Haber estado y ya no estar:
Apuntes literario-musicales sobre la muerte
Mario Bravo
Morir o padecer el fallecimiento de un ser querido, más que ninguna otra circunstancia, nos coloca frente a un contundente e irrevocable nunca más. Quien muere cruza la frontera hacia un país de invisibilidades. “Eso es la muerte: el haber estado y ya no estar”, explica el novelista José Saramago.
II
Aunque somos animales de costumbres, los seres humanos no dejamos de estremecernos frente al final de la vida. Habituados ya al retorno del sol tras la noche previa, sabedores de que el silencio se rompe con una canción de Bob Dylan o el sonido de un tambor africano, caminamos inermes y sorprendidos hacia la noticia del fallecimiento de alguien o tras escuchar un diagnóstico que deje pendiendo de un hilo a nuestra existencia.
Vivimos como si, perpetuamente, otra persona sufriera de esa terrible enfermedad llamada mortalidad. Nunca uno mismo. Nos aferramos a clavos ardiendo para despabilar a la vida cuando sentimos que se agota, tal como el poeta Joan Margarit suplicó a su hija Joana quien finalizaba una larga enfermedad: “Y me repito:/ Morirse todavía es vivir./ De esta invernal mañana, amable y tibia,/ por favor, no te vayas, no te vayas.”
III
Esa pesadumbre ante el contundente acto de haber estado y ya no estar, ¿será una señal de nuestra estima por la vida? En El malestar en la cultura, Sigmund Freud advierte cuáles son los tres grandes temores del ser humano: la hiperpotencia de la naturaleza, la vulnerabilidad de nuestro cuerpo y la incapacidad de las normas para gobernar los impulsos violentos entre los miembros de una sociedad.
El tercer elemento mencionado por el padre del psicoanálisis pareciera ser el único que nuestras voluntades pudieran gestionar a su favor; pero, paradójicamente, esos vínculos humanos estallan, diariamente, bajo la bandera de las guerras, las políticas de odio y los genocidios. Solamente contamos, aparentemente, con un paliativo –no solución ni cura– frente al temor a la muerte: el amor, mismo que, según la escritora Bell Hooks, “nos permite vivir plenamente y morir bien. La muerte, entonces, en lugar de ser el final, es parte de la vida”.
IV
Astor Piazzola cierra los ojos. Un batir de alas eleva las notas de su bandoneón hacia otro tiempo, otro lugar. Al comienzo de “Adiós Nonino”, tema compuesto tras el fallecimiento de su padre, la música se viste de fuego, de caos, de fríos pasillos de hospital, y de noches sin absolución. De repente, la calma.
“No quiero ver ¡no puedo! ver morir a los hombres cada día”, escribió el poeta chileno Gonzalo Rojas. Cada muerte es una tragedia. Piazzola lo sabe. Transitando la mitad de su interpretación, él, ese hombre blindado sólo con un bandoneón, no detiene el paso de la Muerte pero sí la obliga a mirar hacia atrás y constatar el vacío. El remanso deja su sitio a la inquietud. Otra vez el fuego, otra vez la herida supurando.
Ahora podría concluir esta creación del músico argentino. La desolación y un amargo sabor en la boca hicieron metástasis. Dichosamente, una grieta, una luz. “Adiós Nonino” no finaliza, sino que al escucha le invade una esperanza a pesar de la muerte. Ante la irrevocable ausencia de quien se ha ido, ¿todavía algo nos habita?: Sí, el amor… pareciera gritar el bandoneón.
Piazzola mira hacia un costado, atravesado por las dagas de la memoria. Y nosotros también. ¿Acompañarnos en la tristeza no será, entonces, nuestra pequeña victoria ante la Muerte?
V
Walter Reuter presiona el disparador de su cámara. El obturador abre y cierra. Allí entró la luz y también el tiempo: dos niñas saltan la cuerda en una playa. El artista capta así un instante. Ambas pequeñas flexionaron sus piernas y, debajo de ellas, el mundo. Reuter las fotografió mientras brincaban, victoriosas, descreídas de la gravedad. Sin alas, suspendidas y acompañadas. Eternas.
El malestar que nos endilga la empresa de vivir, descrito por Freud en 1930, quizás pudiera ser encarado desde una condición habitualmente soslayada: seguramente, inevitables penurias como la muerte son más transitables si encontramos la amorosa complicidad de alguien a nuestro alrededor; aunque un abismo y una herida nos aguarden tras caer, nuevamente, con nuestros pies a la tierra. No olvidemos que, tal como afirmó Joan Margarit pensando en su fallecida hija Joana: “una herida es también un lugar donde vivir”.