Thomas Mann y el viaje en ‘La muerte en Venecia’
Alejandro Anaya Rosas
Thomas Mann llegó a decir que “en los libros no nos encontramos más que a nosotros mismos”; él, quien sintió cierta afinidad con Goethe y donde, muy probablemente, se “encontró con él mismo” más a menudo. La contraparte de lo expuesto es ver al autor de los “libros” en sus textos; el propio Octavio Paz dijo que su Laberinto de la soledad “y otros [libros] con tema parecido: son lo que yo soy […], el desconocido que me habita”. Quizá por esto, entonces, creemos deducir que tras determinados pasajes de una narración sale a flote algún rasgo de quien los plasmó; cosa tal vez más sencilla –encontrar al autor entre líneas, que encontrarnos a nosotros– y de la que, acaso por ello, se ha valido la crítica literaria para interpretar cientos de obras. Las novelas de Thomas Mann no son la excepción.
Algunas obras de nuestro escritor han sido analizadas a la luz de comentarios propensos a la homosexualidad, notas hechas por el propio Mann, sacadas de sus diarios, donde revela una inhabitual fascinación por algunos hombres, sobre todo más jóvenes que él. Sin duda, y a pesar de libros como el Tonio Kröger (1903), La muerte en Venecia (1912) representa el foco de esos comentarios críticos, pues en esta narración el protagonista, Gustav von Aschenbach, un escritor consumado, trasluce una atracción inusitada por el joven Tadzio –como la que Thomas Mann sintió por Klaus Heuser, cuando el último contaba con diecisiete años y nuestro escritor rebasaba los cuarenta. Citamos sólo un nombre de los varios que habitaron el imaginario homoerótico de autor del Doktor Faustus (1947). Ahora bien, es evidente que existen otras semejanzas entre Mann y su Gustav, además de la aludida.
El incendio de las almas
Tal vez una de las claves para la identificación de nosotros, los lectores, con los libros que enfrentamos, como si la literatura fuese un espejo, y que además tiene que ver con la frase de Thomas Mann expuesta líneas arriba, se debe al sentido de universalidad que los artistas dan a sus obras. Dicha universalidad proviene de los temas sobre los que versan los grandes libros, del modo de tratarlos, de las inquietudes humanas que, desde siempre, han incendiado el alma de las personas; de los símbolos que salen a flote en las grandes obras literarias. Por ello pensamos que una aproximación a La muerte en Venecia al amparo de la biografía del autor, aunque sea válida, pasa por alto un posible contenido velado con el cual se podría llevar a cabo una interpretación arriesgada pero licita y, por qué no, profunda. No denostamos ningún tipo de crítica literaria, algunas formas de realizar este trabajo son necesarias para conducir a los lectores hacia textos que, de otra manera, ni siquiera sabríamos de su existencia.
Por principio, notamos que en La muerte en Venecia se reitera el asunto del viaje, uno de los temas más representativos en la historia de la literatura. El viaje del protagonista Gustav von Aschenbach, el “héroe” del libro que tratamos, como bien lo sugiere la significación más propagada del simbolismo de dicho tópico, lo determina el desagrado que le produce su entorno: la vida solitaria, y hasta cierto punto incomprendida, del artista –igual, uno de los temas recurrentes en la obra de Mann–, y su constante insatisfacción ante un mundo encausado cada vez más a lo pedestre, un “deseo de liberación, descarga y olvido” motivado por no avanzar en la obra que le ocupa; porque, a pesar de ser, como ya se ha aludido, un eminente artista: “mientras la nación lo honraba, él mismo estaba descontento de ella”. Ya desde esta primera parte de la novela somos testigos de una tensión en la psique de Von Achenbach, la cual se acentúa conforme progresa el texto hasta desembocar en un drama interior que pone a prueba su temple y su salud física. Son las pruebas que le depara el viaje a Venecia.
