La Iglesia en Querétaro

 

 

La Iglesia en Querétaro

 

David Charles Wright Carr

 

 

 

La Iglesia Católica ejercía un poder incalculable en la sociedad novohispana. Difundía y reforzaba el dogma a través de los ritos, la educación, el arte, las publicaciones y la actividad misionera.  

Celosa de su dominio sobre los pensamientos de su rebaño, vigilaba las creencias y castigaba la heterodoxia, valiéndose del Tribunal del Santo Oficio, mejor conocido como la Inquisición.  

El Santo Oficio no desdeñaba la tortura como medio de extraer las confesiones. Aplicaba diversas sanciones, desde humillaciones públicas y multas pecuniarias hasta la muerte en el garrote o la hoguera, entregando el reo para este fin al gobierno civil. El dominio de la Iglesia llegaba más allá de la ideología; también controlaba una parte considerable de los bienes materiales.

Los diversos organismos eclesiásticos poseían haciendas agrícolas y ganaderas, predios urbanos y capital.

Desempeñaban el papel de banquero para los inversionistas agricultores, ganaderos y mineros. Valiéndose de las fabulosas utilidades así generadas y donaciones de particulares, los institutos religiosos patrocinaban gran parte del arte barroco novohispano.

 

 

La Iglesia penetraba todos los aspectos de la vida. Una parte de sus riquezas se destinaba para los servicios públicos, indispensables en una sociedad caracterizada por marcados contrastes en el nivel económico de la población: hospitales, hospicios, escuelas etcétera.

Por la influencia de la doctrina cristiana, difundida por el clero, la élite destinaba una porción de su caudal a la filantropía, aunque probablemente el orgullo y la ostentación hayan sido los motivos genuinos de su generosidad en algunos casos. Por otro lado, la misma doctrina enseñaba a las masas que debían soportar con resignación su condición inferior, para ganarse la gloria.

En fin, la influencia de la Iglesia Católica parece haber sido el factor decisivo en el mantenimiento del orden y la cohesión social. Según Brading «Era la Iglesia, y no la fuerza militar, la que conservaba la paz en la Nueva España, y la que unía las diversas razas de la colonia en una sola grey de fieles».

El clero se dividía en las ramas secular y regular. Los sacerdotes seculares estaban bajo la autoridad directa de los obispos, sin afiliarse con ninguna orden religiosa.

El clero regular comprendía los que pertenecían a las órdenes y debían seguir una regla, viviendo en comunidad con sus hermanos de hábito. Tenían su propia organización, con áreas jurisdiccionales llamadas provincias, gobernadas por provinciales, quienes se elegían en juntas o capítulos.

La ciudad de Querétaro formaba parte del arzobispado de México desde 1586, cuando se resolvió definitivamente el pleito entre las mitras de Michoacán y México por los diezmos de los habitantes de la zona.

La máxima autoridad del clero secular en Querétaro era un juez eclesiástico, delegado del arzobispo, quien por lo general era el cura párroco de la ciudad.

Hasta 1759 la iglesia parroquial había sido el templo conventual de los franciscanos observantes; en aquel año el curato fue secularizado y la iglesia de la Congregación de Nuestra Señora de Guadalupe se convirtió en parroquia principal.

Doce años más tarde el curato se cambió de nuevo al templo que había pertenecido a la Compañía de Jesús.

La primitiva iglesia de San Sebastián fue auxiliar de parroquia hasta 1720, cuando se erigió en parroquia secundaria, dotada de algunas haciendas «para la mejor subsistencia de sus curas». Los sacerdotes seculares de Querétaro estaban agrupados en la Congregación Eclesiástica de la Virgen de Guadalupe desde 1669. Su iglesia definitiva se estrenó en 1680.

