Julio Cortázar: la literatura como arma de lucha y de trabajo
Rosalba Campra y Alberto Panelo
–En la actualidad se ha convertido casi en un lugar común hablar de la literatura latinoamericana en términos de “realismo mágico” o, como expresó Alejo Carpentier, de lo “real maravilloso”. En su opinión, ¿es válida esta expresión, es suficiente para redefinir la literatura latinoamericana?
–No, no lo creo. Quizá la característica más reconfortante y hermosa de la literatura latinoamericana contemporánea es el hecho de que no es posible hacerla encajar en definiciones ordinarias. Las definiciones son siempre un poco académicas, preconcebidas y, en el caso de la literatura latinoamericana, estamos asistiendo al surgimiento simultáneo de muchas tendencias, experiencias y búsquedas. Es evidente que hay un componente barroco, o de “realismo mágico” (que, en esencia, es lo mismo, sólo se trata de una modificación de las palabras) presente en muchas manifestaciones de la literatura latinoamericana, pero de ninguna manera es suficiente para definirla en su totalidad.
–¿De qué elementos surgió este cliché? ¿No fue el público europeo el que creó esta percepción restrictiva?
–Sí, aunque no fue sólo el receptor europeo el que la produjo; quizá también pudo tener alguna responsabilidad la crítica latinoamericana, que aún –en su gran mayoría– continúa imitando los modelos y criterios europeos para juzgar la literatura. Creo que ya tenemos una literatura perfectamente desarrollada, pero la crítica se ha rezagado un poco en relación con este crecimiento. Tendrá que modificar muchas de sus perspectivas para poder situarse en una posición favorable que le permita apreciar y entender nuestra literatura.
Latinoamérica en el mapa (literario)
–Si quisiéramos trazar un mapa de la literatura latinoamericana o, más bien, establecer una relación entre literatura y sociedad, ¿qué escritores cree que expresan mejor la realidad latinoamericana actual?
–Me parece –y este es un aspecto muy hermoso dentro del contexto latinoamericano– que todos los países de nuestro continente están produciendo sus propios escritores, cada uno de los cuales, desde la unidad lingüística que, afortunadamente, poseemos, expresa las diferencias particulares que son propias de cada región. En primer lugar, esto incorpora una riqueza incalculable al conjunto de la literatura latinoamericana, pues resulta evidente que la perspectiva de un novelista argentino –acerca del mundo– es muy diferenciada a la de un novelista mexicano o cubano. Al mismo tiempo, existe en el fondo esa cosa extraordinaria que resulta una garantía de la victoria definitiva acerca de nuestro futuro: la unidad lingüística y la noción de que ser latinoamericanos nos vincula a todos.
–Para ser más concretos, ¿podría nombrar algunos autores –u obras– que caracterizan este proceso?
–Sí, desde luego, aunque en este caso es muy probable que haya injusticias o que olvide a algunos autores, como ocurre siempre con este tipo de preguntas a bocajarro, en las que uno no cuenta con el tiempo suficiente para reflexionar muy bien las cosas. Lo que sí puedo ofrecer es una lista reducida de mis preferencias literarias. Predilecciones que, ciertamente, tienen un espectro muy amplio y que incluyen obras muy dispares. En concreto: por un lado, me entusiasma y conmueve la investigación decidida, juvenil y dinámica de un Mario Vargas Llosa, en su intento de hacer un corte vertical de la sociedad peruana y explorar la verdadera identidad de su pueblo. Por otro lado, me emociona y conmueve del mismo modo el intento refinadamente estético de un José Lezama Lima, que realiza un análisis similar, pero partiendo de Platón, los arquetipos, Jung, Freud, los sueños y la “cubanidad” tratada mágicamente, como la interpreta Lezama Lima. He dado los nombres de dos escritores que se sitúan en polos opuestos, o quizá un poco menos. Muchos otros caben entre ellos. Hace un momento hablábamos del “realismo mágico”. Bien, quizá este apelativo sea particularmente apropiado para Gabriel García Márquez. Pero también está Carpentier, todo el primer Miguel Ángel Asturias e incluso una obra muy experimental como la de Carlos Fuentes. A estos nombres se suman los de Salvador Garmendia y, en el Río de la Plata, la gran figura –no suficientemente conocida– de Juan Carlos Onetti. Pero insisto, se trata de una lista muy incompleta.
–Si permanecemos dentro de estos términos de representación latinoamericana y damos un salto generacional, ¿qué opinión le merece la obra de Borges?
