El monasterio Donskoi

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El monasterio Donskoi

Juan Pablo Duch

Ahora, ironías posmodernas, las autoridades de Rusia y Occidente coinciden en rendirle homenaje.

Miles de personas acudieron al monasterio Donskoi para dar el último adiós a Alexander Solzhenitsyn, enterrado  en ese histórico cementerio con estricto apego al rito ortodoxo y con honores militares, propios de un funeral de Estado.

En presencia del presidente Dimitri Medvediev, el arzobispo Alexi, vicario del patriarca de la Iglesia ortodoxa, ofició una misa en la catedral grande del monasterio

Participaron también en el acto de despedida en la Academia de Ciencias 

El célebre escritor fue depositado en la tumba, junto a la del historiador Vasili Kliuchevesky, varios popes entonaron la salmodia de las Lamentaciones, y luego una guardia de honor disparó tres salvas.

El presidente Medvediev, mediante decreto, decidió instituir, a partir de 2009, una beca de Estado para estudiantes universitarios que llevará el nombre de Solzhenitsyn, así como recomendar a las autoridades municipales de Moscú, de Kislovodsk, donde nació, y de Rostov del Don, donde pasó su juventud, poner el nombre del escritor a una calle.

De la alabanza a la marginación

Los honores póstumos –tanto en Rusia como en el mundo entero– sólo confirman la paradoja de este hombre que siempre dijo, sin ambages, lo que pensaba: la satisfacción de haber vivido sin traicionar su conciencia, en su caso, se acompañó de la decepción de sentirse marginado por los mismos que antes, en aras de sus propios intereses, lo habían encumbrado.

Primero fue Occidente que –a raíz de su despiadada denuncia de la represión estalianiana– lo cubrió de alabanzas como símbolo de la disidencia soviética y, sin restar méritos a lo meramente literario, premió su lucha con el Nobel de Literatura en 1970.

Los mismos aduladores foráneos, apenas ocho años después, le dieron la espalda cuando Sol-zhenitsyn se atrevió a poner en entredicho los valores de la democracia occidental en su demoledor discurso en la Universidad de Harvard, y tampoco le perdonaron luego su incisiva reivindicación del histórico destino de Rusia como potencia en el mundo.

Ya no se diga que la influyente comunidad judía en Estados Unidos y en otros países, después de aplaudir su desafío al régimen soviético, llegó a considerar a Solzhenitsyn poco menos que antisemita por Doscientos años juntos, uno de sus últimos libros.

En su propia patria, al volver después de 20 años de exilio, el entonces presidente Boris Yeltsin lo recibió como el profeta que debería aportar su prestigio para avalar moralmente la forma en que se estaba aniquilando todo vestigio del anterior sistema.

Pero Solzhenitsyn se decepcionó de la nueva Rusia que pretendía construir Yeltsin, y a éste no le gustó que el insigne escritor criticara sin piedad la realidad postsoviética.

Se produjo entre ellos un inevitable distanciamiento, pero no se llegó a la ruptura por dos razones: Yeltsin sabía que era imposible censurar a una figura como Solzhenitsyn, y éste a su vez era consciente de que la era Yeltsin tocaba a su fin por el galopante deterioro de su estado de salud.

Reunirán su obra en 30 tomos

Cuando Vladimir Putin tomó el relevo en el Kremlin, la historia volvió a repetirse. Al comienzo, planteamientos coincidentes de ambos le hicieron pensar a Sol-zhenitsyn que, esta vez sí, podría desempeñar el papel de líder espiritual de la transformación de Rusia, que se planteó al decidir retornar al país.

En esa época, entre 2000 y 2004, cada entrevista o declaración suyas a la prensa se destacaban al interior de Rusia en la medida en que se correspondían con la política que quería sacar adelante Putin. Solzhenitsyn llegó a tener un programa semanal en el principal canal de la televisión pública en el que hablaba sobre lo que le venía en gana, poniendo cada vez más el acento en su visión religiosa como modelo de sociedad para Rusia, hasta que un buen día lo dejó.

Precisamente lo dejó, por voluntad propia, al ver que su prédica y sus propuestas –por más similitudes en lo general con el titular del Kremlin– no se traducían en política de Estado. Optó por recluirse en su casa y trabajar, cada vez más enfermo del corazón, sólo en pulir su obra literaria, que debe reunirse en 30 tomos. 

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