Los sacerdotes de la Congregación no vivían en comunidad ni juraban votos estrictos como los del clero regular, pero tenían sus «constituciones y reglas», según las cuales cada miembro debía asistir a ciertos ritos semanales, celebrar la fiesta anual de la santa patrona, visitar a los congregantes enfermos, asistir a sus entierros, administrar los sacramentos en la cárcel, los obrajes, el hospital etcétera.

Realizaban obras de caridad como llevar comida a los encarcelados, proporcionar dotes para huérfanas y dar limosnas a los pobres. La Congregación estaba gobernada por un prefecto, cuatro consiliarios, un tesorero y un secretario, los cuales se elegían cada año.

Había otra agrupación de padres seculares en Querétaro: el Oratorio de San Felipe Neri. El Oratorio queretano fue uno de ocho que se establecieron en las ciudades novohispanas durante la época Barroca, para fomentar la perfección espiritual del clero.

En 1711 el prefecto de la Congregación en Querétaro quiso afiliar su organización con los oratorianos, pero los demás sacerdotes se opusieron.

En 1763 un padre felipense de San Miguel el Grande fundó en Querétaro un Oratorio de San Felipe Neri, independiente de la Congregación. Su iglesia definitiva (hoy la catedral de Querétaro) se levantó entre 1786 y 1805.

Siempre había más clérigos regulares que seculares en el Querétaro barroco. Hasta 1680, cuando se estrenó la iglesia de la Congregación, todos los templos de la ciudad (siete en total) pertenecían a las órdenes religiosas.

Durante el siglo XVIII se fundaron todavía más conventos masculinos y femeninos. Humboldt, a principios del siglo XIX, afirmó que había en la ciudad 85 sacerdotes seculares, 181 frailes y 143 monjas.

Las órdenes mendicantes en la época Barroca perdieron gran parte del celo apostólico que habían mostrado durante la conquista espiritual.

Se dio un relajamiento general de la disciplina.

Las disputas surgieron entre las diferentes órdenes, y dentro de éstas los frailes criollos luchaban por el poder contra los que habían nacido en España.

 

 

 

La Orden de Frailes Menores de San Francisco fue el instituto religioso más firmemente arraigado en Querétaro. Estaba presente desde los primeros años del pueblo.

Su convento principal, llamado por Sigüenza «convento de Santiago de la Regular Observancia de Nuestro Padre San Francisco», se ubicaba en el costado oriental de la traza regular de Sánchez de Alanis, en la intersección de dos de los principales ejes urbanos.

El templo del convento fue la parroquia hasta 1759, como hemos visto. La iglesia que había sido de los jesuitas se quedó con la advocación de Santiago, patrón de la ciudad, cuando se estableció allí el curato; el convento observante tuvo desde entonces a San Francisco como patrón.

En 1777 Ulloa menciona que el convento había sido entregado al clero secular. Los frailes observantes de Querétaro se dedicaban a la administración de los sacramentos, particularmente a sus feligreses indígenas.

Existían otros conventos de franciscanos en Querétaro y sus alrededores. Había un convento de frailes recoletos en el convento de San Buenaventura de la Cruz de los Milagros (128) en la cima una loma, donde todavía se venera una cruz de piedra que parece haber sido un objeto de culto muy importante en la conversión de los indios del lugar.

Esta cruz todavía goza de una gran popularidad entre el pueblo, especialmente los danzantes indígenas de la región del Bajío. El convento fue fundado de acuerdo con una licencia real de 1654; en 1683 se convirtió en el primer colegio Apostólico de Propaganda Fide del Nuevo Mundo. De aquí salieron misioneros para difundir el Evangelio desde Texas hasta Centroamérica. En los últimos decenios del siglo XVIII había arriba de 70 y aún 80 frailes en el colegio de la Cruz.

En un tercer establecimiento franciscano, ubicado a una corta distancia del convento observante, moraban los frailes dieguinos descalzos desde 1613.

En este convento de San Antonio de Padua los religiosos se apegaban más estrictamente a los ideales de la pobreza cristiana expresadas en el Evangelio y predicadas por el humilde hermano de Asís.

