José Vasconcelos
«José Vasconcelos fue un insurrecto, se rebeló contra el gran tirano Calles, contra el orden establecido por Porfirio Díaz, aún como militante del Partido Nacional Revolucionario, pero su resistencia era la de un hombre místico que pensaba y se sumía en el estudio de la antigua Grecia, al tiempo que estimaba las virtudes del pueblo de México con sus fusiones culturales. De su obra dos cosas impresionan: la facilidad que tiene para expresarse y la valiente franqueza con que narra los hechos. Fue un escritor que se tomó todas las libertades a que tenía derecho sin prescindir de alguna».
«Vasconcelos tomó en parte su proyecto educativo de las reformas soviéticas que se dieron a partir de
«sus libros son tan valiosos porque tienen una inspiración enorme y un discurso franco muy parecido a una conversación; de su obra autobiográfica los cuatro primeros tomos son una memoria vívida del México de finales del siglo XIX y principios del XX. Existe otra obra menos conocida e igualmente importante los escritos del educador y el político como De Robinson a Odiseo o La raza cósmica donde habla de sus ideas educativas y sus principios políticos. Fue un escritor vasto y prolífico».
José Joaquín Blanco
«él es el artífice de la gran epopeya educativa mexicana; en su tiempo, muchos calificaron sus propuestas como un delirio, una fantasía casi una locura, les parecían propuestas irrealizables, sin embargo, por sus logros es un ejemplo sin precedentes en nuestra historia. La magnitud de la empresa cultural vasconceliana es de una ambición y de un idealismo que ya no se encuentra».
«fue capaz de escribir en inglés, de comunicarse con ‘los otros’; es decir, con sus adversarios culturales: los estadounidenses, para explicarles en sus propios términos el ideal de lo que él llamaba ‘la raza cósmica’. De hecho, su capacidad de interlocución cultural es una faceta casi desconocida de él, pues es más famoso por su antiyanquismo, él criticó a esa nación —en diversos textos, incluido La raza cósmica— desde las entrañas mismas del monstruo».
José Antonio Aguilar
El escritor, periodista, filósofo, maestro, abogado, político y viajero José Vasconcelos, nació en el estado de Oaxaca el 28 de febrero de 1882.
Cursó la educación básica en Sonora y Coahuila; posteriormente se trasladó a la ciudad de México para ingresar en
Más tarde fue alumno en
Convencido partidario de Francisco I. Madero, en 1909 participó en la formación del Centro Antirreeleccionista.
Fue miembro del Ateneo de
Durante algunos años de la segunda década del siglo XX se alejó del país como muestra de su inconformidad ante la efervescencia, el caos, la ingobernabilidad y, en pocas palabras, el desorden político ocasionado por
…….En
Tres meses después tomó protesta como Secretario de Educación; en el cargo, concentró todos sus esfuerzos en llevar una educación reformada no sólo a los niños y jóvenes, sino también a los adultos que deseaban aprender.
Como parte de su propósito realizó varias acciones, creó las «misiones culturales» que llegaron a diversos lugares del país y que presentaban eventos relacionados con el arte popular y el teatro al aire libre; editó la colección de Clásicos Universales que contaba con miles de ejemplares de obras de autores como Homero, Esquilo, Eurípides, Platón y Goethe; creó la colección Lecturas clásicas para niños y la revista El maestro.
En 1922 instituyó el Día del alfabeto con cinco mil profesores afiliados y que juntos pretendían contribuir en la disminución de analfabetas mexicanos y lo lograron, pues para 1924 la cifra de alfabetizados ascendía a doscientos mil tras la campaña.
…….Aprovechando su lugar como secretario de Educación y acompañado de todo el idealismo del que era capaz, como parte de su proyecto educativo se rodeó de intelectuales de diversa índole: científicos, literatos, filósofos y críticos formaban su grupo más allegado.
Difundió incansablemente la cultura nacional en todas sus manifestaciones, apoyó el trabajo de los artistas plásticos mexicanos, principalmente el de muralistas como Rivera, Orozco y Siqueiros que dejaron muestra de su monumental obra en los muros de diversos edificios públicos del país. Durante ese tiempo, en su quehacer literario practicó el ensayo histórico y filosófico.
En 1924 presentó su candidatura para gobernar Oaxaca, perdió por prácticas antidemocráticas y cinco años más tarde fue lanzado como el candidato a la presidencia de
Su candidatura fue apoyada por estudiantes, maestros e intelectuales que formaron el Comité Orientador pro Vasconcelos; su lucha iba en contra de los vicios nacidos de
Durante los comicios se gestó un fraude electoral y perdió.
Desalentado se marchó a Estados Unidos donde inició la escritura de su obra más conocida, en aquellas tierras concluyó cuatro de los cinco volúmenes que conforman su autobiografía: el Ulises criollo (1935), La tormenta (1936), El desastre (1938) y El proconsulado (1939).
En varios de los textos incluidos en estos tomos —como en El proconsulado— Vasconcelos retrató los rasgos más destacados del pueblo estadounidense, subrayó la efervescencia de la religión Protestante, describió y mostró su desacuerdo con las políticas gubernamentales relacionadas con la educación; en síntesis, criticó aquella forma de ser y de vivir.
