Al centro de esta espléndida novela están dos amantes: ella, Thullyn, toca la viola da gamba: él, Hatten, el laúd y la tiorba. Su historia de amor y música, narrada con una pasión profunda y concentrada por Quignard, es una historia de encuentros, desencuentros y rencuentros jalonados por viajes, trayectos, mudanzas y traslados que no hacen sino exacerbar el deseo de Thullyn y Hatten. En el acompañamiento que hace Quignard de estos amantes, hay un punto de vista caracterizado por un erotismo que no por ser en ocasiones muy explícito es menos refinado y, por ello, particularmente potente. Este enfoque del escritor sobre la pareja de amantes músicos se extiende a todos los demás aspectos de esta historia, literalmente barroca, en cuanto que el matiz sensual de los encuentros entre Thullyn y Hatten es complementado con delicadas y evocativas descripciones de paisajes, animales, edificios, pinturas, telas, ropajes, tapices, violas, clavecines, grabados, texturas, olores, sabores, colores, climas, lo que da por resultado un texto avasalladoramente sensorial. Y, sí, el entorno de los amorosos intérpretes está habitado por una vasta galaxia de músicos: Sainte-Colombe y Marais (que no podían faltar), Kapsberger, Bach, Buxtehude, Zachow, Chambonnières, Blow, Weckmann, Schütz, Rameau, Couperin, Blancrocher (o Blancheroche) y varios otros. Y como un poderoso primus inter pares, Johann Jakob Froberger, cuya música y figura son el hilo conductor de esta armónica y resonante narración.
Quignard ha trazado, para sus protagonistas y sus personajes secundarios, caminos de vida marcados sobre todo por las distancias, las separaciones, las muertes, el luto y el duelo, circunstancias tratadas de manera que el resultado es una historia tan emotiva como melancólica. Esa melancolía tiene en la novela de Quignard un emblema explícito, que es la pieza musical que el autor destaca por sobre todas las otras que menciona: la tombeau compuesta por Froberger a la muerte de Blancrocher, que no sólo es su obra más conocida y divulgada, sino que es una de las cumbres expresivas de la música barroca. Esa vena melancólica del libro de Quignard se reafirma en su dolorosa exploración de la vejez y el deterioro, que afecta no sólo a sus personajes, sino también a sus instrumentos, cuya evolución y obsolescencia ocupan en la novela un lugar importante. Específicamente, el autor lamenta que los avances organológicos de aquel tiempo hayan tenido como una de sus consecuencias la fuerte depreciación de la colección de violas de Louis de Caix d’Hervelois y, para más señas, hacia el final de su texto Quignard despacha con una frase sencilla pero contundente uno de los puntos de inflexión más importantes en la historia de la música: Las violas desaparecieron y surgieron los pianos
. En este contexto, es interesante el hecho de que Quignard sitúa el arranque de la historia de sus amantes y de los músicos que los rodean hacia 1650, y que la última fecha que menciona es junio de 1789; es decir, el umbral mismo de la revolución francesa y, a la vez, el momento central de la transición entre el fortepiano y el pianoforte. Si El amor el mar es una historia de músicos y amantes, también es una historia social y cultural, una historia de guerras, epidemias y religión, de arte y de ciudades, de usos y costumbres, un bien deconstruido y reconstruido rompecabezas de las vidas de sus personajes. Pero, sobre todo, El amor el mar es un libro de una sensualidad exquisita, una narración rebosante de música expresada con una callada elocuencia; no es un dato menor que el último capítulo de la novela se titule El murmullo. El lector intuirá sin duda una invitación irrechazable a explorar la música de Froberger y a dejarse llevar a ciertos rincones oscuros del alma por la taciturna tombeau que dedicó a monsieur de Blancrocher.