En la vecina población de San Francisco Galileo, mejor conocido como el Pueblito, había otro convento franciscano.

En 1632 fray Sebastián Gallegos elaboró una escultura de la Virgen María; ésta fue colocada en una capillita cerca del montículo prehispánico del lugar para poner fin a los ritos ancestrales practicados allí por los indígenas.

En 1736 se estrenó la iglesia definitiva; a partir de entonces vivieron allí varios franciscanos. En 1766 el Santuario del Pueblito fue erigido en convento de frailes recoletos con noviciado. Los frailes carmelitas dedicaron su casa provisional en 1615, de noche, para evitar la oposición por los franciscanos al nuevo y potencialmente rival convento.

El arquitecto carmelita fray Andrés de San Miguel construyó una iglesia sencilla, la cual sirvió hasta 1685, cuando se hizo un nuevo templo desde los cimientos.

 

 

 

La Orden del Carmen era conocida por su rectitud durante el siglo XVII, cuando las otras órdenes estaban en plena decadencia.

Según un fraile carmelita de nuestros tiempos, su orden «empezó a flaquear ya a mediados del siglo XVIII». Ésto se refleja en el convento carmelita actual (terminado en 1759), donde es evidente que para entonces importaban menos las constituciones y el ideal de la pobreza.

El convento dominico de San Pedro y San Pablo se fundó en 1692. Don Juan Caballero y Ocio dio fondos para la construcción del claustro y la iglesia, los cuales se dedicaron cinco años después.

Parece que su fundación tenía que ver con una campaña de evangelización en la sierra Gorda, pues en el Informe sobre las misiones el virrey Revillagigedo habla del apoyo que sus antecesores habían dado por esos años a los misioneros dominicos:

«que a éstos se franqueasen los auxilios necesarios, concediéndoles desde luego el que habían solicitado de establecer colegio o convento de la orden de Santo Domingo en la ciudad de Querétaro, sin embargo de la fuerte oposición que hicieron los religiosos de San Francisco».

Los agustinos habían querido fundar un convento en Querétaro desde principios del siglo XVII, cuando la provincia de San Nicolás de Tolentino de Michoacán consiguió una licencia real para tal fin.

Sin embargo los frailes de la provincia agustina de México se opusieron al proyecto, y la provincia michoacana no logró establecerse en Querétaro hasta 1728.

La primera piedra del convento de Nuestra Señora de los Dolores se puso en 1731 y la iglesia fue estrenada en 1745.

Este conjunto conventual es uno de los monumentos más originales del Barroco novohispano.

Se ha discutido mucho quién fue su autor. Tresguerras atribuyó el templo a Casas, pero Maza cita un escrito de este arquitecto barroco, quien dijo que «el trazo que se hizo para la iglesia de San Agustín, fue rayado por mi misma mano, aunque lo variaron aún después de llenos los cimientos».

Por otra parte, Báez nos informa que el arquitecto Juan Manuel Villagómez declaró bajo juramento en 1762 que él había construido los conventos queretanos de San Agustín y el Carmen.

Navarrete mencionó en 1739 que a espaldas del colegio jesuita había un hospicio de frailes mercedarios «que si por recién venidos viven retirados, conociendo y experimentando esta ciudad su soberano instituto, abrirá sin duda las manos y doblará las rodillas, así para franquearles la mayor comodidad».

A pesar del optimismo de Navarrete, parece que los mercedarios vivieron en el mismo edificio hasta las exclaustraciones de la Reforma. Zelaa escribió en 1802 que el hospicio se fundó hacia 1736 y que «Su fábrica es pequeña y humilde, su iglesia es reducida, con techo de vigas y pobremente adornada».

