Cesare Pavese
De Poemas del desamor
El vino triste
a tomar mi grapita, no falta el pederasta
o los niños que gritan, el desempleado
o una bella muchacha que va por la calle
y todos me rompen el hilo del humo.
se lo digo en serio, trabajo en Lucento».
Y la voz, aquella voz angustiada del viejo
cuarentón –no lo sé– que me apretaba la mano
una noche de frío, y después me acompañó
hasta mi casa; jamás olvidaré mientras viva
ese tono de vieja corneta.
No me hablaba del vino; conversaba conmigo
porque yo había estudiado y fumaba la pipa.
«Y el que fuma la pipa», exclamaba temblando,
«nunca puede ser falso». Asentí con un gesto.
con las piernas desnudas –yo tenía ya meses de ayuno–
y me casé solamente porque estaba embriagado
de su frescura; era un amor senil.
Me casé con la más musculosa, la más impertinente,
para sentir de nuevo la vida, para dejar de morir
detrás de un escritorio, en oficinas llenas de extraños.
Pero Nella fue para mí una extraña, y un cadete aviador
que la viera una vez le puso las manos encima.
al caerse su avión –no fui yo el canalla–.
Mi Nella tiene un niño –no sé si es hijo mío–;
Es mujer de su casa y yo soy ahí un extraño
que no se atreve a hablar ni sabe alegrarla.
Tampoco habla ella, solamente me mira.
como llora un borracho, con todo su cuerpo,
y, cayéndoseme encima, agregaba:
siempre habrá respeto»,
intentaba alejarme tendiéndole la mano.
¿Pero qué satisfacciones tengo yo en la vida?
¿Pero qué satisfacciones tengo yo en la vida?