Un reaccionario llamado Solzhenitsyn
Mark Steel
No tenía idea de que Solzhenitsyn estuviera vivo, así que no supe definir cómo sentirme ante la noticia de su muerte. Era como si alguien dijera: “¿supiste que murió Juana de Arco?”
Debe de haber sido difícil para él volver a Rusia ya anciano; probablemente vio los centros comerciales y los McDonald’s y se dijo: “¡Cielos!, nada es igual. Cuando era muchacho había puros gulags por aquí”.
Además, si bien su valor y su impacto fueron inmensos, apenas si habrá quien haya leído sus libros. Tal vez sea porque todas las novelas rusas tienen que ver con cárceles, congelamiento, fuego de cañón y familias masacradas por cosacos.
Si los rusos hicieran una serie como Mr. Men,* diría algo así como “don Sonrisas sonreía en el autobús hacia Noverchekask, donde iba a comprar una bolsa de globos para su cumpleaños. ‘¡Qué pena! –le dijo al dependiente–, no tiene morados, que son mis preferidos’. Entonces sintió una mano en su hombro.
‘Conque no le parecen las políticas del comisariado de coloración de globos del politburó local’, dijo un hombre de bigotes como púas, y sin más el don Sonrisas tuvo que pasar sus siguientes nueve cumpleaños sonriendo en solitaria reclusión en una celda de piso de tierra de 1.5 por
Existe otro detalle confuso en la respuesta a esta muerte. La sumamente militarista facción de la sociedad occidental que apoya a George Bush venera a Solzhenitsyn como su héroe. En cierto sentido es fácil de entender.
Tal vez leyeron sus textos y pensaron: “esas prisiones que describe son abominables. Añadamos capuchas color naranja y ahogamiento simulado, y quedarán perfectas”.
En algunos periódicos, la persona que escribió el obituario ha de haber estado especialmente perpleja, pues su primer borrador debió decir algo así como:
“Una vez más los incautos occidentales tuvimos que rescatar a un sedicente refugiado que sufrió ‘tortura’ en su país y luego vino a explotar nuestro superior sistema de salud para atenderse de su congelamiento”. Pero entonces su jefe de redacción le explicó: “No, a este tipo lo queríamos aquí”.
Hay algo más que vuelve su caso más complejo que ser sólo una víctima de la tiranía y un activista en contra de ella. Una vez en Estados Unidos y cobijado por los líderes occidentales, Solzhenitsyn llamó a Washington a continuar sus bombardeos a Vietnam. Condenó a Amnistía Internacional por ser demasiado liberal, y apoyó al general Franco.
Se le puede perdonar en lo personal, porque quién sabe qué le pasa a la mente de uno después de pasar ocho años en una bárbara prisión rusa. Pero la razón por la que parecía tan contradictorio es la pregunta esencial del siglo XX.
La ruta obvia para cualquier persona perseguida por uno de los dos lados de la guerra fría era pasarse al otro. Pero los dos lados estaban impulsados por una racionalización que nada tenía que ver con la moral y la humanidad y sí todo con el lucro y el poder.
Así, cualquiera que intente defender a un lado contra el otro se mete en un embrollo, pues condena los gulags pero justifica el napalm en Vietnam, o condena el golpe militar patrocinado por Estados Unidos en Chile pero apoya la invasión soviética de Hungría.
O tal vez es un problema de los rusos, que estuvieron tan aislados de la opinión mundial durante tanto tiempo, que se hacen bolas cuando hablan de cualquier cosa que no tenga que ver con Rusia. Todos los escritores rusos parecen componer novelas épicas que detallan una historia de peste, guerra y terror durante cuatro siglos.
Luego la siguen con un panfleto sobre cómo hay que manejar la economía mundial y concluyen que todos debemos vivir debajo del mar. Cuando la única perspectiva cuerda es entender que no sólo unas partes del mundo están locas, sino todo él.
Don y Doña, colección de libros infantiles creada por Roger Har-greaves, en la que cada uno describe a un personaje representativo de algún rasgo de carácter.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya