Un deuda con Aguascalientes
El Gran Marco Antonio Campos, le da la palabra al poeta y humanista, orgullo de este país y de nuestra lengua y él la toma, Rubén Bonifaz Nuño de tal suerte que aprovecha y se describe así mismo con la sencillez de su grandeza, nos habla de nuestros escritores y describe su desición de ser poeta, su juventud y la ciudad de Aguascalientes.
Como todo lo que Hace Marco Antonio Campos es magistral y lo que habla Rubén Bonifaz Nuño es genial, la entrevista se vuelve un poema
Este año, patrocinado por el Instituto Nacional de Bellas Artes y el Instituto de Cultura de Aguascalientes, se creó el Premio de Poetas del Mundo Latino Víctor Sandoval.
El premio se entregó en octubre en la ciudad de Aguascalientes, que es una de las dos ciudades donde hay extensiones del Encuentro central que se realiza en Morelia.
Desde los veintidós años, Bonifaz Nuño estuvo muy cerca de la ciudad de Aguascalientes como participante de los concursos florales, los cuales ganó cuatro veces.
Con reconocimiento conmovedor, Bonfiaz explica en esta entrevista qué fue Aguascalientes para él.
Desde 1958 no he vuelto a Aguascalientes.
Sin embargo, puedo decirle otra vez abiertamente que si soy poeta se lo debo a esa ciudad.
Si no me hubieran premiado, si Yáñez no hubiera escrito esa página que me tocó el alma, me hubiera dedicado a otra cosa, quizá a ser abogado, para lo que estudié.
Tuve una juventud desdichada, pero Aguascalientes fue la felicidad de esa juventud.
Primero que nada quisiera decir que estoy muy agradecido con Aguascalientes, porque yo estaba lleno de dudas sobre mis posibilidades literarias, y en esa ciudad se empeñaron en demostrarme que yo era un buen escritor.
En 1945, cuando tenía veintidós años, concursé en los Juegos Florales que se organizaban año con año en abril en la ciudad de Aguascalientes, coincidiendo con
Ese año gané el cuarto premio, un accésit al primer tema, y fue el motivo que me llevó a esa ciudad.
Sacó el primer premio Antonio Esparza, poeta poblano, excelente versificador, quien después publicó un solo libro.
Ganó el segundo Jesús Reyes Ruiz, que era muy buen poeta, pero estaba acostumbrado a escribir poesía cívica para elogiar a gente poderosa.
El tercero fue para Miguel Álvarez Acosta, poeta muy bueno, quien sólo publicaría también después un solo libro (Nave de rosas antiguas) en Cuadernos americanos.
Con Reyes Ruiz y Álvarez Acosta hice una inmediata y gran amistad, y en cierta manera fueron mis protectores.
La reina de la feria en 1945 era una joven llamada Alma Tiscareño, y en 1946 Haydeé Romero. Eran dos bellezas deslumbrantes.
En aquel 1945 conocí a grandes maestros que me orientaron toda la vida. Para mí fue importantísimo Agustín Yáñez, que escribió una página definitiva para mí en su revista Occidente , en el número de septiembre-octubre de ese año, donde describe el largo viaje en ferrocarril a San Luis Potosí, luego en coche a Aguascalientes, y los días que permanecimos en esta ciudad.
Recordaba, por ejemplo, cómo me paseaba solo por las calles y jardines y parecía hablar conmigo mismo, y tomaba y tomaba notas en un cuaderno, pero lo que más le impresionó fue cuando subí al proscenio del teatro a decir mis versos, y el contraste que había entre la forma de decir mis versos con la de los otros poetas, excelentes declamadores, el cual “era mayúsculo”.
Yáñez me haría asimismo muchos años más tarde el honor de contestarme el discurso cuando entré a
Conocí también (formó parte del jurado) a Gabriel Méndez Plancarte, quien me dio una gran lección, en una hora, de todo lo que es posible saber sobre cómo escribir un soneto.
En mi vanidad, en mi torpeza, le pregunté en el Hotel París, donde nos hospedábamos jurados y premiados durante una semana, por qué razón le daban el primer premio a Antonio Esparza, si sólo mandó tres sonetos, y yo, que mandé diez, me otorgaban el cuarto.
“Porque los sonetos de Esparza están bien hechos”, me contestó. Méndez Plancarte me explicó, entre otras cosas, que en los versos de los sonetos de Esparza no había asonancias internas, ni versos terminados en agudas, ni eran asonantes las rimas de tercetos y cuartetos.
Tan bien aprendí la lección, que al año siguiente mandé a los Juegos Florales tres poemas, en sonetos la mayor parte.
Por mis tres poemas me dieron los tres primeros premios, pero como era excesivo, el segundo y el tercer premios los agruparon en el segundo, y el tercer premio se lo dieron a Álvarez Acosta.
Uno de esos días de abril de 1945 llegó a sentarse Antonio Castro Leal a una mesa del café o restorán del Hotel París. Estaban Agustín Yáñez, Gabriel Méndez Plancarte, Carlos Pellicer y los poetas premiados.
Alguien empezó a leer uno de mis poemas de La muerte del ángel, el poema que me permitió el accésit a los premios.
Castro Leal se fijó en una estrofa, la cual mereció su elogio.
Pellicer me dijo: “Muchachito, usted ha recibido un elogio de Antonio Castro Leal; guárdelo en su corazón.”
Y lo he guardado tanto, que en este momento, sesenta y dos años después, se lo estoy diciendo.
En aquellos años de los cuarenta los jurados eran muy distinguidos.
Nada más piense lo que era ser premiado por Carlos Pellicer, Antonio Castro Leal, Xavier Villaurrutia, José Gorostiza o Agustín Yáñez.