La Jornada
La irrupción de José Agustín y su primera novela, La tumba, fue un estallido que sacudió al panorama literario mexicano. Las reverberaciones de aquel estruendo cobraron mayor sentido al paso del tiempo y, sobre todo, dejaron una estela de creatividad en jóvenes que le siguieron el paso por imitación o influencia. El autor nacido en Acapulco y emblema de la colonia Narvarte en la Ciudad de México fue también responsable de incubar el virus por las letras en varias generaciones.
En 1964 irrumpió esta novela, en la que el autor y sus personajes expresaban un universo que apenas estaba en gestación, un nuevo horizonte de símbolos, estéticas y hablas que parecían un idioma sólo para pronunciarse entre iniciados. Si la figura del lector ideal existe, en este caso parecía estar destinada a los jóvenes de clase media que franqueaban la frontera de los 20 años. Una especie novedosa de la que también surgió el propio José Agustín, quien la publicó cuando apenas tenía 20 años.
No es que antes de ese momento los jóvenes, desde una perspectiva biológica, no publicaran o no se apasionaran por la literatura. Pero la condición para tener acceso al planeta literario era la precocidad, había que demostrar madurez de forma prematura para tener pasaporte de entrada al país de los escritores.
Este universo juvenil, donde se gestó y que expresaba José Agustín, es un invento histórico del siglo XX. Incluso la noción misma de juventud, tal como se entiende desde entonces, proviene de esa era. Una condición etaria, pero sobre todo cultural que surgió tras la Segunda Guerra Mundial y por el crecimiento económico que sobrevino para permitir la inserción más tardía de los individuos en el mundo adulto. En ese proceso nacieron industrias culturales y sus productos para esa nueva clase social.
Hay que echar un vistazo a la descripción que hizo Emmanuel Carballo en el prólogo de la autobiografía precoz de José Agustín, publicada por Empresas Editoriales en 1966. “A primera vista, José Agustín parece el cantante de un conjunto musical a la moda. Pantalones ajustados, camisa sport o suéter (o saco que rompe bruscamente con la estética de las personas mayores)”.
En estos días ser un autor con esa descripción no sería más que una anécdota. En aquellos años era un manifiesto de los cambios que ocurrían en el mundo. Una confrontación de las formas de mirar la realidad, de experimentarla y gozarla, fue una nueva disposición cultural y política que los confrontó inevitablemente con sus mayores en todos los ámbitos.
José Agustín entendía a los rebeldes sin causa como antecedentes directos de su propia generación, tal como explicó en su libro La contracultura en México: “A estos chavos se les llamó rebeldes sin causa
, por la película (de Nicholas Ray), naturalmente, pero también porque en verdad el mundo adulto mexicano se creía tan perfecto que no le entraba la idea de que los jóvenes pudieran tener motivos para rebelarse”.
Los escritores que pertenecen a esa generación de José Agustín, como Gustavo Sainz y su Gazapo, novela publicada sólo un año más tarde que La tumba, en 1965, fueron efecto de ese big bang social. Eran hijos de esa clase media emergente en México que empezó a hacer viajes a Estados Unidos –como describe Elena Poniatowska en Fuerte es el silencio– y que se aficionó a la cultura de aquel país. Una generación de jóvenes con acceso a la educación universitaria y que gozó de un contexto inédito que hizo de los años 60 una arcadia urbana o una época de oro.
El inolvidable José Emilio Pacheco escribió en uno de sus imperdibles Inventarios
de junio de 1999, dedicado a la memoria de Joaquín Díez-Canedo, un editor clave en la carrera de Agustín, pues fue quien le publicó De perfil en 1966: Fue una dicha ser joven en los 60. Editoriales, libros, autores, librerías, revistas, público: todo se conjuntó para hacer de aquellos breves años 1962-1968 lo que hoy vemos como una pequeña edad de oro mexicana
.
José Agustín fue el adalid de esa generación de jóvenes que irrumpieron ante el azoro de sus mayores, con su jerga, sus estéticas y sus provocaciones que, además, tuvieron éxito de ventas. De ahí que algunos de los escritores consagrados en la vida cultural mexicana menospreciaran a esos muchachos que escribían con un lenguaje inédito en las letras mexicanas. Les parecía inaudito que sus tirajes fueran de miles de ejemplares. Una de las ediciones de La tumba, por ejemplo, fue publicada por Novaro en 1966 y su alcance desbordó los canales tradicionales de las librerías y podía conseguirse incluso en supermercados y farmacias.
Una estrategia de ventas, pero también de franca provocación, fue que incluyó presuntos comentarios sobre la obra atribuidos a escritores consagrados. Un recurso que parecía poco serio para los estándares de la literatura dominante. Entre esas frases estaba una de Juan Rulfo, uno de los que menos simpatía mostró por el debut del joven autor, y que sentencia: “La tumba es una de esas obras que liquidarán el pasado. Una novela extraordinaria”, aparecía en la contraportada del libro. En realidad, el autor de Pedro Páramo sí había realizado esa declaración, pero lo había hecho para denostar o burlarse de la novela, según contó entre risas el propio Agustín durante una entrevista con este redactor en 1999.
La solemnidad de la literatura de la mitad de siglo también resintió el humor y el desenfado de estos autores que iniciaron con Agustín. A estos jóvenes aspirantes a literatos los veían como unos advenedizos. Como venganza contra el célebre autor del El llano en llamas, José Agustín le dedicó unas líneas satíricas en la novela Se está haciendo tarde (final en laguna), de 1973. En una escena delirante, el protagonista entra a un supermercado en Acapulco y pretende comprar el tequila más barato y corriente. Rafael buscó la botella más barata. La encontró. Tequila Ruco Rulfo, Sayula, Jalisco. Caramba, éste parece siniestro
, remata el personaje creado por el autor que entró con insolencia a la literatura mexicana. Ese mismo que nos enseñó que había otras formas para llegar a ser escritor y sobre todo de ser lectores.