Joseph Roth: La tela de araña y los peligros de la alienación
Alejandro Anaya Rosas
Joseph Roth nace en 1894, en el seno de una familia judía, en Brody, región de Galizia, parte este del desaparecido Imperio Austrohúngaro; allí pasa su infancia, a unas cuantas millas de la frontera con la Rusia zarista. Después, con casi veinte años y con intenciones académicas que bien a bien no se concretan, ya que es 1914, año en que inicia la gran guerra, viaja rumbo a Viena, en un periplo sin retorno a su lugar de origen. Dicha metrópoli, para entonces, presencia sosegadamente el ocaso de una época, de un período que simboliza el refinamiento cultural alcanzado por los Habsburgo y que, años más tarde, fundamentará los cimientos de obras literarias como la de Roth. Así, la entonces ciudad de los placeres superfluos se convierte en una de las primeras postas en el camino tortuoso de Joseph Roth. Pero hay que decirlo: de ello, y de otras tantas cosas que han fraguado el mito del “santo bebedor”, se ha escrito mucho: de la ausencia del padre en la niñez del pequeño Moses, del enrolamiento del joven Roth en el ejército austríaco, del alcohólico errabundo en múltiples ciudades europeas, donde se va familiarizando con los cuartos de hotel, porque ellos reemplazan el calor de los hogares fijos, propios; y las amistades suplen el apego y la ternura de los hijos y de la mujer que aguardaría en casa. Así pues, de Viena a Berlín, de allí a toda Europa, el escritor austríaco peregrina fungiendo como periodista. Aunque también va urdiendo historias, narraciones concebidas con agudeza, con un natural instinto poético y una maestría fuera de lo común. Dicha obra narrativa, sin menosprecio alguno de sus textos periodísticos, que también cumple con los requerimientos de la genialidad, es la que lo encumbra.
El taimado Kapturak
La narrativa de Joseph Roth es un conjunto orgánico, como la de otros escritores que evocan el terruño y que, debido a ello, recurren a cartografías, aunque emanadas de la realidad, imaginarias. La figura del usurero y traficante de personas, Kapturak, da cuenta de ello. Saltarín y oportunista, este personaje va de una narración a otra, de Job a El profeta mudo, de allí a La marcha de Radetzky… y donde asoma “su rostro amarillento”, el escritor austríaco le delinea rasgos de ventajoso mercader. Por la fugacidad de sus apariciones, Kapturak bien podría jugar el rol de personaje incidental; sin embargo, la presencia de este hombre es determinante en la vida de muchos protagonistas y, por ello, su relevancia sobrepasa tal concepto; más bien lo vuelve pieza inherente a la obra de Roth.
Kapturak es taimado, disloca los destinos de quien se cruza en su vereda, o, dicho de otro modo, es éste quien les sale al paso para obtener un beneficio personal. Físicamente es un personaje exiguo, pero tras dicha pequeñez esconde su sagacidad. Es también esa insignificancia la que le enviste de un carácter sobrenatural, tal vez siniestro. En una desconcertante escena de La marcha de Radetzky (1932), Roth describe a Kapturak sin sólo abocarse al físico: la indumentaria cobra cierta relevancia aludiendo, acaso de forma consciente, a un personaje célebre del romanticismo alemán: “Un hombre de cierta edad, flaco, alto, pálido y callado, vestido de gris, quien saca del bolsillo todo aquello que se necesita.” Dicha figura, igualmente desconcertante y ventajosa, aparece con la intención de comprar la sombra de Peter Schlemihl en el clásico de Adalbert von Chamisso, La maravillosa historia de Peter Schlemihl, también conocida como El hombre que perdió su sombra. Este sujeto de traje gris igual tuerce el destino de quien se le pone enfrente, pues es el diablo.
Pero Kapturak no es ningún demonio, es un judío “vestido de gris. Llevaba calzado de lona gris. Los bordes de la suela mostraban el lodo gris […] En su cráneo se arremolinaban precarios mechones grisáceos”. Es por ello que la precitada “escena desconcertante” de La marcha de Radetzky cobra relevancia, cuando el exceso de aguardiente consumido por el teniente Karl Joseph –uno de los protagonistas de la novela en cuestión– y la luz de su habitación proyectada sobre “el hombrecillo gris”, arrojan una sombra fantasmal contra el pasillo encalado que, sin embargo, describe la forma de una cruz, símbolo cristiano que hace estragos en la embotada cabeza del teniente Trotta. En el Diccionario de símbolos de Jean Chevalier encontramos que “según F. Portal. Los artistas de la Edad Media […], dan a Cristo un manto gris, cuando preside el juicio final”, analogía que vuelve inminente el fin de la carrera militar del teniente Trotta y de su existencia, signada por vivir bajo la sombra de una estirpe heroica; es decir, una existencia envuelta en la bruma anodina de fracasos constantes o insulsas victorias, incomparables a las de sus antepasados. Entonces el teniente es un pequeño soldado que jamás igualará al padre, menos al abuelo –el Héroe de Solferino, quien en dicha batalla salva la vida del emperador Franz Joseph– y que, por ende, carga a cuestas una vida gris… A pesar de ello y de todo, el personaje es tan inmenso y la novela tan perfecta, que otorga a Roth, así lo dice Claudio Magris, el calificativo de “poeta épico”: no pocos le damos la razón.
