O es que, quizás, de alguna casa donde celebraban –pereque se llamaba entonces a las fiestas ruidosas– venía la música de un tocadiscos que una y otra vez tocaba la cumbia El año viejo, cantada por el vocalista tapatío Tony Camargo, “Ay, yo no olvido al año viejo / Porque me ha dejao’ cosas muy buenas / Mira / Me dejó una chiva, una burra negra / Una yegua blanca y una buena suegra”, del colombiano Crescencio Salcedo, el campesino analfabeto que compuso otras joyas como “La múcura que está en el suelo…”, que fue a dar a la voz de Benny Moré, y “Se va el caimán, se va para Barranquilla…”, cantada por el inigualable bachiller José María Peñaranda, que elevó las vulgaridades de palabra a la categoría de arte, baste recordar su célebre Ópera del mondongo.
No se podía disputarle la preponderancia a la noche del 24 de diciembre en un pueblo pequeño, donde la tradición religiosa se imponía sobre las festividades profanas; y sobre todo en un hogar modesto como el mío, donde los recursos no alcanzaban para dos celebraciones rumbosas seguidas. Para la cena de Nochebuena un chompipe, el pavo indígena, de primacía tradicional en Nicaragua ante de la moda importada del pavo gringo, que se criaba y alimentaba a lo largo del año en el patio de la casa, y cuando iba a ser sacrificado recibía como gracias final un trago de ron que se le administraba como parte de la ceremonia ritual, abriéndole el pico en medio de aleteos de resistencia, sospecho que no con la intención de hacer más llevadera su muerte, sino que para ablandarle la carne.
Era una de las ocasiones en que mi madre entraba en la cocina, dotada de una estufa de hierro colado con horno y una chimenea que aventaba el humo oscuro por encima del techo, para dorar el chompipe y preparar el relleno, una rica mezcla barroca donde entra el pan rallado, la carne de cerdo, la mantequilla abundante, el dulce de rapadura, uvas y ciruelas pasas, aceitunas en salmuera, alcaparras y cebollas encurtidas, cuya receta Tulita, mi mujer, conserva en la memoria; la receta de su madre, pues hay una por cada familia nicaragüense.
Se cenaba el último día del año en mi casa de Masatepe, pero temprano, y el chompipe dejaba paso a un humilde nacatamal, que para mí era igual de suculento, la masa de maíz adobada con achiote y compuesta con carne de cerdo, papas, arroz, y otra vez las uvas y ciruelas pasas y las alcaparras, en su envoltorio de hojas de plátano, y que en nuestra temporada de Berlín en los años 70 Tulita solía hacer, con mi modesta ayuda, en tributo a la nostalgia culinaria que siempre persigue a los exiliados, envolviéndolos en papel de aluminio, porque las hojas de plátano sólo era posible conseguirlas robándolas en el Botanischer Garten.
Entonces en Europa lo latinoamericano era todavía exótico, y los alemanes se fascinaban con los ardides del realismo mágico. Si ahora quisiéramos celebrar el Año Nuevo con nacatamales en Madrid, en este año tercero de nuestro segundo destierro, las hojas de plátano son fáciles de conseguir en las tiendas de comestibles de los bangladesíes e hindúes de Lavapiés, o bien los nacatamales, clonados a la perfección por manos nicaragüenses, se pueden encargar a domicilio.
Nos fuimos a vivir a Costa Rica en 1964 después de casarnos, y estábamos de vacaciones en Masatepe cuando ocurrió el terremoto que destruyó Managua, recién pasada la medianoche del sábado 23 de diciembre de 1972, 20 mil muertos, y el éxodo forzado de la población entera.
Masatepe comenzó a llenarse de refugiados que acampaban en las aceras y en el atrio de la iglesia, deambulaban en el parque central y frente a la tienda de mi padre, que ocupaba la pieza esquinera de nuestra casa, una multitud como en las fiestas patronales sólo que silenciosa y desconcertada; y no hubo celebración navideña, ni tampoco de Año Nuevo, porque era un duelo, y a nadie se le ocurría congregarse para festejar a la vista de tanta desgracia paseándose frente a las puertas.
Quizás un Año Nuevo madrileño sea sentarse frente al televisor para ver la celebración de Puerta del Sol, y comerse mientras las uvas que ya vienen en cajitas de 12 unidades. Y quizás ser madrileño signifique que cuando aterrizo en Barajas siento, de alguna manera, que estoy volviendo a casa.
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