impersonalidad y la falta de una visión propia, sino que parecen por completo desentendidas de la violencia y las convulsiones que ocurren en el entorno. Esta diferenciación es notable al enfrentarse al trabajo de Arreola, porque nos hace sentir violentados desde un lenguaje en crisis gestado por colores que imponen hendiduras, rasgaduras y rugosidades para envolver a la imagen de nebulosidad. Sin embargo, esta cualidad también es generada por un no saber, por la incertidumbre de quien no sabe identificar claramente los colores que conforman las imágenes que aisló en medio de un tumulto de sombras que cambian violentamente durante el transcurso del día. Existe la sensación de que, en vez de reflexionar acerca de estas sombras y su constante producción de colores, el pintor se apurar a meter las manos en ellas, no para esclarecerlas u ordenarlas sino para incorporar el cuerpo al propio movimiento del color, incluso –o quizá por eso– sin saber nunca a dónde lo llevará. Un trazo que, en su recorrido, no sabe cómo será el color, pero que le otorga al pintor la posibilidad de inventarlo.
Alguna vez tuve la oportunidad de visitar el estudio de Guillermo Arreola cuando todavía radicaba en Ciudad de México. Atrajo mi atención la desnudez del departamento, que ponía en evidencia paredes escarapeladas y amarillentas, en las que no colgaba ni una sola pintura de su autoría. Había, sí, algunos trabajos en proceso, pero que el pintor cubrió con lonas. Creo que fue notable mi desconcierto, porque enseguida me preguntó si deseaba ver algunas de sus creaciones, para después, bajo el brazo, traer consigo un número importante de radiografías. Había pintado en ellas. Una a una, bien ordenadas, las colocó en el piso. Se sentó frente a ellas, al mismo tiempo que describía cuál fue su procedimiento con cada una. Nunca habló de color, ni siquiera de aspectos técnicos, sino del acto físico de pintar, de hacer defensa del cuerpo en ese campo de batalla que, dijo, significa elaborar una imagen. Al tomar las radiografías pude comprender a qué se refería: me resultó fácil percibir, a través de diversas texturas ríspidas, la violencia de la que me hablaba el pintor y que coincidía completamente con el propio extravío e incertidumbre de los trazos. Me sentí notablemente emocionado, porque esas pinturas estaban cargadas de colores que se movían confusamente hacia esas mismas sombras de las que nacieron.
Me parece que una de las características más importantes del trabajo de Guillermo Arreola es la negativa a repetirse a sí mismo. Pese a esto, no sabemos muy bien cómo es que logramos identificar fácilmente su obra, la cual ha tomado un rumbo por completo nuevo al revelarse notablemente figurativa, pero en la que prevalece la nubosidad de su trabajo anterior como si, intencionadamente, el pintor ocultara la imagen. Sin embargo, parece que hay una vuelta a la primera edad, no como una forma de reflexionar el pasado sino como la búsqueda de esa perspectiva inicial del mundo, quizá más rudimentaria, desprendida de todo conocimiento, pero también por eso más penetrante
y aguda.