José Agustín, que dejó huella honda y fecunda: «Recuerdo su risa; historias que nos dejaron mudos.”

La cocina del alma de José Agustín

Fabrizio León Diez

Cuando nacimos él ya había publicado su primer libro, así que cuando adultos fuimos a José Agustín ya le habían pasado un chingo de cosas; los premios, becas, la cárcel, sexo, pasiones, viajes, hijos, mujer, muertes, celos, hospitales, radio, televisión, cine, periódicos, dolores, famas y amarguras.

Ahora que murió la crónica de su agonía se asemejaba a las escenas protagonizadas por él en una de sus tantas autobiografías que firmó como novelas.

Narraciones alucinantes de Lucio, como hombre o Susana, como mujer, donde lo inesperado y normal se vuelve delirio, pesadilla o simplemente en un atardecer.

José Agustín escribió nuestra biografía y adelantándose a la posteridad, que bien la conocía, dejó reseñado en papel pautado el soundtrack de esta película que ahora que se fue, sabemos que es la realidad. La puta realidad.

La cocina del alma la tituló y la dejó grabada en diez capítulos. Un rocanrol dividido, como en sus libros, en títulos que bien pueden ser el nombre de los discos, que ya no existen.

Un día nos recibió en Yautepec, dentro de su cabaña, donde escribía. Había cumplido cincuenta años y lo entrevistamos para La Jornada. No recuerdo de qué hablamos, obvio, pero sí su risa; estertores que nos provocaban mareos, historias que nos dejaron mudos y humo de los mismos cigarros que fumábamos; Alas azules, obvio.

De allí se desprendieron, años después, tres situaciones. La primera es que conocimos a sus hijos; uno nos diagnosticó en su consultorio como neuropsiquiatra; el otro fue casi nuestro editor y el tercero se convirtió en el DJ de la banda.

La segunda situación tiene que ver con Margarita, su pareja. Resulta que la habíamos mitificado porque el reportero poeta Javier Molina contó que en los años setenta Jose Agustín lo invitó a viajar con LSD en su casa, y que al término de las sensaciones que produce el ácido, fue Margarita la que los hizo aterrizar en el jardín de la realidad cuando se les acercó y con su sonrisa les ofreció una roja manzana. La imagen, sin verla, la recuerdo ahora que los recuerdo en duelo.

Y la tercera situación que se desprende de aquella visita a su casa en Cuautla es que asesinaron al reportero que lo entrevistó.

Por aquel año de 1994 del siglo pasado se incubaba el hormiguero que ahora nos pica, como la historia de Cerca del fuego, que José Agustín vislumbró en voz de Lucio, su personaje que en la calle de Niño perdido se encontró sin memoria.

A José Agustín le debemos no escribir (y menos publicar) nuestras mamadas; es decir, cuando lo leímos nos dimos cuenta que ya él había escrito lo que nosotros creímos, y eso nos dio alivio; era extraordinario.

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