De libros, lectores y libreros

De libros, lectores y libreros

 

No se equivocaba el historiador alemán Félix Dahn cuando afirmaba que la tarea más ardua que puede emprenderse es la de vender un libro. En todo caso, vale la pena insistir en esto que, aunque sabido, no siempre se pondera lo suficiente: «Las librerías suelen ser un negocio de baja rentabilidad y de muy altas exigencias, tanto culturales como financieras», tal como lo afirman Giorgio Brunetti, Umberto Collesei, Tiziano Vescovi y Ugo Sòstero en el excelente volumen La librería como negocio (México, Fondo de Cultura Económica, 2004).

En efecto, la librería como negocio exige ciertas condiciones y formalidades que no deben soslayarse, como tampoco debe olvidarse que, además de negocio, la librería es un centro irradiador de cultura que, no por ello, queda libre de la exigencia de ser, en mayor o menor medida, redituable.

Los autores del libro citado son enfáticos al insistir en que la rentabilidad de una librería no es asunto de menor importancia, pues sin ella es imposible que se alcancen los objetivos de estabilidad y autonomía. Dicho de otro modo, en palabras de Brunetti, Collesei, Vescovi y Sòstero: «Como todas las empresas, la librería no puede ser un hecho esporádico, temporal. Abrir o adquirir una librería en una ciudad es muy distinto de poner, ocasionalmente, un puesto de venta de libros en una feria. En el primer caso se constituye una organización destinada a durar en el tiempo; en el segundo, por el contrario, se trata de una actividad ocasional, a menos que constituya una actividad de comercio ambulante con características de continuidad.»

Tampoco debe soslayarse que los libros están entre las mercancías menos mercantiles, si esto es posible decirlo así, y que quienes los venden están entre los comerciantes más excepcionales. Todo ello por el escaso aprecio social e individual que se concede al libro en comparación con otros bienes de consumo.

El oficio de librero no sólo es un oficio especializado, sino sobre todo especializado en minorías más o menos ilustradas. En países donde, por ejemplo, el analfabetismo funcional es grande, abrir una librería es un negocio de alto riesgo para cualquiera que emprenda tal aventura. En estas circunstancias, el libro no posee un valor significativo más que para un muy reducido número de personas; tal es la clientela real y potencial de una librería en medios analfabetos.

Si un comerciante tiene como principal propósito el de hacerse rico de la manera más fácil y rápida, es seguro que no pensará dedicarse a vender libros. Quienes piensan decididamente en ocuparse de la venta de esta mercancía, también excepcional, es porque encuentran en el libro todos los atributos intelectuales y espirituales que a los demás comerciantes, probablemente, les tienen sin cuidado. En el alma de todo buen librero habita, casi con seguridad, el espíritu de un lector.

¿Pero cómo y dónde inició esta aventura de vender libros en vez de dedicar el tiempo a hacer dinero de una manera más segura, menos azarosa? Inició en el mismo ámbito de los que gustaban de los libros y que deseaban compartir con otros los objetos de su deseo: entre autores, encuadernadores, copistas y amanuenses que se hicieron, también, vendedores. Es así, en realidad, como nació el oficio, la profesión de librero.

En su Historia del libro (México, Siglo XXI, 2002), Albert Labarre señala que este oficio, ya como tal, se desarrollará sobre todo a partir de la invención de la imprenta, y lo documenta del siguiente modo: «La multiplicación de los libros impresos trajo consigo a lo largo del siglo XVI un aumento de los lugares de venta. De ser escasos en la época de los manuscritos, los libreros pasan a ser más numerosos. Después de 1550 se ve incluso a los comerciantes merceros vendiendo, entre mercancías muy diversas, libros de Horas a bajo precio y folletines de unas cuantas páginas que relatan noticias sensacionales o sucesos prodigiosos.»

Todo esto como una señal de la divulgación y popularización del libro, opuestas al ámbito hermético de los clérigos, que es donde se concentraban mayormente, hasta entonces, el uso y el disfrute del libro.

Añade Labarre

La primera clientela del libro impreso seguía siendo la misma del manuscrito: personas que sabían leer o que necesitaban el libro. Sin embargo, la imprenta les permitió adquirir mayor cantidad de libros y las bibliotecas se volvieron más amplias y más variadas. Pero la divulgación del libro acarrea también una ampliación de su público. Penetra el estrato de la burguesía de comerciantes, entre quienes se podían encontrar opúsculos de piedad, novelas de caballería, crónica, textos de medicina popular. Los mismos artesanos se acercan al libro por razones prácticas, orfebres, vidrieros, iluminadores, pintores, fabricantes de cofres, carpinteros, albañiles, armeros poseen obras de «portraiture» que son compilaciones de modelos, pero también obras ilustradas que sirven para darles el mismo uso. Finalmente, el libro, si bien no precisamente se extendió, por lo menos se introdujo a las clases populares.