Gris que torna a negro
Ya en La tela de araña (1923), Joseph Roth utiliza el color gris como una estrategia discursiva que, de igual modo, aparece como presagio de una catástrofe, hasta cierto punto inevitable y anunciada a lo largo de la novela: la contención, por medio de la violencia, de manifestantes civiles en contra de un Estado desigual, un 2 de noviembre en la ciudad de Berlín después de la gran guerra: “El día amaneció gris. Llovía […] los obreros empezaron a desfilar bajo una lluvia gris. Eran grises como ella. Eran incesantes como ella. Afluían de barrios grises, como ella de grises nubarrones.” Cabe resaltar que en esta inclemente jornada se desarrolla el clímax del relato, y que en las hostilidades entre obreros y hombres del Estado, gente de derecha, soldados, también participan jóvenes estudiantes dispuestos al combate contra toda oposición a la gloria de la patria, del ideal de “nación” que inocularon en arribistas e ingenuos. Esa es una parte de la Alemania del protagonista, Theodor Lohse. De igual modo, el gris podría simbolizar el hastío, la confusión, la indolencia de dicho personaje, pues Lohse no posee una conciencia muy clara de lo que representa su vida en un mundo que brota de los escombros de la gran guerra; habita en la bruma, bajo un cielo en constante amenaza de tormenta. Para nuestro personaje, el ideal del Völkisch, de una raza dominante con derechos “sobre los otros” por designio divino, o la “misión histórica” de su pueblo, no son estimulantes espirituales: su práctico conformismo y su pedestre gloria son características, no sólo de Lohse, sino de muchos hombres que no encontraron brújula en la desolación de la postguerra, y de quienes los verdaderos criminales se aprovecharon.
La vicisitud es la constante en la vida de Theodor. Los altibajos son peldaños que le sirven para escalar hasta la cumbre, la cima es el poder, aunque un poder vacuo. El deseo de que su nombre sea pronunciado como el de un héroe nacional domina la abulia, lo pone a trabajar, le hace tolerar las ignominias. El anhelo de venganza también, es un hombre de acción: “¡Ya lo verían todos! Pronto saldría de su oscuro rincón, triunfante.” La pregunta es quién le hizo daño, o ajustar cuentas de qué. Parece ser heredero de una creencia perversa, alienado por un designio imaginario, algo irracional que le amarga la vida; algo que encuentra su germen en el pasado: en quienes observaron con envidia cómo otras naciones conquistaban colonias fuera del continente europeo. Desde ese tiempo, entonces, todo se salió de control, se malinterpretaron algunas cosas, se forjaron estereotipos de quienes no deseaban un Estado nacional superior al de vecinos. Lo anterior les sirvió a los oportunistas, a los rapaces y los megalómanos, con ello alimentaron rencores, prometieron prosperidad y gloria, y, por supuesto, ganaron aliados en su camino a la cima de un Estado totalitario, que alcanzó su propósito en 1933.
Más que el resultado de la gran guerra, Theodor Lohse es producto de un desarrollo histórico que, sin duda, encontró caldo de cultivo al final de la misma: la idea de una nación poderosa que resurgiría para alcanzar la inmortalidad. Muchos Loshe ocuparon puestos importantes en la estructura política de su país debido a méritos personales, como total subordinación o crueldad –si es que actuar así conlleva algún merecimiento– y, como nuestro personaje, sólo fueron pequeños burócratas, megalómanos, empleados invisibles, más parecidos a plutócratas vulgares que a funcionarios al servicio de la gloria de una nación. En La tela de araña, Joseph Roth advierte sobre los peligros de la alienación; pinta, de manera magistral, la ruta oprobiosa para alcanzar el poder de manera simple, y prevé sobre cómo los poderosos se benefician de los tiempos difíciles y de las sociedades en transición para establecer culpas, casi siempre inexistentes, en los otros, para delimitar bandos y separar grupos a fin de aislar a la minoría… y todo ello lo retrata a través de la vida de un solo individuo: Theodor Lohse. En tiempos de incertidumbre, una novela como ésta, que versa sobre días difíciles, podría servirnos de asidero y ayudarnos a reflexionar sobre la perversa demagogia de los falsos redentores.
En 1939 Joseph Roth se encuentra en París cuando, a menos de un año de la anexión de Austria al Imperio Alemán consumada por Hitler, sufre un desvarió psíquico, antesala del infarto fulminante que, paradójicamente, le salva de ser testigo del inicio de la segunda guerra mundial. El escritor austríaco Joseph Roth moría, como lo narra su amigo Soma Morgenstern –quien plasma de manera estrujante el delirium tremens de Roth–, de forma sórdida, cansado de trashumar, acostumbrado a las deudas y asolado por el alcohol, cerrando así un capítulo brillante de la literatura en lengua alemana.