 

 

 

La Sociedad de Jesús llevó a cabo una eficaz labor de enseñanza con los jóvenes queretanos. El colegio e iglesia de San Ignacio Loyola fue fundado en 1625, sin que hubiera resistencia por parte de los franciscanos. Las aulas eran chicas e incómodas hasta fines del siglo XVII, cuando por la generosidad de Caballero y Ocio se construyó un nuevo edificio.

En los primeros años del siglo XVIII el mismo filántropo sufragó la fundación del colegio de San Francisco Xavier, contiguo a la primera casa de estudios. En 1755 los padres jesuitas terminaron la reconstrucción y ampliación de algunas partes de este conjunto monumental.

 

 

 

La Compañía de Jesús inició su labor educativa enseñando gramática latina en el primitivo colegio, a los niños y jóvenes (por lo general españoles) de Querétaro y otras poblaciones de la región. Según el cronista Pérez de Rivas, la gramática no se daba «a solas y a secas, sino acompañada y sazonada con ejercicios de virtud, devoción y doctrina de costumbres, que impresas y entabladas en esta edad, surten adelante maravillosos efectos.»

A los niños chicos se les enseñaba las primeras letras, también con énfasis en la doctrina cristiana; en estas clases se admitían los niños de familias humildes y de las razas oprimidas. Los jesuitas llevaban la educación a las calles de Querétaro, haciendo «doctrinas públicas», en las cuales participaban padres jesuitas, estudiantes y vecinos de ambos sexos.

En el colegio de San Francisco Xavier se podía cursar hasta el bachillerato de artes sin salir de la ciudad. Los que querían seguir cultivándose generalmente pasaban a la ciudad de México, al colegio de San Ildefonso o la Universidad de México.

En 1767 llegó la orden de expulsión, firmada por Carlos III, de todos los jesuitas del reino, poniendo en crisis la educación en la Nueva España. La iglesia de San Ignacio fue secularizada pocos años después, convirtiéndose en la Parroquia de Santiago.

A partir de 1778 se volvió a abrir el colegio de San Francisco Xavier bajo el clero secular. El colegio de San Ignacio parece haberse reabierto después, pues Zelaa menciona al «rector de los reales colegios de San Ignacio y San Francisco Xavier de esta ciudad de Querétaro» en los primeros años del siglo XIX. De 1791 es la descripción que sigue:

Hay una casa y colegio de estudios con el título de San Ignacio de Loyola, y un seminario de jóvenes con el de San Francisco Xavier. Ambos colegios son del Real Patronato, y están dotados: un rector, dos catedráticos y un maestro de teología, uno de filosofía, dos de gramática y un maestro de primeras letras, concurriendo a estas escuelas más de 300 niños. El seminario tiene también dotado un proveedor y por lo regular mantiene de 40 a 50 colegiales pensionistas y un crecido número de estudiantes de capa.

Los hermanos de San Hipólito se encargaron de la administración del hospital de la Purísima Concepción en Querétaro desde 1624. Esta orden tuvo sus inicios en la ciudad de México en 1566-1567, gracias a los esfuerzos caritativos del español Bernardino Alvarez, quien abrió un hospital para los pobres junto a la primitiva iglesia de San Hipólito Mártir.

Después de más de un siglo de peticiones frustradas, se consiguió en 1700 la calidad de orden religiosa, con votos de obediencia, hospitalidad, pobreza y castidad. El hospital queretano, fundado por el gobernador otomí Diego de Tapia y otros nobles indígenas en 1586, fue mejorado por los hipólitos.

Tenía dos departamentos: uno para indios y otro para españoles. Junto estaba el pequeño templo de la Concepción. Los hipólitos también iniciaron en 1770 la construcción de un hospital con baños termales en el vecino pueblo de San Bartolomé (hoy San Bartolo Agua Caliente, Gto.), con fondos legados por la cacica otomí Beatriz de Tapia en el siglo anterior.

Fue estrenado hasta 1804. La orden de San Hipólito se extinguió en 1820, cuando el gobierno español mandó la desaparición de todas las órdenes hospitalarias y monacales.