Aun entonces, los libreros podían ser, al mismo tiempo, los escribientes, impresores y maestros de diverso oficio que mantenían una estrecha relación con el libro. Tuvieron que pasar muchos años para que la profesión de librero se especializara en aquel que vendía los libros –dentro de un establecimiento concebido ex profeso–, sin necesariamente haberlos escrito, impreso o publicado.

A decir de Labarre, «como nuevo oficio, la imprenta no se integró de un solo golpe dentro de un marco preestablecido, pero su extensión la hizo entrar en relación con los antiguos oficios del libro: copistas (se les llamaba entonces escribientes), iluminadores y libreros pasaron progresivamente de la fabricación y el tráfico de los manuscritos al comercio del libro impreso».

En su Historia social de la literatura y el arte (Madrid, Debate, 1998), Arnold Hauser asegura que hacia la mitad del siglo XVII el número de lectores crece a ojos vistas; entonces, «aparecen cada vez más libros, que, a juzgar por la prosperidad del negocio de librería, debieron de encontrar compradores. Hacia el fin de siglo la lectura es ya una necesidad vital para las clases superiores, y la posesión de libros es, en los círculos que Jane Austen describe, una cosa tan natural como sorprendente hubiera sido en el mundo de Fielding».

Gabriel Zaid ha definido extraordinariamente los atributos ideales de un librero. Un librero, como todos los lectores quisiéramos hallarlo, es aquel «que sabe provocar encuentros felices con una sabia mezcla de adivino, maestro y comerciante». Justamente el ideal que es cada vez más difícil encontrar, el dueño de un oficio que ha ido desapareciendo conforme han ido cerrando las pequeñas librerías para dejar su lugar a las amplias librerías de cadena, los grandes almacenes, los supermercados y, en general, las extensas superficies de venta de libros que ya no necesitan ni de un adivino ni de un maestro, sino tan sólo de un administrador a quien los encuentros felices del lector con el libro ni le van ni le vienen, en tanto agote sus existencias de los libros de flujo rápido que pasan por las mesas y por las cajas, del modo más veloz, para convertirse en ganancias.

Acerca de la paulatina desaparición de las librerías independientes en todo el mundo se ha escrito bastante últimamente, y con no poca preocupación desde el punto de vista cultural. Alguien que sabe mucho de esto es Jason Epstein, uno de los más importantes editores del siglo XX, creador de Anchor Books, fundador de The New York Review of Books y, durante muchos años, director editorial de Random House. Al él se debe una buena parte de la denominada revolución del libro en rústica, que puso en manos de un gran número de lectores obras de calidad.

En La industria del libro: Pasado, presente y futuro de la edición (Barcelona, Anagrama, 2002), Epstein lamenta que, en casi todo el mundo, «las cadenas de librerías que ofrecen drásticos descuentos en títulos populares, han obligado a cerrar a centenares de librerías independientes». Y todo ello ha venido ocurriendo, dice, en un tiempo en el que «la edición de libros se ha desviado de su verdadera naturaleza cultural, y ha adoptado la actitud de un negocio como cualquier otro, bajo el dictado de unas condiciones de mercado poco favorables y los despropósitos de unos directivos que desconocen el medio».

Frente a estas condiciones de mercado desfavorables y en medio de estos despropósitos editoriales, lo que mayormente está en vías de extinción, junto con la pequeña librería tradicional de barrio, no es el librero en general, sino el librero romántico que proviene, muchas veces, de una larga tradición familiar. Muchos de estos libreros idealistas debieron cerrar las cortinas de sus microempresas cuando la realidad económica los derrotó, hasta convencerlos, amargamente –con la evidencia de la quiebra y la acumulación de deudas–, de que un negocio que no deja hay que dejarlo.

La desigual competencia o más bien la imposibilidad de competir con las grandes superficies y las prósperas cadenas libreras, que fundan su prosperidad en la política de los amplios descuentos, ha llevado a los libreros pequeños y medianos a cuestionar su razón de ser y, en muchas ocasiones, a replantear su quehacer, pero en todos los casos resistiéndose a dejar de ser libreros.

