Baudelaire, desde Campoamor
Desde comienzos de los cuarentas del siglo XIX, los lectores de los poemas de Baudelaire que aparecían en las revistas, sabían que esos poemas iban a integrar un volumen, uno que primero se tituló Las lesbianas, y después Los limbos.
Recién el 1-VII-1855, con ocasión de la publicación de una gran coletánea en
Aunque no sean fenómenos homologables, y muchísimo menos en estos tiempos que vivimos, el hecho de que un fotógrafo haga que se encueren miles de personas en el Zócalo, sólo para sacarse el gusto de hacer una foto, convierte en algo ridículo el proceso a Charles Baudelaire y su editor con motivo de la publicación de Las flores del mal.
Pero es que, ay… no sucedió en estos tiempos que vivimos, sino hace exactamente siglo y medio. El 20 de agosto de 1857.
Y no solamente eso, es que a principios de aquel mismo año ya otro colega de Baudelaire, Flaubert, se las había tenido que entender con Madame
Y como los franceses son tan amantes de la simetría, tan cartesianos ellos, este juicio contra Baudelaire y su editor, Poulet-Malassis, a consecuencia de un artículo escandalizado aparecido en Le Figaro, se llevó a cabo en la misma vi Sala del Tribunal Correccional de París donde tuvo lugar el juicio contra Flaubert.
Con una leve asimetría: él y su editor fueron absueltos, no así Baudelaire ni su editor.
Releer Las flores del mal conlleva en primer lugar, para una sensibilidad contemporánea, la constante pregunta de cómo es posible que se incoara un juicio a este libro, «por un realismo crudo que hiere el sentimiento del pudor» y que «necesariamente conduce a la excitación de los sentidos».
Tal es la fundamentación de una condena que incluía la prohibición de seis poemas del volumen y una cuantiosa multa en dinero efectivo.
Dicho sea de paso: desde el punto de vista formal, esta condena siguió siendo jurídicamente vinculante, y Baudelaire por lo mismo no rehabilitado, hasta 1949. Ay…
Pero justo porque la lectura y relectura, golosas, gozosas, de estas Flores del mal, siempre nos plantean la antedicha pregunta, podemos inferir a sensu contrario que Baudelaire era ya, promediado el siglo XIX, un hombre de una sensibilidad contemporánea.
Mejor prueba que ese juicio y esa condena no podían haber imaginado los escandalizados tartufos de su tiempo, a los que juicio y condena retornan descabezándolos como un boomerang vengativo.
Debo decir que lo mejor que he leído acerca de la grandeza de Baudelaire, de lo que significó su obra como revulsivo, no lo encontré en ninguna biografía ni ensayo dedicados él, sino de una manera especular, traslaticia, en uno de los Estudios sobre poesía española contemporánea, de Luis Cernuda.
Un libro capital, en ciertas páginas definitivo, un libro escrito casi todo en el exilio mexicano, y un libro del que en este año se cumple el centenario de su publicación, razón añadida –si se necesitare alguna– para también releerlo.
Allí, en el capítulo dedicado a Campoamor, el gran olvidado del siglo xix español, Cernuda empieza por afirmar que «en la obra del poeta coinciden intención y ejecución» y «que después acierte o se equivoque es otra cuestión. Podemos decir que Garcilaso acertó y que Espronceda se equivocó: lo que no podemos decir es que Garcilaso y Espronceda intentaron algo diferente de lo que ejecutaron». Baudelaire (acoto por mi cuenta) acertó en lo que intentó.
Cernuda cita páginas más adelante unas líneas preñadísimas de
Y sigue un escueto y certero análisis de Cernuda: «Desde el siglo xviii el poeta español había tratado vanamente de hallar lenguaje adecuado para el verso en que pensaba dar expresión al mundo diferente en que vivía. … Fue Campoamor, mediado el siglo XIX, quien advirtió cuál era el punto capital de la cuestión: la reforma del lenguaje poético. … Campoamor ha pasado a ser para nosotros … el poeta prosaico por excelencia … Sin embargo, al juzgarle así, se olvida su mérito principal: haber desterrado de nuestra poesía el lenguaje preconcebidamente poético.» Chapeau!, ante Campoamor, pero también ante Cernuda.
Sólo para redondear el acercamiento a esa Poética del olvidado poeta asturiano, copio acá los enunciados de dos de sus secciones:
«Capítulo II.
El arte supremo sería escribir como piensa todo el mundo.
Capítulo XIII.
La naturalidad en el arte.
1. Falsedad del lenguaje poético tradicional.
3. II. La naturalidad es una hombría del bien literaria.» ¿No suenan muy actuales?
Recuerdo perfectamente que leí por primera vez estos estudios de Cernuda a renglón seguido de haber leído Las flores del mal, también por primera vez, en la recreación congenial de uno de los malditos de la poesía alemana del siglo pasado: Stefan George.
Y conforme avanzaba en las páginas dedicadas a Campoamor, no hacía más que repetirme que eso, eso era lo que Baudelaire había logrado para la poesía francesa y también la suya propia, mientras el pobre Campoamor nada más lo consiguió para la poesía española: la suya se fue del reparto del botín con las manos vacías, siendo así que a su autor le hubiese correspondido, en buen derecho, la parte del león.
Pero ya sabemos lo veleidosas que son las musas.
Siglo y medio después de su aparición, «hipócrita lector, mi prójimo, mi hermano», Las flores del mal forman parte ya desde hace mucho del canon irreversible de la poesía universal.
Y uno no puede por menos que releer allí por enésima vez la parábola del poeta como albatros.
Siglo y medio atrás, el poeta Baudelaire era un albatros capturado por la plebe y, «exiliado en la tierra, sufriendo el griterío», sus alas de gigante le impedían caminar.
Hoy, ya, vuela inalcanzable.