Las mujeres queretanas podían dedicarse a la vida religiosa en los claustros de los conventos y beaterios de la ciudad, como alternativa al matrimonio. El primer convento de monjas, dedicado a Santa Clara, fue fundado en 1607 después de conseguir los permisos necesarios.

El gobernador otomí Diego de Tapia, aconsejado por un sacerdote, decidió patrocinar el proyecto para que su hija Luisa pudiera profesar como monja clarisa. Las hermanas fundadoras vivieron en un claustro improvisado enfrente del convento de Santiago, hasta 1633, cuando se terminó un edificio más suntuoso.

En 1680 había ciento veinte monjas en este convento; en 1791 y 1802 todavía había más de 100 (154). Las monjas poseían grandes haciendas agrícolas y estancias ganaderas, permitiendo una vida de amplias comodidades.

El convento parece haber tenido un carácter elitista. Super explica como «La dote que había que entregar, las cantidades anuales suplementarias y la estricta aplicación de las reglas excluían de manera eficaz a las muchachas de las clases bajas».

Parece que la abundancia llevó al relajamiento de la regla. Un cronista franciscano de Querétaro escribió a mediados del siglo XVIII que «en algún tiempo decreció el fervor, y la aplicación de estas místicas abejas».

En el convento de San José de Gracia las monjas capuchinas observaban más seriamente su regla. Según Zelaa, este convento «ha sido visto y tenido (…) de todos los vecinos de esta ciudad, como un relicario riquísimo de virtud y santidad; pues es indecible el amor, respeto y veneración con que todos lo miran y lo tratan.»

Desde su fundación en 1721 hasta 1802 profesaron allí 89 monjas. En 1791 vivían en el convento alrededor de 40 monjas; en 1802 había 34.

Dos beaterios-colegios llevaban a cabo una importante labor educativa entre las niñas queretanas. El primero, llamado por Zelaa el «Real Colegio de Santa Rosa de Viterbo de Hermanas Terceras enclaustradas de N.S.P.S. Francisco» tuvo sus inicios, bastante humildes, hacia 1670.

Fue erigida en colegio real según cédula de 1727. Una bula expedida cinco años después concedió a las hermanas de Santa Rosa, según Zelaa, «todas las gracias, indulgencias y privilegios que gozarían si estuviesen sujetas a dicha sagrada religión» (la franciscana).

El segundo alcalde de la Real Acordada, José Velázquez de Lorea, donó recursos para la construcción del monumental conjunto arquitectónico que hoy se admira. Intervinieron en la obra dos notables arquitectos: Francisco Martínez de Gudiño e Ignacio Mariano de las Casas.

La iglesia se estrenó en enero de 1752. Zelaa describe este establecimiento religioso en 1802: 
 

En el día está habitado este colegio de muchas hermanas de hábito y un gran número de niñas, que están allí recogidas, guardando clausura voluntaria. Se observan en él sus reglas y constituciones particulares con tal exactitud y vigilancia, que pueden juzgarse sus individuas como unas religiosas las más austeras y observantes.

El otro beaterio-colegio, o «real colegio de señor San Joseph de hermanas terceras carmelitas descalzas», también tuvo orígenes muy sencillos. Nació a fines de 1736 cuando la criolla María Magdalena del Espíritu Santo reunió varias doncellas pobres que carecían de una dote suficiente para entrar en los conventos de monjas de la ciudad.

Cuando la dueña de la casita donde se quedaban les sacó a la calle, un clérigo donó una casa más amplia. En 1740 se celebró la erección en beaterio y en 1768 el arzobispo de México aprobó la enseñanza de niñas en él.

Fue erigido en colegio real por dos cédulas reales, de 1791 y 1800. Las beatas carmelitas imitaban la regla y el hábito de las monjas teresitas, viviendo austeramente de las limosnas y del trabajo de las educandas.