–Aquí voy a insistir sobre algo que he dicho siempre y que nunca me cansaré de repetir: Borges fue, literariamente hablando, una figura providencial en un momento crítico de la literatura, al menos de la literatura argentina, pero creo que también podemos incluir a la literatura latinoamericana. Borges comenzó a mostrarnos su obra (los cuentos y los ensayos) en una época en la que, en América Latina, todavía se escribía siguiendo una pesada herencia de la retórica decadente española. En Argentina aún se redactaban –lenta e inútilmente– innumerables páginas para decir las mismas cosas que Borges exponía en unos pocos párrafos y haciendo uso de unas cuantas líneas. Borges nos dio una lección de severidad idiomática, de rigor estilístico, y ésa me parece su gran lección, su gran importancia.
–De acuerdo con su opinión, ¿a través de qué elementos puede rastrearse o se puede analizar la relación entre literatura y sociedad? ¿En el contenido? ¿En la reacción del público? ¿O, quizá, en el hecho de que toda una generación de escritores se plantee los mismos problemas fundamentales y literarios?
–No es fácil separar estos elementos para responder bien a su pregunta. Tengo la impresión de que lo que usted llama “la reacción del público” está condicionada por la calidad de la obra. Pero, ¿qué significa “calidad”? Esto supone algo muy difícil de definir. Por un lado, se trata de un contenido que responde a la experiencia de nuestro tiempo, a los impulsos, a las preocupaciones, a los problemas. Por otro lado, es una forma de expresar esas experiencias y ese contenido que produce un gran impacto –un impacto profundo– en la mente y la sensibilidad del lector. De los miles de libros que se publican al año en cualquier país del mundo, sólo unos cuantos logran esa coincidencia casi milagrosa entre contenido y forma de expresión. Creo que el público (y no me refiero sólo a la élite, al público intelectual, sino a todos los lectores) es profundamente sensible a esa correspondencia exacta entre contenido y forma, y siempre reacciona positivamente.
Un estado de conciencia que se tradujo en esperanza
–¿Cree que el Boom de la literatura latinoamericana contribuyó al desarrollo de una conciencia del “latinoamericanismo”, o fue el desarrollo de esta conciencia, impulsado por los movimientos revolucionarios, el que creó las bases para el reconocimiento de una literatura latinoamericana? En resumen, ¿quién le debe a quién?
–Creo que nadie le debe a nadie, o quizá todos se deben entre sí. Me parece que aquí surgió una dialéctica muy especial. Quisiera decir, en primer lugar, que siempre detesté la palabra boom, porque finalmente es falsa; por lo tanto, es una lástima que haga uso de una palabra inglesa para designar un fenómeno particularmente latinoamericano. Además, les diré que es evidente que, en el momento en que se manifestó el llamado boom, había en América Latina un estado de conciencia que se tradujo en esperanza, en deseo de encontrarse a sí mismos, descubrir a escritores que pudieran manifestar y traducir lo que el pueblo sólo puede expresar e interpretar oralmente y en privado. Por otro lado, un conjunto de escritores que aparecieron alejados entre ellos y en distintos países, pero unidos en el tiempo, produjeron –pongamos en un espacio de diez años– una serie de obras que respondían exactamente a esa esperanza y a esa concientización. Es decir, este proceso de toma de conciencia de tipo revolucionario, de sentimiento de identidad latinoamericana, fue doble: por un lado, los escritores estaban preparándose, incluso por obligación y sensibilidad profesional; asimismo, había un público esperando la manifestación de lo que sentía. Entre estos dos elementos, surgió un paralelismo. En todo caso, pienso que el boom es un hecho revolucionario y, además, tenemos pruebas de ello: cuando yo era joven, en América Latina se leía en última instancia a los autores latinoamericanos, porque todos los adolescentes leíamos a los autores extranjeros, casi siempre traducidos. Ahora ocurre todo lo contrario: los latinoamericanos leen a los escritores locales y sólo después a los extranjeros. Basta ver los anuncios, los catálogos de cualquier editorial, para darse cuenta de que lo que digo es cierto.
–Entonces, ¿sería esta aceptación de los autores nacionales un ejemplo del proceso de descolonización cultural que finalmente se está produciendo en América Latina?
–Sí, creo que existen muchos procesos de
descolonización que están en marcha en nuestro continente, y el desarrollo literario no es sino uno de ellos. En Roma, en el Tribunal Russell, escuchamos testimonios angustiantes y horrendos sobre la maquinaría de perpetración cultural por parte del imperialismo estadunidense en América Latina; tenemos pruebas de cómo este país trata de imponer (y a veces lo logra) sus propios modelos en la cultura latinoamericana, y esto gracias a fundaciones, inversiones y programas de cooperación. Estas son las cosas que el escritor latinoamericano tiene que enfrentar y combatir.
