magníficos horroresdel pasado, anotaba el escritor, se quedarían cortos ante la Nueva Guerra (con mayúsculas), misma que desembocaría en la masacre científica de la humanidad borrando la antigua distinción entre combatientes y población civil.
Muy pronto se supo que no era ciencia ficción. Narra el historiador británico Paul Preston en La muerte de Guernica que el 19 de julio de 1936, tras el levantamiento militar contra la República Española, Emilio Mola, uno de los generales golpistas, sermoneó así a los alcaldes de la provincia de Navarra: “Hay que sembrar el terror… hay que dar la sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros”.
Lo peor estaba por venir. Hacia principios de 1937, los nacionales atestados frente a Madrid y derrotados en Guadalajara, abandonaron la idea de una ofensiva generalizada optando por avanzar palmo a palmo. El primer objetivo fue el norte, aislado del resto de la república a causa del bloqueo naval y la caída de las ciudades fronterizas de Irún y San Sebastián. Controlar esa región era decisivo, pues contaba con la mayor parte de la industria metalúrgica, fábricas de armamento y abundantes reservas minerales.
Encargado de la operación, Mola contaba con el apoyo aéreo de la aviación legionaria de Mussolini y, sobre todo, con la aguerrida y tecnológicamente avanzada Legión Cóndor, conformada por unos 3 mil 800 hombres al mando del general Hugo Sperrle. Su jefe de estado mayor, el coronel Wolfram von Richthofen, era un nazi conocido por su crueldad y altanería.
Desde el comienzo de la campaña, los alemanes habían estado experimentando técnicas de combate, los tristemente célebres bombardeos en alfombra destinados a causar terror en la población civil. Pero Franco pensaba que no era suficiente: a los vascos lealistas había que propinarles un castigo ejemplar. Escogió Guernica (Gernika, en vasco), pequeña ciudad de unos 7 mil habitantes símbolo de la independencia y la identidad vascas.
El 26 de abril de 1937, lunes, era día de mercado. Las calles de Guernica estaban repletas de hombres, mujeres y niños pues, además de los vecinos, se encontraban cientos de refugiados y otros tantos campesinos que acudían a vender sus productos. El bombardeo se inició a las 16:40 y se extendió por más de tres horas interminables. El plan –nombre en clave Operación Rügen (castigo, en alemán)– seguía una lógica implacable: en un primer momento, los bombarderos arrojaron bombas pesadas y granadas de mano de manera metódica, área tras área. Luego, los aviones de caza ametrallaron a la multitud aterrorizada para que buscara resguardarse en los refugios subterráneos y, por último, los Junkers 52 lanzaron unas 3 mil bombas incendiarias pesadas para que las casas se derrumbasen sobre sus víctimas.
La operación perseguía dos objetivos distintos: el de Franco y el de los alemanes. El Generalísimo quería asestar un golpe definitivo a la moral del pueblo y del ejército vascos; los alemanes, en cambio, experimentaban nuevos artefactos bélicos, los mismos que emplearían en la Segunda Guerra Mundial. Como fuere, de las 300 casas que tenía Guernica, 71 por ciento fueron destruidas, 7 por ciento quedaron gravemente dañadas y 22 por ciento sufrieron daños parciales. Según el gobierno vasco, hubo mil 654 muertos y 900 heridos, todos civiles. Había nacido un nuevo paradigma bélico: la guerra total en la cual el conjunto del territorio enemigo y de sus habitantes se torna objetivo militar. Richthofen anotó en su diario: Me porté en Guernica de manera algo maleducada
.
Los nacionales hicieron lo posible por negar la realidad. A las 9:30 del día 27, Franco –quien al principio de la guerra había manifestado la necesidad de matar a un millón de obreros españoles– mintió descaradamente desde Radio Salamanca: “Hemos respetado a Guernica como respetamos todo lo español. Los rojos destruyeron a Guernica para lanzar la propaganda que tenían preparada”. Sin embargo, el mundo no tardó en conocer la verdad gracias al valiente periodista inglés George L. Steer, quien se encontraba en la región como enviado especial del The Times de Londres. Atraído por el resplandor del incendio que se apreciaba desde lejos, llegó a Guernica horas después de la tragedia. En el hospital, contó 40 cadáveres de mujeres tendidos en el piso tapizado de sangre. Deambulando por las calles saturadas de cuerpos sin vida, encontró el trozo de una bomba con un águila alemana dibujada y en otro artefacto leyó la palabra Roma.
En ese momento, Pablo Picasso había recibido el encargo de una obra por parte del gobierno republicano español, en vista de la Exposición Universal de París que tendría lugar del 25 de mayo al 25 de noviembre. Cuando leyó el reportaje de Steer –publicado en Francia por el diario comunista L’Humanité– se puso a trabajar en lo que sería una de sus creaciones más famosas e impactantes: Guernica . En este óleo de 3.50 por 7.80 metros, en el que se cruzan elementos de cubismo, expresionismo y surrealismo, la estética dialoga con la protesta social y la creatividad con la crítica política. El cuadro produce un efecto sobrecogedor, enfatizado por la dimensión monumental y los colores blanco y negro. Preguntado sobre su significado, Picasso contestó que la pintura no está hecha para decorar paredes, sino que es un instrumento de guerra defensivo y ofensivo contra el enemigo. Tenía razón: durante la dictadura franquista, poseer una imagen de la obra era un delito. Hoy, 87 años después, la obra sigue siendo el emblema de la bestialidad nazifascista.