En la escuela gratuita las niñas aprendían las primeras letras, oraciones y habilidades domésticas como el cosido. Zelaa relata el caso de Zeferina de Jesús, beata ejemplar, quien desempeñaba con alegría los trabajos más pesados del colegio y asistía devotamente a los oficios divinos.

Se mencionan «sus disciplinas sangrientas y repetidas» y que recorría diaria la via crucis «con una pesada cruz sobre los hombros».

Debe mencionarse el convento de Carmelitas Descalzas, aunque su fundación fue posterior a la época Barroca. Popularmente se le llama el convento de Teresitas, por la famosa reformadora carmelita Santa Teresa.

Su establecimiento se debe a la generosidad de una marquesa viuda de la ciudad de México, quien solicitó los permisos oficiales en 1797, presentando planos de estilo neoclásico, dibujados por el arquitecto y escultor Manuel Tolsá.

La cédula real para la fundación se firmó en 1802. El año siguiente llegaron las monjas al convento provisional. Se trasladaron al nuevo convento en 1805 y el templo fue estrenado dos años después.

Parece que el arquitecto celayense Francisco Eduardo Tresguerras intervino de alguna manera en la construcción de este monumento neoclásico.

La religiosidad novohispana penetraba en todos los estratos sociales. Las misas, peregrinaciones y fiestas llenaban gran parte de las horas libres del pueblo.

Aparte de las iglesias mencionadas arriba, había diecisiete capillas públicas en los barrios de Querétaro en los últimos años del Virreinato, donde los queretanos podían asistir a los ritos.

Los milagros se percibían por todas partes, mientras en las crónicas se trataba de crear santos. Cuando no se conseguían las deseadas canonizaciones, se recurría a la invención de las imágenes milagrosas para canalizar la devoción del pueblo.

En Querétaro se veneraban con devoción especial la Cruz de los Milagros en el convento de la Cruz,

El Señor de la Huertecilla en una humilde capilla en una huerta (trasladada en 1748 a la iglesia de la Congregación),

Una copia de la Virgen de Guadalupe, también en la Congregación,

 

La Virgen del Santuario del Pueblito, entre otras.

En la iglesia de San Antonio, según Zelaa, el ayuntamiento celebraba cada mayo «un devoto novenario por las lluvias», dirigido a la imagen de la Señora de los Remedios.

Las hermandades religiosas tenían una importancia fundamental en el mantenimiento de la cohesión social en Querétaro.

Existía una Tercera Orden de San Francisco, fundada en 1634, con su capilla en el atrio del convento grande de los franciscanos. Sus miembros, de la clase alta, participaban en ciertas penitencias y ejercicios espirituales, realizaban obras caritativas y fundaron una escuela gratuita de primeras letras en 1788.

Había otra Tercera Orden en el convento dominico, cuyos miembros practicaban en adviento y cuaresma sus ejercicios de penitencia y devoción.

Abundaban en la ciudad las cofradías, o «instituciones religiosas de ayuda mutua», como las define Florescano.

Había cofradías étnicas de indios, negros, mulatos y españoles.

Cada gremio tenía su cofradía, dedicada a un santo patrón.

Cimentaban los lazos entre personas de raza u oficio idénticos.

Pero sería una mentira insistir en la santidad del pueblo novohispano de la época Barroca. La religiosidad con frecuencia era una máscara que se mostraba a los demás, mientras los pensamientos se dedicaban a asuntos privados de odio, avaricia o erotismo desenfrenado.

Tampoco el clero se libraba de esta contaminación moral. Los escritos de la época tienden a omitir cualquier mención de la inmoralidad, pero en ciertas fuentes documentales -como la obra del viajero inglés fray Thomas Gage o el ramo de Inquisición del Archivo General de la Nación- el estudioso puede descubrir la realidad que se escondía detrás de la superficie catoliquísima de la sociedad virreinal.