Algo más fuerte que nosotros
Las dificultades que entrañan los viajes han sido materia de trabajo para la psique humana. De aquellas experiencias enriquecedoras se han valido las religiones y los poetas para exponer, simbólicamente, el deseo de alcanzar nuevos mundos o de reconquistar patrias perdidas; aunque éstas, como la infancia, sean irreconquistables. Las travesías físicas para alejarse de la sociedad, la separación del mundo al tornase fastidioso, inquietante o insulso, es una constante. El viaje invita al héroe a salir de su zona de confort, donde el protagonista lidiará con obstáculos, conflictos que viven en lo profundo de su ser; son las pruebas que cualquier protagonista afronta, de ellas podrá extraer sabiduría, pero también corre el riesgo de perderse, desaparecer. Sin embargo, no es decisión propia la que impulsa al aventurero a la partida; dada la magnitud del simbolismo, sería una necedad pensar esto. Si vemos el símbolo como un lenguaje que compacta algo trascendente, inexpresable en su esencia, y luego lo expone en una imagen entendible y racional, entonces dicho símbolo se vuelve necesario porque expresa la decisión firme de creer en algo más fuerte que nosotros; de ahí pensar en una fuerza que nos supera y que nos infunde la decisión del viaje. Joseph Campbell diría que es un mensajero quien, con su sola presencia, inculca la partida, que “la crisis de su aparición es la ‘llamada para la aventura’”. Así entonces, con la llegada del heraldo, se gesta la resolución del viaje de Von Aschenbach.
Después de admitir cierto “desgaste de sus fuerza”, nuestro protagonista da un paseo en las cercanías de un desolado Cementerio del Norte, en la ciudad de Múnich; allí se encuentra con un hombre extraño, de “aire dominador e imperioso, temerario y hasta fiero”, quien además de permanecer en silencio y no realizar movimiento alguno, tampoco vuelve a aparecer en la novela. Sin embargo, y si tomamos en cuenta la corta extensión del texto, Mann le dedica todo un párrafo a la descripción física de esta extraña figura, lo cual evidencia la importancia de dicho personaje. Después del encuentro, el escritor vuelve a su hogar y allí decide el viaje.
“Llegar a la otra orilla”
Con determinación, Von Aschenbach parte hacia Pula, en la península Istria del mar Adriático; el lugar no es lo que en ese momento buscaba y por ello va a Venecia. El destino no le es desconocido, pero esta vez llegará por mar porque “por tierra […] era como entrar a un palacio por la puerta de servicio […], en barco y desde alta mar debía llegarse a la más inverosímil de las ciudades”.
El viaje que se emprende en busca del “yo” se vuelve más significativo cuando se realiza sobre una embarcación. La literatura universal nos ha regalado infinidad de historias con protagonistas navegantes. Enfrentar la inmensidad del océano ha representado una dificultad de proporciones heroicas y, en algunas culturas, llegar a “la otra orilla” denota el triunfo de cruzar las aguas que separan la vida de la muerte. El viaje de Von Aschenbach, pues, acumula simbolismos, y la travesía del héroe llega a la apoteosis al toparse el escritor con la representación de la belleza en forma de un adolescente. El artista enfrenta los demonios propios frente a la encrucijada de seguir imperturbable ante los delirios que Tadzio le provoca, o ceder al impulso primigenio, a la pulsión de muerte: Mann nos recluye en la mente del escritor; allí, somos testigos de las batallas psicológicas que el protagonista afronta.
Por otro lado, intuimos que la travesía de Von Aschenbach es circular. La presencia del heraldo en el cementerio, antes del viaje a Venecia, junto a las lápidas en venta, prevén la muerte. En nuestra interpretación no sería casual que los “monumentos fúnebres” no pertenezcan aún a nadie: tal vez, como en algunas culturas, figuran moradas vacías, esperando ser habitadas por los espíritus que partirán a otro reino. Al final, el devenir del alma de Von Aschenbach es trágico, y ésta podrá alojarse en el lugar donde inició la historia. El viaje ha concluido.
Contra la tiranía del presente
Volviendo a nuestro tiempo, nos preguntamos: ¿Vale la pena ver a contraluz las grandes obras y encontrarles un sentido velado, algo que no sea lo manifiesto y literal? Creemos que sí, de otra manera las novelas no serían espejos de nosotros, sino de desconocidos que habitaron un tiempo lejano; es precisamente esa mentalidad oscura la que cubre el cielo de nuestro siglo: la de la “verdad única” como idea de lo meramente sensible y comprobable, la de lo material como deidad suprema y la de encontrarle una “utilidad práctica” a la poesía. La obra de Thomas Mann representa, junto con la de otros grandes de las letras, una revelación: nos revelan algunos dédalos, sinuosidades del alma de los artistas, también de las personas comunes. Si dejamos pasar de largo esas revelaciones, corremos el riesgo de someternos a las tiranías del presente, a la autocracia del dinero y a la vil deshumanización; somos seres simbólicos: creemos no merecerlo l