En La edición sin editores: Las grandes corporaciones y la cultura (México, Era, 2001), André Schiffrin ha llamado la atención sobre un hecho mundial en los países donde opera e impera la liberación del precio del libro. Advierte que las grandes cadenas libreras al controlar la producción de novedades, exigen a los editores condiciones cada vez más favorables, que les dan una ventaja claramente desleal sobre las pequeñas y medianas librerías independientes.

Asegura Schiffrin que hay cadenas, como Barnes & Noble, que llegan al extremo de exigir a los editores un dólar por ejemplar para colocar sus libros en un lugar bien visible de la tienda. Otras «llegan incluso a pedir a los editores que limiten las giras de sus autores a sus propias tiendas, incitándolos a no entrar en contacto con las pequeñas librerías». El poder de estas grandes cadenas exige derechos de exclusividad y «payola».

Entre otros muchos editores y libreros, el escritor y editor argentino Mario Muchnik ha enfatizado la importancia que tiene para las librerías y las casas editoras la implantación del precio fijo o único del libro, que beneficia por igual a los grandes, medianos y pequeños libreros; y que, además, puede beneficiar a toda la cadena productiva del libro (incluidos los editores), pero que va en directo beneficio sobre todo del lector. En cambio, la liberación del precio en los libros sólo beneficia a las grandes superficies o libródromos (el término es de Muchnik) que, en muchas ocasiones no venden únicamente libros sino también una gran cantidad de otros productos.

Explica Muchnik que las grandes superficies pueden ofrecer los libros a precios muy reducidos –no es raro un veinticinco y aun un treinta y cinco por ciento de descuento–, precios que las demás librerías (las medianas y las pequeñas) no se pueden permitir. E ilustra este exceso, aparentemente benéfico para todos, del siguiente modo: «Aunque parezca absurdo, una gran superficie podría prácticamente regalar los libros y seguir haciendo pingües beneficios compensatorios con los zapatos, los tomates, las macetas o las muñecas Barbie. Un librero pequeño, en cambio, que no ofrece zapatos ni tomates ni macetas ni muñecas, no se puede permitir semejantes descuentos, de manera que los clientes lo abandonan y acuden a la gran superficie. Y si, para impedir la pérdida de clientes y la quiebra, los hiciera, mordería hasta tal punto en su cuenta de resultados anual que en lugar de beneficios tendría pérdidas.»

Es por la falta de equidad o por la imposibilidad de competir que muchas librerías pequeñas y medianas han cerrado en todo el mundo. Los editores también padecen con este esquema, pues para poder soportar una política de grandes descuentos, lo primero que tiene que hacer un editor (sabiendo que el gran librero le impondrá condiciones de amplio margen para su ganancia) es multiplicar el costo de producción en factores de ocho o de diez para llegar a un precio de venta al público que, aun con descuentos, le permita obtener rendimientos. Todo lo cual repercute desfavorablemente en el consumidor, es decir en el lector, pues el precio artificial fijado por el editor, para poder amortiguar los descuentos que hace a la gran librería, va de cualquier forma en detrimento del comprador minoritario y, por supuesto, del comprador al menudeo, es decir del lector.

Aun con un descuento del veinticinco por ciento, el libro sigue siendo más caro que si su precio fuera real y sin descuento. El problema es que la librería mediana y la pequeña, por la cantidad mínima de ejemplares que exhiben, no pueden imponer condiciones de ningún tipo al editor, y el precio elevado que fija éste es el que, finalmente, le ofrece a su clientela, que, en efecto, lo abandona y lo hace quebrar, sin posibilidad de competencia.

La conclusión es clara: la política del libre descuento sobre el llamado precio de tapa, únicamente beneficia a las grandes librerías de cadena y a los almacenes que venden, entre otras cosas, libros, pues son los que tienen el poder de poner condiciones al editor. Para Muchnik, si de reducir el precio de los libros se trata, hay que empezar, sin demora, por adoptar el precio fijo.

Algunos se escandalizan de que en el mercado del libre comercio se pretenda beneficiar al comprador con el precio único (sin que se escandalicen en absoluto porque los periódicos, las revistas y los cigarrillos, entre otros productos, tengan precio único). Se olvidan –o de plano lo ignoran– que desde el surgimiento de la imprenta este mecanismo se empleó sin ninguna duda. Lo que sucede es que algunos de los que se oponen al precio fijo no han leído, por ejemplo, las primeras líneas de cualquier edición facsimilar del Quijote, de Cervantes, que datan de 1605.

