Un proyecto de esta envergadura se fue supeditando al elemento clave que es la falta de presupuesto suficiente y sostenido. El factor presupuestal aparece como una causa de deterioro y de tendencia a la inoperancia en distintos sistemas de salud universal de países con mayores recursos y menor desigualdad económica que el nuestro. La cobertura sanitaria universal la define la Organización Mundial de la Salud como: El acceso de todas las personas al conjunto de servicios de salud de calidad que necesiten en el momento y el lugar adecuados y sin sufrir dificultades económicas por ello
. Puede advertirse que esto es más bien una declaración de principios que el planteamiento pragmático de una política pública. El asunto es qué tan cerca o lejos se halla un determinado sistema de salud con respecto a este ideal. Bajo ese rasero es notorio que la situación existente en el país es muy desfavorable, si no es que crítica. Del mismo modo, la propia OMS establece en su Constitución (1948) que: La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social y no sólo la ausencia de afecciones o enfermedades
. Este planteamiento normativo debe matizarse, pues es controvertido en cuanto a las condiciones cuantitativas y cualitativas que entraña tal caracterización. Además, está la conceptualización misma de lo que es la salud: en qué sentido puede ser completa y alcanzable en su mayor grado, o sea, perfecta. Una derivación de esto es plantearse un sistema de salud posible, mejorable y, claro, sostenible.
Una cuestión especialmente relevante, por pragmática e ineludible, entre las condiciones para formar un sistema universal de salud es la del presupuesto. Un lema aplicable a los servicios de salud es que la medicina cuesta lo que cuesta
, pero esto que podría parecer prosaico en una primera instancia, atañe efectivamente a la salud pública, que cuenta con recursos persistentemente insuficientes y, de una manera distinta, a la atención privada, en donde se ha creado una altísima estructura de costos que incluye el complejo y hasta desorbitado sistema de seguros. Es necesario enfocar ineludiblemente el asunto del costo en el sistema público y en ese terreno incluir la condición que implica la restricción presupuestal. Este es un tema crucial, una cuestión real; es un concepto que se aprende en cualquier manual de economía. Pero en muchas ocasiones esto parece obviarse en los pronunciamientos de la política pública y se presenta el caso como si los recursos fiscales fueran ilimitados y sin sujetarse a la competencia de otras muchas necesidades sociales, también de primera importancia en materia de bienestar. Y no es necesario enumerarlas aquí. Así aparece en las declaraciones oficiales que reiteran que existen los recursos suficientes. Y así también ocurrió en el reciente debate de los candidatos a la Presidencia: había en esos atriles dinero para todo y eso es sencillamente falso.
La política pública no es cuestión sólo de voluntad, sino de establecer objetivos claros y decisiones bien fundadas, sustentados en proyectos asequibles y sostenidos en la disponibilidad de recursos en el curso del tiempo. Por eso un sistema de cobertura universal no es una meta predeterminada, sino una opción política constante en torno a los factores determinantes de la atención a la salud. Eso es lo que está ausente. Y no puede obviarse el tema de mantener la resiliencia de un sistema de salud. Este rasgo quedó plasmado en el choque provocado por el covid-19 y sus graves consecuencias, expresadas en las deficiencias de la atención por carencia de recursos; en la exposición riesgosa a la que se sometió al personal sanitario y en el gran exceso de fallecimientos registrados durante la muy cuestionada gestión gubernamental de la pandemia.
El Centro de Investigación Económica y Presupuestaria (CIEP) señala que hay una brecha presupuestaria en materia de salud (la diferencia entre los ingresos recibidos y los gastos necesarios para mantener las operaciones) del orden de tres puntos del producto interno bruto, la que se ha sostenido en ese nivel durante dos décadas; su impacto adverso es acumulativo. La inversión en el sector salud es de la mitad de un mínimo sugerido a escala internacional por la OMS y, además del bajo presupuesto hay una distribución desigual entre los subsistemas. Una persona derechohabiente del IMSS cuenta con el doble de recursos que una persona con acceso a los servicios de salud de IMSS-Bienestar. El extremo se observa en la población con servicios médicos de Pemex, donde la diferencia en el gasto per cápita es de 7.8 veces. Otro dato relevante es que el gasto per cápita en los países de la OCDE, de la que México es parte, es siete veces más grande que el de la población con seguridad social en el país. En aquel grupo de países se destina el equivalente a 67 mil pesos en promedio al gasto per cápita, mientras aquí el gasto se distribuye entre Pemex, con 32 mil pesos per cápita; ISSSTE, con 11 mil, IMSS con 9 mil 200 e IMSS Bienestar 4 mil 100 pesos. El compromiso del gobierno en materia de salud era elevar la inversión en el equivalente a un punto porcentual del PIB entre 2018 y 2023, pero sólo fue de 0.4 puntos porcentuales, en un entorno de crecientes necesidades insatisfechas, incluyendo la disponibilidad de medicamentos y el recurso a la atención privada, que obliga a las familias a destinar mayores recursos (el gasto de bolsillo) a la atención precaria de la salud.
Las condiciones económicas estimadas para el cierre de este año y para 2025 indican la tendencia hacia una situación con más restricciones: un menor crecimiento del producto; una inflación más baja, pero resistente y por encima del objetivo de la política monetaria; un balance de las cuentas públicas menor, pero con mayor restricción en el gasto; una tasa de interés aun alta y un tipo de cambio por encima del actual. El entorno será complicado para una asignación de recursos creciente y conforme a las necesidades de un sistema de salud pública en plena recomposición.