En El proconsulado (1939), Vasconcelos cuenta cómo se enteró de la muerte —suicidio en la ciudad de París— de uno de sus grandes amores: Valeria, que en realidad se llamaba Antonieta Rivas Mercado, hija de Antonio Rivas Mercado arquitecto que construyó, entre otras cosas,
Regresó a México en 1940 y de inmediato fue nombrado director de
El Ulises Criollo
Presidente del Ateneo
Los amigos del Ateneo me nombraron su presidente para el primer año maderista. No por homenaje sino en provecho de la institución, cuya vida económica precaria yo podría aliviar.
Además, podría asegurarle cierta atención del nuevo gobierno.
Y no volví a llevar trabajos a las sesiones, sino que incorporé a casi todos los miembros del Ateneo al nuevo régimen político nacional.
Con este objeto se amplió el radio de nuestros trabajos, creándose la primera Universidad Popular.
Para fomentarla se unieron a nosotros algunos políticos que así se ligaban al partido gobernista.
Para otros fue
Tal fue el caso de Panci, que intimó conmigo hasta que logré colocarlo con Pino Suárez.
Llegaba este último a la capital sin conocimiento alguno del medio y Panci pudo servirle de auxiliar discreto, dado que se había rozado con el viejo régimen […]
…….Las sesiones en el Ateneo concluían cada viernes en un restaurante de lujo. Ya no era el cenáculo de amantes de la cultura, sino el círculo de amigos con vistas a la acción política.
Antonio Caso fue quizá el único que no quiso mezclarse en la nueva situación. Se proclamaba, más que nunca, porfirista.
Colaboraba, sin embargo, en todo lo que significaba esfuerzo cultural.
Durante este año de mi gestión recibió el Ateneo a varios conferencistas extranjeros, como Pedro González Blanco Y José Santos Chocano. Anteriormente
Nosotros iniciábamos en el Ateneo la rehabilitación del pensamiento de la raza.
Madero, por su parte, en el orden diplomático, rompía el precedente porfirista: «Un buen embajador en Washington: el resto del Cuerpo Diplomático sale sobrando.» […]
…….En vano recordábamos al público que Porfirio Díaz no dejó llegar a la capital ni al propio Darío por temor de que el recuerdo de su Oda a Roosevelt provocase un gesto adverso en los Estados Unidos.
Aquellos porfiristas que tomaban a Ugarte como bandera contra nosotros sabían de sobra que su jefe no lo hubiera dejado desembarcar.
A pesar de todo esto, firmé y repartí, como presidente del Ateneo y de acuerdo con el personal del mismo, invitaciones para una sesión que habría de celebrarse en honor de Ugarte y de González Blanco.
La inclusión de este último no agradó y la sesión hubo de aplazarse. Lo que aprovecharon los diarios para volver a la carga, ahora contra mí…»
Las amapolas de Xochimilco
Por el costado poniente de la catedral, frente a la calle del Empedradillo, estaba el Jardín de las Flores. Pasando por las mañanas rumbo al Tribunal, detenía unos instantes el taxi.
Los vendedores asaltaban ofreciendo ramos gigantescos de rosas o claveles, alelíes y gardenias, dalias y crisantemos, violetas y lirios, tulipanes y camelias.
Es difícil la elección cuando no se lleva un propósito fijo; pero me conquistó una brazada de amapolas de esas enormes y encendidas que sólo se dan en Xochimilco.
Anotadas las señas, el mensajero se alejó bajo el sol como si llevase la llama de mi corazón ardido de no verla desde la tarde anterior. Tanta dicha provocaba remordimiento; así que compré otro ramo más modesto y lo mandé a mi esposa. Siempre he experimentado la necesidad de estar solo una o dos horas al día. Resabios quizá del examen de conciencia que antes de dormir nos imponía mi madre.
Al llegar a casa me encerraba en la biblioteca. Después de violentas disputas había logrado que no entrasen allí los criados, ni siquiera mi esposa. Solo mis hijos circulaban, rompían, deshacían, porque los niños no estorban el pensamiento.
Es la mirada astuta, inquisitiva, la que desespera e impide trabajar. De los niños ni el ruido distrae. Me aislaba de nuevo después de la cena ligera. Horas de soledad en que el alma encuentra su alimento. No pasar un largo rato completamente solo, cada día, es como no despertar para el espíritu.
Este inconveniente le hubiera encontrado a la vida en común con Adriana: la fatiga del diálogo. A la prueba del mundo venimos solos y para apurarla cada uno en presencia de Dios. Por entonces, sin examen de conciencia, soltaba la imaginación adelantándome a las horas de la dicha: lo que haría con Adriana, lo que el futuro guardaba.
Fatigado pasaba a la alcoba. Ya no me perseguían los sueños lúgubres como aquel en que aparecía Carlos doblegado bajo el peso de una losa caminando por una cuesta sombría. Una noche que no pude contener los sollozos, mi esposa había asomado de su habitación próxima; apenas pude decirle:
— Carlos… Carlos…
Ahora, con Adriana, sentía menor la amargura. Ella también había sufrido, según me decía, y éramos dos a vengarnos de la suerte, gozando impúdicamente, desenfrenadamente.
De oración sólo una repetía: «Cuida, Señor, y caiga sobre mí lo que deba caer…»
Castro Leal, Antonio: La novela de