La otra escena
Miguel Ángel Quemain
Salvador, de Suzanne Lebeau, bajo la dirección de Lourdes Pérez Gay, es un ejercicio de enorme belleza plástica y complejidad escénica en total concierto con el camino que ha recorrido la compañía Marionetas de la Esquina a lo largo de cinco décadas de crear un espacio de verdad y credibilidad artística.
Es el primer montaje de la directora sin la presencia física del gran artista visual Lucio Espíndola, su compañero de vida artística que, en el caso de ellos, no se distingue la vida personal de lucha, compromiso y congruencia con su vida familiar enlazada con un colectivo generoso, solidario y leal que ha llegado hasta aquí con un pleno reconocimiento de su valiosa imaginación para levantar este monumento a la blancura iluminado y trazado por Gabriel Pascal.
En la función de estreno, la directora pidió que todos recibieran el aplauso de un teatro agradecido por una función que fluye como un enorme río de imágenes e historias con recodos y afluentes poderosos donde aparecen sorpresas que el narrador de esta historia (Eduardo López) logra que fluyan con el mismo efecto de sorpresa que tuvieron en su aparición inaugural, para compartir con nosotros ese sobresalto que nos mantiene atentos y conmovidos con una historia de orfandad paterna y de poderosa fratría.
Aunque Pérez Gay insiste en que todo se hace entre todos, la fuerza de imaginación de este montaje es de su entera autoría y responsabilidad. Las decisiones que han sido tomadas sobre la corporalidad del títere, sobre la actoralidad y su relación con la creación de imágenes, el público como una entidad obediente al relato, son de la directora en arriesgado diálogo con el propio pasado de la compañía.
La aventura de hacer un teatro de títeres para adultos con Spa en aguas profundas, sobre la carnicería de las formas, las gordofobias y evidenciando las frustraciones de quienes no han sido modelados para el gusto castrante del mercado erótico, fructificó aquí con los hallazgos escénicos de entonces.
En primer lugar, me parece que la distinción entre un teatro para adultos y un teatro para jóvenes y niños se ha ablandado aquí (la función vespertina es un acierto). No quiero decir que esa distinción se ha abolido, sino que el logro consiste en crear ese río de corrientes distintas, navegables de un modo particular para cada uno, donde las llamadas infancias, los niños, pueden reflexionar sobre la ausencia sin salir lastimados, sin experimentar la violenta mutilación que el instante de la separación produce en nosotros.
Ni la dramaturga ni la directora le tienen miedo al dolor, es evidente, pero lo que han hecho es colocar sobre la escena las metamorfosis de un acto a través de la narración sedimentada y fecunda de quien ha visto la luz al final del túnel de la ausencia, y decide narrar la pérdida en una serie de estaciones que permiten entender en qué consiste, para vivos y muertos, resultar transformados y salir indemnes de la muerte que muchos desgraciadamente viven aristotélicamente como interrupción de la existencia.
La añeja obra de Lebeau está actualizada sin concesiones sobre un mundo que niega respuestas legítimas a quienes reclaman la muerte violenta de los suyos, las que carecen de cuerpo, de razones y sepultura y tienen la impunidad como signo de los tiempos. ¿A dónde se los llevaron, regresarán algún día, descansará Antígona?
A lo largo del montaje tengo la impresión de que estoy en el sueño de alguien más. Aunque cada episodio se perfila bajo la conducción estricta de un relato, con su retórica reglada, sabemos que lo político, en el noble sentido vigente de la propuesta de Hanna Arendt, está en el corazón de estos teatristas rebeldes e insumisos que pueden ofrecer un buen rato, entretenido y emocionado, pero que recuerdan y advierten que la mayoría de las heridas las inflige la desigualdad y la injusticia. Por lo pronto, sábados y domingos hasta el 5 de mayo