De haberlo hecho estarían enterados que ahí, en la primera página de la obra inmortal de Cervantes, antes de la dedicatoria y el prólogo del autor, se incluye la tasa o precio de venta al público que era, como nos advierte el cervantista Florencio Sevilla Arroyo, «uno de los cuatro requisitos necesarios para imprimir un libro en los Siglos de Oro». (Los otros tres eran la aprobación o censura, el privilegio o los derechos de autor y la fe de erratas.)

El precio fijo o único ya existía en tiempos de Cervantes, y queda establecido del siguiente modo, respecto del Quijote: «Yo, Juan Gallo de Andrada, escribano de cámara del Rey nuestro señor, de los que residen en su Consejo, certifico y doy fe que, habiendo visto por los señores dél un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, tasaron cada pliego del dicho libro a tres maravedís y medio; el cual tiene ochenta y tres pliegos, que al dicho precio monta el dicho libro docientos y noventa maravedís y medio, en que se ha de vender en papel; y dieron licencia para que a este precio se pueda vender, y mandaron que esta tasa se ponga al principio del dicho libro, y no se pueda vender sin ella. Y, para que dello conste, di la presente en Valladolid, a veinte días del mes de diciembre de mil y seiscientos y cuatro años.»

Y esto no fue exclusividad del Quijote. Los que tengan curiosidad, vayan y lean: el precio fijo o único de las Novelas ejemplares, de Cervantes, fue de 286 maravedíes, y Hernando de Vallejo, escribano del Consejo Real, que también firmó en 1615 la tasa de la segunda parte del Quijote (en 292 maravedíes), sentenció que «a este precio, y no más, se venda, y que esta tasa se ponga al principio de cada volumen del dicho libro, para que se sepa y entienda lo que por el se ha de pedir y llevar».

Ese mismo año, Hernando de Vallejo también firmaría la suma de la tasa de las Ocho comedias y entremeses, de Cervantes, a cuatro maravedíes cada uno de los sesenta y seis pliegos, para un precio fijo y único de 264 maravedíes. Un año más tarde, en 1616, Jerónimo Núñez de León firmaría la tasa de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, cuyo precio fijo fue de 232 maravedíes.

No faltará quien argumente, a partir de estos datos, que la tasa del libro en tiempos de Cervantes tenía el propósito de fijar únicamente un tope para proteger al comprador de posibles abusos. Pero este argumento sería endeble: en ningún lado se dice que ese precio pudiese variar a la baja, como consecuencia de descuentos especiales. Era un precio único, y nada más, pues el precio final del libro era resultado de la suma que producía la tasa parcial de pliegos. Y si estos precios eran justos (sin ningún incremento oculto), no había razón para ningún tipo de descuento.

Quienes compraron el Quijote en 1605 pagaron exactamente 290 maravedíes y medio. Los que adquirieron la segunda parte, en 1615, pagaron por su ejemplar 292 maravedíes. Si la primera parte de la obra maestra de Cervantes constó de ochenta y tres pliegos, a tres maravedíes y medio, y la segunda parte tenía setenta y tres pliegos, con precio de cuatro maravedíes cada uno, debe hacerse notar también que, en diez años, la inflación fue insignificante: en una década, apenas medio maravedí por pliego. La historia puede ser muy buena consejera para quien desee realmente leer en ella.

Para el caso de México, en el ensayo «Hacia un país sin librerías» (Letras Libres, noviembre de 2006), Gabriel Zaid advierte que «hay algo quijotesco en el empeño de sostener una librería en un país al que no le importan las librerías».

Pero los libreros y las librerías constituyen elementos fundamentales no únicamente en la cadena comercial del libro, sino también y sobre todo en el desarrollo de nuestra cultura. Y habría que hacer todos los esfuerzos que estén en nuestras manos para evitar que desaparezcan producto de políticas erráticas que se basan tan sólo en criterios y en dogmas del mercado. No es que el libro esté fuera de los mecanismos del mercado, sino que desde siempre ha tenido un trato particular porque se trata, precisamente, de una mercancía especial.

Para Epstein, la industria del libro está muy lejos de ser un negocio convencional: «Se asemeja más a una vocación o a un deporte de aficionados cuyo objetivo primordial es la actividad en sí misma más que su resultado económico.»

El librero en particular es, además de un comerciante, un elemento muy importante en el desarrollo de la cultura. En 1974, en El libro ayer, hoy y mañana (Barcelona, Salvat), Guillermo Díaz-Plaja escribió: «El primer problema de la profesión librera es el de la información. El cliente de una librería, que es un hombre de preocupaciones intelectuales, entra en el establecimiento con una cierta idea previa. En su periódico ha visto el anuncio de un libro o ha leído el comentario sobre otro que acaba de aparecer. Es un hombre que está al día. El presunto lector, pues, entra a comprar una obra de reciente aparición. Pero acaso no ha retenido los elementos necesarios para localizarla. El librero debe estar en situación de hacerlo en seguida.»

