Anatomía del yo narrativo
José Ángel Leyva
La función del yo testimonial pretende ser la del portador de una verdad en aras de la justicia, pero todos los testimonios, en mayor o menor medida, responden a distintas cargas emocionales, morales, afectivas. No obstante, más allá del juicio oral, en la obra de la inculpada la narrativa autoficcional no se plantea como posible indicio de la verdad. Lo más interesante de narrar en primera persona no es el hecho de recurrir al yo para contar. La autorreferencialidad como construcción literaria es, en todo caso, el síntoma de una liberación expresiva que permite el despliegue no sólo de la imaginación sino del lenguaje, de las posibilidades transgenéricas que enriquecen la memoria y desnudan la realidad, objetiva y subjetiva, no sólo de los personajes, de los propios autores, que suelen ser protagonistas de sus relatos.
La hibridez de los géneros logra en el yo narrativo una mayor cobertura. Hasta antes de siglo XXI, la preceptiva literaria defendía la rigidez de sus fronteras y no se podía pensar en la posibilidad de cruzar el periodismo con la literatura, de empatar la poesía con la narrativa, la crónica con la poesía, el drama con la lírica, la ciencia con la ficción. De hecho está en boga, al menos entre los jóvenes poetas mexicanos, poetizar la ciencia y la tecnología, emplear términos que en otro momento resultarían sacrílegos. Sor Juana, por cierto, ya había tejido con ese hilo negro su Primero Sueño.
Varios amigos, críticos y lectores exigentes, han manifestado su hartazgo de la narrativa del yo. En su defensa, debo aclarar que hay diferencias de fondo y forma entre el yo narrativo de, por ejemplo, Fernando Vallejo, con el yo de Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, o incluso de Memorias (Histoire de ma vie) de Giacomo Casanova. En el yo autobiográfico ficcional, como en el caso de Adriano, Yourcenar se coloca en la primera persona del otro, su protagonista; ficcionaliza desde una intimidad histórica para colocarnos en la
agonía luminosa del emperador romano. De
Casanova no se puede esperar una narrativa apegada a la verdad: es un mentiroso, un seductor profesional.
Los estadunidenses han puesto la bandera inaugural de la novela de no ficción en la obra de Truman Capote, y los franceses han acuñado la autoficción como un descubrimiento nacional, tal como se suele leer en Patrick Modiano y de manera particular en Annie Ernaux, ambos Premio Nobel de Literatura. Tanto lo testimonial como lo autobiográfico recurren al yo narrativo para dar veracidad y lirismo a los relatos. No es algo nuevo, ni comienza con Truman Capote ni es un fenómeno literario que tenga lugar en Francia. Son, sí, fenómenos editoriales que pretenden marcar modas y legitimar escrituras que tienden siempre a la banalización del recurso y sus contenidos para ampliar el mercado.
Alfonso Reyes se encargó de teorizar al respecto y avanzó líneas en la primera mitad de siglo para enfocar la emergencia de obras que se desenvolvían en la hibridez narrativa. Obras como Cartucho, de Nellie Campobello, El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán, o el Ulises Criollo de José Vasconcelos desafían las rígidas fronteras literarias de su época. Reyes pone de ejemplo a sus coetáneos. Pero tal vez el “polo de sujeción”, la ficción de lo realmente sucedido, para emplear la terminología alfonsina, se ubica en un plano inferior con respecto a la ficción de lo imaginado (polo de emancipación), que el mercado valoraba y continúa valorando, pero tal vez un poco menos.
El yo lírico, por venir de la poesía propiamente dicha, encarnaba una fuerte dosis de pudor confesional atribuido sobre todo a la escritura hecha por mujeres. Los hombres no lloran. Un rasgo de virilidad es alejarse de ese yo plañidero y narcisista atribuido también a los románticos. En una entrevista a Alí Chumacero, destaca ese rasgo distintivo de su obra y de su época, el alejamiento de la autorreferencialidad, hablar de lo otro, de los otros para referirse a uno de manera impersonal. Las obras testimoniales pasaban por ese tamiz, carente de intención estética y apegado a la oralidad, a un yo abierto a otros yos, evitando literaturizar. Por su parte, la poesía homoerótica, por ejemplo, hablaba desde un yo impersonal, y de unos otros desprovistos de género. Las razones son conocidas. Fernando Vallejo, en cambio, toca los límites de la pornoliteratura.
