Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges y la autoficción fantástica
Héctor Palacio
Reyes y Borges
Desde la perspectiva de la autoficción, ha sido crucial para este texto no tanto avistar lo que concierne a la influencia de Alfonso Reyes en Jorge Luis Borges, como confirmar que así como en “El Aleph”, de 1949, el protagonista es el argentino, en “La cena” el protagonista es el mexicano. Aquí, las escenas exactas en que sus nombres son revelados por el narrador, que no es otro sino el protagonista de la trama:
“La cena”
La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida. Volvime: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no era para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos y explicaciones.
–Pase usted, Alfonso.
Y pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa.
“El Aleph”
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:
–Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.
Carlos entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz de otro pensamiento que de la perdición del Aleph.
En cuanto al ascendiente se observa el sentido de la urgencia, cierta angustia asociada, al tiempo que es evidente en “La cena”, así como en no pocos cuentos de Borges. Éste fue lector de Reyes antes que a la inversa, porque era diez años más joven y porque, como diplomático mexicano en Buenos Aires –entre julio de 1927 y abril de 1930–, Reyes tenía ya obra publicada, invitaba a comer los domingos al joven Jorge Luis en la embajada, conversaban de literatura y le aconsejaba (“Jorge Luis Borges: Su amistad personal con Alfonso Reyes”, en Diálogos, de Osvaldo Ferrari; en entrevista de 1982 con Abraham Zabludovsky, Borges dice que cenaba todas las noches con Reyes).
En “El inmortal” (1947) hay ese sentido de urgencia inaplazable en el protagonista; asimismo se percibe de inmediato en la narración de Reyes:
“La cena”
Tuve que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres –no sé si en las casas, si en las glorietas– que ostentaban a los cuatro vientos, por una iluminación interior, cuatro redondas esferas de reloj.
Yo corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta, algo funesto acontecerá. Y corría frenéticamente, mientras recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio y con un anhelo semejante. ¿Cuándo?
“El inmortal”
Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Hui del campamento con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Dejé el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.
La autoficción fantástica
Esta aproximación usa como referencia el cuento de Borges para analizar el de Reyes, tomando en consideración los preceptos teóricos de “Cuatro propuestas y tres deserciones (tipologías de la autoficción)”, ensayo de Vincent Colonna incluido en la compilación de Ana Casas, La autoficción. Reflexiones teóricas (2012).
Autoficción, término ideado por Serge Doubrovsky en 1977 (revire al Pacto autobiográfico, de Philippe Lejeune; 1975), como una serie de procedimientos para la ficcionalización del Yo en que debe darse una condición tripartita: personaje, protagonista y narrador deben ser uno mismo. Desde ahí, Colonna estructura cuatro macro-categorías: 1. Autoficción Fantástica; 2. Autoficción Biográfica; 2. Autoficción Especular; 3. Autoficción Intrusiva/Autorial. Este estudio se atiene a la primera de ellas para explicar “El Aleph” y se extiende para explicar “La cena”.
“El Aleph” y “La cena”
Colonna define a la Autoficción Fantástica: “El escritor está en el centro del texto como en una autobiografía, es el protagonista, pero transfigura su existencia y su identidad dentro de una historia irreal indiferente a lo verosímil. El doble proyectado se convierte en un personaje extraordinario, en puro héroe de ficción, del que nadie se le ocurriría extraer una imagen del autor. Inventa la existencia real. La distancia entre la vida y la escritura es irreductible, la confusión es imposible, la ficción del yo es total.”
“El Aleph” se articula claramente en este concepto: el protagonista es un hombre apellidado Borges y la historia es escrita por Jorge Luis Borges.
