Aguacalientes por Rubén Bonifaz Nuño 1/2

AGUASCALIENTES     Aguascalientes era una ciudad preciosa. En aquel 1945 las caminatas las hacía solo, porque en ese tiempo yo no tenía amigos en Aguascalientes ni nadie me conocía. Mi camino era del Hotel París, situado en Plaza de Armas, siguiendo la calle, que me dice usted que ahora se llama Venustiano Carranza, y que llevaba al Jardín de San Marcos.

Aún recuerdo las gigantescas pilastras de piedra rosada y el jardín que entonces –no sé ahora– estaba sembrado en su mayoría de rosales. En el jardín me pasaba las horas.

En días de la feria había corridas de toros, peleas de gallos, espectáculos de palenque y todo tipo de juegos de apuestas. Una vez, con Agustín Yáñez, estábamos viendo una pelea de gallos, y se acercaron unas niñas religiosas. Le pregunté a Yáñez: “¿Y también ellas van a pelear?”, y él muy serio me contestó: “No, vienen a pedir dinero para su convento.”

En abril se llenaba de puestos el Jardín de San Marcos, fuera y dentro. En ese tiempo los homosexuales eran tratados injustamente por una sociedad que los despreciaba. A un lado del jardín había dos puestos de enchiladas manejados por jotos y las gentes decían con morbo: “Vamos a ver a los jotos.”

En 1946 ya era otra cosa. El ambiente me fue más familiar. Ya tenía buenos amigos, como el famoso tipógrafo y grabador Francisco Díaz León, y los poetas Jesús Reyes Ruiz, Miguel Álvarez Acosta y Pedro Caffarel Peralta.

Mis amigos poetas ganaban todos los concursos, y cuando participaba yo, se conformaban con los segundos premios. Caminaba con ellos y saludábamos a todo mundo. Por eso pude estrechar la mano en la calle de grandes toreros como Alfonso Ramírez, el Calesero, y de Rafael Rodríguez, el Ciclón de Aguascalientes. En mis idas a Aguascalientes sólo asistí a dos corridas de toros: en una toreó Luis Procuna y en la otra Rafael Rodríguez.

¿Me pregunta si advertí con los años cambios físicos en la ciudad? Recuerdo uno fundamental: en 1945, la catedral tenía una sola torre; al año siguiente la segunda estaba construida a la mitad, y en 1948 ya estaba terminada.

Pero el Jardín de San Marcos siguió siendo, hasta 1958 cuando gané mis últimos juegos florales, el jardín maravilloso de siempre, y el barrio de El Encino el lugar donde paseaba con los amigos, especialmente con Francisco Díaz de León. Francisco era tan conocido en Aguascalientes que los mariachis cantaban canciones en su nombre. Recuerdo una cuarteta:

“Por el barrio de El Encino va Francisco Díaz de León, entonando sus cancionesy tocando su acordeón.”

Díaz de León, como grabador, ganó aun el Premio Nacional, y me hizo la distinción de diseñarme años después mí libro El manto y la corona.

En la ciudad conocí también a otro gran señor. Se llamaba Alejandro Topete del Valle, quien creó el escudo de Aguascalientes, gracias a que ganó el concurso. No sé si fue en 1946.

Recuerdo también como algo muy emocionante los domingos en Plaza de Armas, cuando los muchachos y las muchachas caminaban en sentido contrario, muy despacio, alrededor de la plaza.

Volví a ganar en 1948 y 1949, y luego, en 1958, cuando se cumplieron los veinticinco años de los Juegos Florales. Convocaron a un concurso especial en el que entraron todos los poetas laureados, y participé, por cierto, y lo gané, con un poema de El manto y la corona. Eran tan bien dotados los premios de los Juegos Florales (no sólo en Aguascalientes) que yo viví mucho tiempo gracias a lo que ganaba con ellos.

En ese tiempo era un dineral. Por decirle, en 1946, cuando me dieron los dos primeros premios, gané 2 mil 500 pesos. Al enterarse mi padre de eso, se asombró, porque nunca en su vida vio 2 mil 500 pesos juntos.

El era telegrafista y su sueldo debía ser de 250 pesos mensuales; con eso debía mantener a toda la familia. En 1948 gané en Aguascalientes 2 mil pesos.

Al momento de premiar al ganador, las reinas le ponían a uno la flor en la solapa y uno les deba un beso en la mano.

Era yo invenciblemente tímido. Me tortura y me avergüenza recordarlo. Alma Tiscareño, la reina de 1945, trabajaba –no sé si exista aún– en un lugar llamado La Casa de Vidrio.

Ella me citó en su trabajo, y de puro miedo, no fui. En una ocasión, Haydeé Romero iba caminando sola por una de las calles de Aguascalientes, y yo empecé a seguirla, ella caminó más lentamente. Haydeé llegó hasta su casa y no me atreví a alcanzarla y saludarla.

En esa edad sufría indeciblemente por las mujeres.