En 2009 le pregunté a Juan Gelman en Buenos Aires si guardaba sus originales; negó sin pesar.
Nos habíamos reunido para trabajar en la edición del libro Bajo la lluvia ajena en casa de Carlos Alonso, autor de las aguafuertes, y tuve curiosidad por la suerte de esos manuscritos fechados en 1980, durante su exilio en Roma.
Una vez, Adolfo Gilly observó que Gelman siempre conservó ciertos hábitos de la clandestinidad, como ir ligero de equipaje. Era así literalmente. A México llegó con una valijita de mano
, recordó Mara La Madrid, su compañera durante los últimos 25 años. La acumulación, sin embargo, tiene razones que la razón ignora.
En 2015 viajé de Barcelona a México por pedido de Mara, a fin de revisar unas cajas con papeles y manuscritos de Gelman. Eran 12, sin contar otras tantas con documentos relativos a la búsqueda de Macarena, la nieta recuperada.
Durante días y noches, en duelo personal, revisé miles de hojas con poemas, artículos, cartas, notas, entrevistas, traducciones –de Brodsky, Auden, Cavalcanti, Catulo–, correcciones de pruebas para imprenta en varios idiomas y apuntes sueltos de los últimos 40 años salvados por amigos y parientes.
Aquel examen fue el primer paso de la investigación sobre su obra inédita y dispersa, que hoy incluye hasta una pieza breve para títeres.
Al cumplirse 10 años de la muerte del poeta, copio aquí, con el permiso de Mara, dos originales inéditos que leí por entonces en México, y fueron para mí un puente entre dos orillas.
Formas
fallecer/ expirar/
fenecer/ finar/ acabar/ sucumbir/
faltar/ caer/ pasar/ perecer/
ausentarse/ palmar/ espichar/
descinchar/ irse/ consumirse/
acabarse/ candirse/ boquear/ penar/
terminar/
estar en las últimas/
estar con el alma entre los dientes/
con el alma en la boca/
con un pie en el hoyo o sepulcro/
estar al cabo o muy al cabo/
estar con la cadena en la mano/
palpar la ropa/ acabarse la vela/
liar el petate/ doblar la servilleta/
entregarla/ diñarla/ ofrecerla/
soltar maleta/ dar fin/
salir/ salirse de esta piel/ de este
mundo/
pasar a mejor vida/ entregarse/
estirar pata o piernas/ hincar el pico/
caer en flor/ quedarse en la estacada/
recomendar el alma/ exhalar
el último suspiro/ quedar seco/
reventar como chinche/ dar los tuétanos/
parar la embarcación o chalupa/
crepar/ dejarse ir/
darse vuelta como un pajarito/
pagar con el pellejo
tanta pasión o furia/ tanta luz
París/ 24-4-83
Una noche*
Serían las tres de la mañana. Salí de la casa de un amigo y afuera estaba el pueblo, San Andrés de Tonocatle o algo así, en las afueras de México DF, ya en el camino viejo a Cuernavaca. Yo estaba pasablemente borracho y enojado, no sé con quien, muy probablemente conmigo mismo. Así que me fui y me largué a caminar, con la vaga –y vana– idea de volverme a pie a casa en La Condesa, a kilómetros y kilómetros de allí. Había habido fiesta en el pueblo esa noche, pero de la fiesta sólo quedaban algunos kioscos envueltos en tela de plástico. Y nadie en las calles de tierra. Sólo perros en grupo, que me ladraban amenazantes cuando me acercaba y se dispersaban a medida que les llegaba junto. A lo mejor mi furia los retrocedía. Tomé una piedra con la mano derecha cuando vi al final de una calle a una veintena de ellos que mostraban las fauces. No hubo necesidad de arrojarla. Me abrieron paso como si yo fuera la muerte. Había luna clara y silencio y nadie. Subí cuestas, bajé pendientes y no recuerdo haberme caído, pero de pronto sentí que no me sostenían las piernas. Caí al suelo varias veces. Casi abandoné la idea de seguir caminando, pensé en tenderme a la vera de alguna casa para esperar el día. Pero no quise. Golpee varias puertas de casas diseminadas que había por ahí. Me contestaron en dos: pedí teléfono y no había. Ya estaba arrastrando la pierna derecha. En una casa, sin abrir la puerta, me dijeron hacia dónde quedaba la carretera. Empecé a ir hacia allá y me volví a caer sentado. Mi pierna izquierda andaba con problemas propios y no sostenía a la derecha. Me quedé sentado, pues, mirando el pueblo, o las casas, la luna tranquila, los arbustos pocos, las luces del valle de México en todo alrededor. Al fondo, el volcán. Casi lloro de impotencia. Por no poder caminar. No sentía miedo. Hubiera saludado sin recelo a cualquier aparecido. Tampoco lo necesitaba. Lo único que necesitaba era la carretera y volver. El pie derecho dolía mucho y empecé un diálogo de uno con mi cuerpo. A ver quién podía más. Si en ese momento aparecía el Chupacabras lo hubiera echado para no molestar nuestra conversación. Volví a caer sentado en victoria del cuerpo sobre mí y lo insulté de arriba a abajo. Aproveché para putear a medio mundo, a ver si cansaba al cuerpo. Le ordené que se levantara y me hizo caso. Ahí vi las luces de los coches que corrían por la carretera. Se lo dije al cuerpo y se animó. Me acompañó hasta el asfalto. Eran las cinco de la mañana y yo estaba rendido. Pasaban taxis vacíos que no iban a pararse a levantar a un desconocido que quién sabe. Me arrastré hasta la parada de un autobús y me senté en la vereda. Había un mexicano esperándolo y debe haber oído lo que con el cuerpo nos decíamos. ¿Quiere un taxi?
, ofreció. Claro que sí. Le hizo señas a uno que pasaba y se detuvo. Conocía al hombre y por eso me aceptó. Volví a casa y no recuerdo mucho de lo que conversé con mi envoltura, como decían los antiguos. Sé que la llamada alma se portaba de periodista y observaba con ironía, creo, la situación. Ignoro qué órdenes de dimensión se movieron en ese caso. Me recuerdo muy calmo, sentado por caído en el camino de tierra y pedregullo, mirando las luces del valle, la noche serena interrumpida por mí, que me ingresaba como parte de un milagro. El médico que revisaba después mis dolores dijo que los huesos de mi pie derecho están sobrecargados por la edad y que de ahí venía todo. Esos huesos saben más que yo de mi vejez y me dieron una noche de juventud que pude ser.
México, 10-6-96
*Título de la Redacción