“Mi ametralladora es la literatura”
–En relación con este tema, usted mencionó alguna vez, dentro de una polémica, que su ametralladora es la literatura. ¿Por qué? ¿Quizá porque en cierto momento de su obra predominó el tema político, dejando un poco de lado lo fantástico, o lo dijo en el sentido de una revolución del lenguaje?
–No, no fue así. La frase “mi ametralladora es la literatura”, tiene dos orígenes. El primero es una imagen inspirada en una famosa fotografía de Eisenstein, el director soviético, en la que se le ve tumbado en el suelo como apuntando con una ametralladora, pero en realidad se trata de una cámara. Este es el primer origen de la frase. Pero hay una razón más profunda y es que, dentro de esa polémica que usted aludió, se volvió a hablar del compromiso político del escritor en América Latina en términos que yo considero falsos. Hay ciertos militantes políticos que creen que el escritor sólo está verdaderamente comprometido cuando toma el fusil, o participa en una guerrilla, o, al menos, en una acción política en la que está dispuesto a ser totalmente militante. Sé que muchos escritores lo hicieron, incluso algunos sacrificaron sus vidas, como en el caso de Javier Héraud en Perú, pero no creo que todo escritor esté obligado a hacerlo. Uno puede ser un escritor comprometido –y yo me considero uno–, aunque elige la literatura como su metralleta, su arma de trabajo y de lucha.
—En su novela Libro de Manuel, publicada en 1973, incursionó en este tema a través de la narrativa, insistiendo en cierto fondo político. Pero el Libro de Manuel no parece haber cumplido las mismas expectativas que se suscitaron cuando apareció cada una de sus obras anteriores.
–Mire… particularmente esas líneas en la introducción del libro son una especie de presagio de
lo que iba a ocurrir. Estaba lo suficientemente lúcido como para saberlo y por eso las escribí. No quería meter las manos adelantándome, sino que solamente buscaba demostrar, por anticipado, que no me importaba. Lo que expuse en esas líneas es muy sencillo: que en nuestra América Latina, y tal vez el mundo entero, las personas en general son muy maniqueas en su visión del mundo y de las cosas. Se tiende a ver todo en términos de blanco o negro, de izquierda o derecha, y eso lleva a la polarización más radical de los problemas, sin entender los matices y, sobre todo, sin pretender aceptarlos. En el caso de mi libro, los amantes de la literatura formal (que suelen ser liberales y de derechas) se sintieron muy ofendidos porque había escrito un libro con una importante carga política e ideológica. Por otro lado, mis compañeros de lucha se sintieron igualmente ofendidos porque leyeron una novela en la que hay humor, erotismo y un sinfín de cosas que ellos no consideran “asuntos serios” a nivel revolucionario. Yo, en cambio, sigo creyendo que son temas serios, los más relevantes. Un mundo revolucionario que no es al mismo tiempo lúdico no puede ser nunca un mundo revolucionario; una revolución sin alegría, sin esparcimiento y sin erotismo nunca será una revolución, o, en todo caso, no vale la pena hacer una revolución sin que también se desarrollen estos temas, y no faltan ejemplos.
–¿Este libro fue su primera tentativa de vincular política y literatura? En su opinión, ¿marca una ruptura en el ciclo de su producción?
–Sí, efectivamente, es mi primer intento. Alguna vez escribí un cuento, titulado “Reunión”, cuyo personaje central –que habla en primera persona– es el Che Guevara. Es la crónica del desembarco del Granma en la costa cubana, del avance hacia la Sierra Maestra y el encuentro en medio de las montañas con los camaradas revolucionarios asediados por el ejército de Batista. Pues bien, este relato es esencialmente literario y, sin embargo, como pueden verificar por la trama, contiene un mensaje político, una afinidad política y también un ensayo reflexivo que le atribuí al Che, pero que, por supuesto, no es suyo sino de mi propiedad. El Libro de Manuel es un intento aún más explícito de vincular literatura y política; aquí se mezclan de forma muy directa las noticias en los periódicos, el relato cotidiano y la invención. Resulta muy complicado tener éxito con este tipo de experimentación y conozco perfectamente todos los errores en el libro, que escribí en una carrera contra el tiempo. Dado el momento histórico de Argentina, la eficacia del Libro de Manuel dependía de la rapidez de su publicación y yo, como buen escritor pequeñoburgués, estoy acostumbrado a escribir con calma, tomándome mi tiempo. Esta vez, sin embargo, me encontré en la misma situación del periodista que tiene que terminar rápido el artículo porque los editores del periódico están esperando. Fue un experimento emocionante en este sentido, pero no creo que se cumpliera plenamente l
Traducción de Roberto Bernal.