Hay tres personajes. Narrador en primera persona, un tal Borges; Carlos Argentino, un poeta arrogante; su prima Beatriz Viterbo, ya muerta y de quien el narrador estuvo enamorado. Éste regresa puntualmente a la casa donde ella vivió para sentirla cerca en cada aniversario de su fallecimiento. Esta acción le obliga a tolerar los adelantos de Argentino, que escribe el poema de “largo aliento” y aspiración totalizadora, “La tierra”. Un día, cuando la casa está a punto de ser derruida por una inmobiliaria, Argentino llama al narrador para develar la fuente de inspiración de su obra: un Aleph ubicado en el sótano. Aleph: un punto que contiene todos los puntos del universo y que, al observarlo, el poetastro recrea en versos. [Escribe Borges, “Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo, lo que transcribiré, sucesivo porque el lenguaje lo es… Lloré porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural cuyo nombre usurpan los hombres pero que ningún hombre ha admirado: el inconcebible universo.”] Calculando que el poeta ha enloquecido, el narrador sucumbe a la curiosidad y va a casa de Argentino/Viterbo. En un instante, al quedar solo en la sala, se desarrolla la escena citada al principio y que antecede al descubrimiento deslumbrante del Aleph: “–Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.”
“La cena” tiene también tres personajes. El narrador en primera persona, un tal Alfonso, y dos mujeres, Magdalena y Amalia; madre e hija. El protagonista corre por las calles para llegar a tiempo a la cita de una cena, a las 9 de la noche. Cree que algo funesto acontecerá si las nueve campanadas de la hora le sorprenden y no tiene la mano puesta en la aldaba de la puerta. Llega a tiempo [describe casa y objetos, entre ellos un cuadro que llama su atención; cena y brindis lo relajan; le intriga que la joven dirija insistente la mirada sobre su cabeza, voltea y no ve nada particular; salen al jardín y él se queda dormido; al despertar, las mujeres hablan extrañezas, ignorándolo; mientras se pregunta por qué ha sido invitado, descubre –entre luz y penumbras– que las mujeres no tienen cuerpo, sólo cabezas; es ingresado a la sala donde Magdalena y Amalia le muestran el cuadro antes referido: en tanto ellas lo miran con piedad, él advierte con espanto que el retratado es él mismo y sale corriendo de nuevo por calles desconocidas hasta llegar a la puerta de su casa cuando suenan las nueve campanadas de la hora; ¿ha vivido lo anterior o ha soñado?]. Y fue entonces cuando “La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito,… la sombra de una mujer desconocida.
–Pase usted, Alfonso.
Y pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa.”
Autoficción/autonarración
“La cena” y “El Aleph”, encuadran en la descripción de la autoficción fantástica de Colonna; son narraciones análogas. Narrador, personaje y protagonista son uno mismo dentro de una historia fantástica, irreal, concepto que Philippe Gasparini sintetiza como ficcionalización del Yo a partir de la proyección del autor en situaciones imaginarias; (“La autonarración”; 2008).
Reyes y Borges publicaron sus cuentos en la primera mitad del siglo XX, cuando no existía el término autoficción que, aunque “inventado” por Doubrovsky, en la práctica se da desde antiguo, establecen Manuel Alberca, Iban Zaldúa, Colonna y otros críticos y teóricos de la autoficción (ejemplo, Historia verdadera, de Luciano de Samósata).
En décadas recientes, la autoficción y/o la autonarración se han popularizado en la industria libresca. Se han superpuesto al interés por la biografía, la memoria y la autobiografía. De ahí la broma o advertencia de Zaldúa en su “Manifiesto contra la autoficción” (2018), analogía con el Manifiesto del Partido Comunista: un fantasma recorre el mundo literario, el fantasma de la autoficción que, sin dejar de reconocer obras valiosas, resulta en peligro cuando es practicada por “autores oportunistas”. Mas ya lo sugiere Clément Rosset: no es fácil abstraerse del embrujo del Yo (Lejos de mí. Estudio sobre la identidad; 2017). O dicho a la manera del sorprendente palindroma citado por Alberca (El pacto ambiguo; 2013), no puede uno evadirse del “Soy Yos”.
Existe un paralelismo técnico-literario entre ambos escritores. El asomo de la influencia de uno sobre el otro pero, en particular (pequeño hallazgo), la total correspondencia entre dos de sus obras, “La cena” y “El Aleph”, en el angustioso laberinto de la autoficción fantástica.