Para Díaz-Plaja la profesión de librero entraña un trabajo complejo que, en su grado más noble, desemboca en ser «un consejero de su cliente», es decir, un asesor del lector. La misión del librero es, pues, orientarse y orientarnos en el laberinto de los libros. En este sentido, el librero, si hace bien su trabajo, puede ser fundamental para que el lector llegue a la obra que desea, y resulta también decisivo, si hace mal su trabajo, para que un lector no consiga su propósito de encontrar la obra que busca.

A veces, incluso, un librero con buen conocimiento de lo que vende, puede guiar la lectura de sus clientes, aunque ésta no sea naturalmente su obligación, pues para ello está la crítica. Y, sin embargo, no son pocos los libreros que pueden hablar, con autoridad, de los méritos o falta de méritos de los libros que venden.

Lo que diré a continuación es una perogrullada, pero lo asombroso es que mucha gente no entienda las perogrulladas. Entonces la diré, confiando en que, para algunos, de algo puedan servir hoy en día las perogrulladas. Ésta consiste en lo siguiente: Comprar libros, lo mismo que leerlos, se vuelve adicción. Pero es claro que los libroadictos, que gozan realmente la lectura, el libro y su posesión, comprarán, a lo largo de su existencia, muchos más libros que los que realmente pueden leer. Y los comprarán porque adquirirlos se les convierte en una necesidad, con la esperanza de que algún día puedan leerlos. Es así como se forman las bibliotecas particulares que luego, sin duda, tarde o temprano, beneficiarán a muchos otros lectores. Y si comprar libros puede constituir toda una adicción, venderlos es algo parecido. ¿Por qué ciertos libreros empecinados no cierran su librería –tan poco rentable– y ponen, en su lugar, un expendio de hamburguesas. Porque son libreros. Es decir, por la misma razón por la que un campesino –con tierra escasa y poco productiva– no se hace pescador, y por la misma razón por la que un pescador –en situación crítica– no se hace campesino. El oficio de librero es, muchas veces, un oficio de familia que proviene de una muy noble tradición cultural.

Por lo demás, vender libros es un arte más que un simple comercio. Aunque pueda haber excepciones que me desmientan, creo que puedo decir que, en el caso de las librerías llamadas independientes, sólo venden libros los que aman estos objetos irradiadores de cultura. Y, a lo largo de la historia, los libreros han contribuido de manera decisiva al fomento de la lectura, incluso en lugares y circunstancias donde lo más peligroso es abrir una librería y pretender vender libros.

Es ilustrativa, en este sentido, la obra de la escritora y periodista noruega Asne Seierstad, El librero de Kabul (México, Océano/Maeva, 2004), en la cual relata las venturas y desventuras del librero afgano Sultán Khan, quien en algún momento sintetiza del siguiente modo la tragedia de vivir en un país donde el poder está en manos de fanáticos ideológicos y religiosos, que a fin de cuentas son lo mismo: «Primero, los comunistas me quemaron los libros, luego los mujaidines saquearon la librería y, finalmente, los talibán volvieron a quemar mis libros.» Y, pese a todo, contra delaciones, cárcel, hogueras y destrucciones, Sultán Kahn siguió siendo librero, porque, como explica Seierstad, «los libros representaban la razón de ser de Sultán; siempre había sido así desde que vio su primer libro en la escuela».

El oficio de librero no tiene que ver nada más con pérdidas y ganancias económicas; tiene que ver, y en gran medida, con el desarrollo cultural de un país que mientras menos librerías tenga menos posibilidades tendrá de brindar a los lectores un satisfactorio acceso al libro. «Un libro aunque esté en el comercio trasciende el comercio», ha escrito, con irrefutable verdad, Carlos Fuentes. Así ha sido desde los tiempos de Cervantes, y aun mucho tiempo atrás.

No basta con publicar libros si éstos sólo están al alcance de los que habitan los grandes centros urbanos. Una pequeña o una mediana librería en una pequeña o una mediana población detonan sin duda el desarrollo educativo y cultural de ese lugar. Es verdad que el libro sigue siendo asunto de minorías, pero no debemos olvidar que la cultura del libro acaba beneficiando incluso a los que no leen, o, para decirlo mucho mejor con palabras de Alberto Manguel: «Los lectores son una élite, pero una élite a la cual todo el mundo puede pertenecer.»

Juan Domingo Argüelles

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