Adiós a las fronteras literarias
Lo interesante de este auge del yo narrativo, autoficcional, es que representa una luz verde en las fronteras literarias. El mercado y la academia valoran obras que se desenvuelven en la hibridez narrativa y yo diría también lírica y hasta dramática. Las modas literarias no necesariamente son novedades estilísticas o descubrimientos de lo conocido, pero sí la aceptación y reconocimiento de lo visualizado y en ocasiones no valorado y aceptado. Dante erigió una obra monumental, la Divina Comedia, con un yo ficcional en debate con la realidad. Obra fundada en la hibridez, poema narrativo que mezcla la lírica, la épica y la dramática para representar ese viaje del yo a las profundidades del infierno, en realidad de la conciencia humana y del teatro político de su época y su cultura.
La consagración como obras maestras, por parte de la Academia Sueca, de los reportajes y libros testimoniales de Svetlana Alexevich, las novelas autobiográficas de Annie Ernaux y las canciones de Bob Dylan, es una señal de apertura y aceptación de que la literatura no necesariamente es mito, de que lo ficcional también reside en el lenguaje y en la forma, de que lo periodístico y hasta lo científico, anclados en la realidad operativa, pueden tener carta de navegación en la literatura sin faltar a sus principios.
Canción de tumba, de Julián Herbert, El invencible verano de Liliana, de Cristina Rivera Garza, varias de las novelas de Fernando Vallejo entremezclan lo confesional con otros asuntos de la realidad como la violencia, la pobreza, la prostitución, el crimen, la drogadicción. Es decir, el yo más personal comunica una realidad social innegable empleando todo tipo de recursos documentales.
Alfonso Reyes lo define como la contaminación de la historia por la literatura: “La biografía es género anómalo, sólo relativamente histórico. Algunos llegan a decir que es extrahistórico por esencia. No exageremos: es extrahistórico por definición convencional de la historia. El que quiera considerarlo virtualmente incorporado en la historia, no por eso invalidará las conclusiones a las que aspiramos. Género comparable al retrato, es arte y también es documento histórico por el giro mental, pero prendido por su asunto, a las vidas particulares, como la literatura.”
Dos de muestra: Esther Hernández y Piedad Bonnet
Me viene a la mente un ejemplo. En La lectura en el centro, 55 autobiografías lectoras, coordinado por Eduardo Cerdán, Esther Hernández Palacios refiere sus inicios lectores, pero es el asesinato de su hija y de su yerno lo que impulsa su búsqueda de consuelo en el pathos de la poesía, y la escritura como un recurso contra la impunidad y el olvido. Comienza un Diario basado en sus lecturas de la prensa nacional, en sus reflexiones y recuerdos. Lo termina convencida de su función catártica, pero lo somete a una revisión literaria estricta, lo alimenta con versos, y ya con una clara intención estética lo aleja del escenario trágico. El libro, Diario de una madre mutilada, ganó el Premio Carlos Montemayor del INBA. A los asesinos termina llamándoles carne de cañón con la que es necesario reconciliarse para aliviar nuestro contexto destructivo.
De manera similar, la colombiana Piedad Bonnett escribe una suerte de novela testimonial: Lo que no tiene nombre, sobre la enfermedad mental y el suicidio de su hijo. Nos conduce por el período desequilibrante de la enfermedad, sobre todo en la depresión y la psicosis. La certeza materna: el desenlace fatal es prácticamente inevitable y prematuro. No hay melodrama en esa historia, es la fuerza de voluntad de una escritora por exponer los hechos desde la compasión y la catarsis. Como poeta, le es inevitable dotar al documento de momentos profundamente líricos para elevar el relato por encima de lo meramente biográfico y anecdótico y convertirlo, con la malicia narrativa, en una obra literaria de indudable belleza.
Esos recursos de hibridez del yo narrativo o la autoficción, los he visto con mayor nitidez en Javier Cercas. Soldados de Salamina y El monarca de la sombras, son dos magníficos ejemplos del entrecruzamiento de la autobiografía, el reportaje, la crónica, la investigación documental y la fabulación con fines históricos-literarios. La realidad cotidiana, autorreferencial, está a flor de piel, pero uno sabe que en ese cuero están tatuados los olvidos, las omisiones y la fabulación. La historia no es telón de fondo, es mapa de navegación. Theodor Kallifatides lo dice de otra manera: Lo pasado no es un sueño. Esta novela autobiográfica nos cuenta el viaje a su tierra natal, Grecia, desde su residencia sueca, para descubrir y revelarnos el significado de una piedra negra que le pesa en el alma. Una cosa nos queda clara en este sencillo relato: el yo narrativo, sin el yo lírico, corre el riesgo de perder fondo, de perder tiempo. No es la realidad funcional, sino la realidad ficcional lo que devela ese yo en su anatomía estética.