Bemol sostenido
Alonso Arreola
Hay que pulir el resultado de múltiples formas, una vez que se levanta y vuela la canción. Lavarle el rostro recién nacido. Esperar a que llore y respire la niña. Hay que llamar a los colegas para que la ensayen. Pedirles espacio en su memoria humana. Hay que pensar en una producción positiva y eficiente. La senda que tomará eligiendo tímbricas y arreglos. Hay, entonces, que contratar un estudio y pagarle a ingenieros variopintos, lectora, lector. Hay que hacer un proceso de grabación que contemple la mezcla de cada instrumento y la masterización del fuego, luego de innumerables idas y venidas de líquida incertidumbre.
Hay que conseguir a quien diseñe el arte, sea un álbum entero o un sencillo solitario; sea un trabajo físico o digital. Hay que decidirse por compañías que lo agreguen a plataformas de reproducción en línea. Sólo así existirá el eco de lo creado. Parece no haber otra manera de acercarse al éxito. Hay que contratar a quien haga un plan de mercadeo digital. Así como elegimos piezas en la panadería, las canciones han de estar “a la vista del oído” en los anaqueles. Hay que pagar el vestuario y elementos escénicos que apoyen durante el concierto. Porque de eso va el asunto este día: de pensar en el camino hacia el concierto o la gira.
Hay que armar equipo de ingenieros: el de la consola principal, el de los monitores, el de la iluminación. Hay que juntar a los técnicos que ayudan a cargar, conectar, prevenir y resolver todo tipo de problemas. Hay que convocar a los que traen el backline rentado (instrumentos y amplificación). Hay que conseguir el audio general. Hay que poner un escenario con estructuras, focos y pantallas. Hay que restar la ganancia de quienes pagan por todo ello o corren el riesgo empresarial, sumado al peligro en tantas zonas de la geografía nacional.
Hay que sumar el gasto de los transportes para trabajadores, equipo y artistas. Hay que ver los alimentos, bebidas y servicios durante pruebas de sonido y en camerinos. Hay que enfrentar cuotas sindicales y de regalías por usufructúo y ejecución pública de repertorio. Hay que pagar la luz que alimenta al escenario, así como la planta de energía de respaldo. Hay que pensar en quienes trabajan en los foros para que la experiencia funcione con sonrisas de por medio.
Hay que invertir en mercancía: camisetas, gorras, stickers y otras cosas inútiles. Hay que ver lo que cobran las boleteras; compañías abocadas al leonino traslado de códigos y billetes. Hay que darle espacio a quienes venden alimentos y bebidas para un negocio paralelo. Hay que instalar servicios médicos, ambulancias y emplazar a una compañía de seguridad que controle y desaliente posibles insurrecciones.
Es verdad, para que la música de un grupo con mediana o probada trayectoria llegue a un escenario debe suceder una enorme cantidad de gastos inimaginables para la mayoría de los mortales. Sí, lo aceptamos sin cuestionamiento. Dicho eso, empero, nada, nada, nada, nada, nada, nada justifica el precio que últimamente se ha puesto a las entradas de los espectáculos más comerciales. Nada debería excusar a músicos, representantes, intermediarios y productores de considerar una responsabilidad cultural que parece apestar en sus carteras, pues hace mucho que no ven la música en vivo como un bien de consumo básico o como un derecho general, sino como simple negocio sobre una mercancía por la cual ha de cobrarse todo lo que se pueda. Así las cosas. No dejemos de reclamar. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.