¿Vivir para comer o comer para vivir?
Vilma Fuentes
Una institución decimonónica de la restauración parisiense vuelve a la moda en nuestros días. Ya en años pasados, el bouillon había sido una de las facetas típicas de la capital francesa. Su presencia era característica de la fisonomía de la Ciudad Luz como pueden serlo la Torre Eiffel, los bouquinistas, Notre-Dame o la hermosa avenida de los Champs-Elysées.
La palabra bouillon, que puede traducirse al español como caldo, hervor, término utilizado para designar también un consomé o un estofado, se transformó, gracias a la alquimia de la lengua, en un lugar para comer… una cocina tradicional, casi familiar, accesible a una población modesta.
Práctica típicamente parisiense, sus orígenes se remontan a 1860. Pierre Louis Duval, un célebre carnicero, tuvo la idea de crear un lugar donde los trabajadores del antiguo mercado de Halles (centro de abastecimiento llamado el “vientre de París” por Émile Zola) pudiesen restaurarse con una comida caliente a precio muy módico. Con este concepto, Duval se aproxima así a la definición histórica del término “restaurante”: lugar donde se revitaliza, donde uno se restaura antes de volver al duro trabajo.
Pierre Louis Duval era un reputado carnicero de la capital, poseedor de una clientela privilegiada sin gusto alguno por los cortes de carne baratos, es decir, los trozos menos nobles del animal. Para limitar sus pérdidas y aumentar sus beneficios, decidió proponerlos a una clientela menos alta de gama: los trabajadores y los obreros.
En su menú figuraba hochepot de boeuf dans son bouillon (carne de res en su caldo), una especialidad del norte de Francia que dio su nombre a este nuevo tipo de establecimiento. El éxito fue inmediato y Duval pudo fundar varios bouillons en la capital. De manera concreta, se trata de la primera cadena de restaurantes creada en París y, en general, en Francia. Otro hecho importante: se trata también del primer grupo capaz de asegurar todas las etapas: del aprovisionamiento al consumidor.
A su muerte, Pierre Louis Duval legó un verdadero imperio a su hijo. Muy pronto, numerosos concurrentes hicieron su aparición, siendo los más conocidos Boulant y, sobre todo, Chartier… todavía abierto al público en la populosa calle del faubourg Montmartre.
La oferta se diversifica y los menús se vuelven más y más elaborados, a tal punto que la burguesía se invita a la fiesta gastronómica. No hay encanallamiento alguno cuando el paladar se refina y aprende a apreciar los platillos más simples.
Todavía hoy es fácil reconocer un bouillon de origen: la decoración de la sala es siempre de estilo art nouveau. El establecimiento se compone de dos partes: una antesala con el bar y una gran sala techada con hermosas vidrieras coloreadas. Vale la pena comer en un bouillon auténtico simplemente para vivir en un decorado que invita a viajar en el tiempo y a decir, convencidos, como los hombres y mujeres de las novelas de Balzac o Dumas, que no comen para vivir sino que viven para comer. Pero no se trata de glotonería sino de gastronomía: sin los fastos del decorado, los comensales del siglo XVIII o del XIX no podrían alcanzar el mismo grado de deleite. El paladar no se limita a la boca, sus papilas, la lengua. Se degusta con el olfato y con la mirada. Y en el viejo bouillon se unen estas condiciones indispensables al espíritu de gourmet. Cabe recordar que la tan famosa Guide Michelin, árbitro del buen gusto culinario, califica tanto el contenido del plato como la vajilla y el decorado del espacio.
Los años han pasado: han aparecido las brasseries con la moda de la cerveza, los restaurantes de lujo como teatros de la gran gastronomía, donde los actores son tanto capitanes, recepcionistas, cocineros, pinches, meseros o lavaplatos, como el distinguido público. El mercado de la restauración sufre también invasiones como la de los self-service llegados de Estados Unidos, pero los bouillons, de nuevo a la moda, se esparcen en las calles de París gracias a las nuevas generaciones deseosas de rencontrar sabores y costumbre de antaño. Entre los bouillons más populares se encuentran los célebres y ya míticos Bouillon Chartier y Bouillon Julien.
Poco después de mi llegada a París, al dirigirme a la puerta de Chartier, me detuve a leer una placa en ebonita negra pegada a uno de los muros del patio: “Quien abra la puerta de mi recámara fúnebre, quien quiera que usted sea, aléjese”, antes de ver debajo de esta frase el nombre del autor de Los cantos de Maldoror, Isidore Lucien Ducasse, conde de Lautréamont (1846-1870), fallecido en ese número 7 de la calle Faubourg Montmartre. Cincuenta años después, la placa desapareció de su lugar. Un pequeño letrero daba aviso de la decisión, tomada por los vecinos, de quitarla de ahí, de un lugar que era el suyo, que le pertenecía y le sigue perteneciendo. El exiliado de Uruguay prosigue su eterno exilio: todos los lugares son suyos y va de uno a otro sin pertenecer a ninguno que no sea el de sus Cantos.