Alguien me mira escribir…

Alguien me mira escribir  

Ignacio Solares  

Simone Weil  

 

La Jornada Semanal 

En efecto, decidirse a ser escritor fue para Luis como casarse in articulo mortis , como creer en la resurrección de la carne, como suponer que nuestros actos influyen en la salvación del mundo. Y, en especial –qué privilegio–hacerlo en aquella Ciudad de México de los años treinta y cuarenta, tan rica en incentivos culturales, tan habitable, tan transitable y con los intelectuales españoles recién llegados al país.  

Cuando salió de la preparatoria, a mediados de los años treinta, su padre –un prestigiado industrial– le preguntó a qué iba a dedicarse.  

–A las letras –contestó Luis, sin una gota de duda.  

–Pues eso comerás –le dijo su padre en un tono de parecida contundencia, y enseguida le redujo la cantidad de dinero que le daba mensualmente, además de tratar de convencerlo, una y otra vez, para que estudiara “algo de provecho”.  

Pero Luis entró a la carrera de letras en la unam , con el mayor número de materias optativas en filosofía, y tomó clases con Enrique Díez-Canedo, con Joaquín Xirau, con José Gaos, con Wenceslao Roces, con Antonio Caso… La literatura era gnosis, revelación, desdén de un mundo estrecho y pragmático.  

En alguna ocasión, Luis esperó largas horas sólo para ver a León Felipe salir del restaurante Sorrento , o espió con una emoción desbordada las caminatas nocturnas de Luis Cernuda en la Alameda. Se imponía como disciplina aprenderse de memoria sus poemas predilectos y hasta pasajes completos de algunas novelas. Le entusiasmaba Balzac, tenía una edición de la Comedia humana empastada en piel, y aprendió francés para leerlo en su lengua original.  

Leía y leía, casi no hacía otra cosa, preparándose para el acto que presentía como una iniciación religiosa: escribir.  

Se licenció con una tesis sobre “La novela mexicana en el siglo xix ” y consiguió una plaza como profesor de tiempo completo en la misma unam . No necesitaba más.  

Sin remedio, sus relaciones amorosas fueron efímeras, frustrantes, siempre condicionadas al tiempo y la libertad que requería para su trabajo.

Escribía de noche, con un cigarrillo y una copa de vino al lado. Sólo bebía una copa de vino al empezar a escribir, a pequeños sorbos, y nada más. Creía, como le había aconsejado un amigo, que hasta una copita de rompope afecta una buena prosa, y no quería arriesgarse. El cigarro, por el contrario, lo estimulaba sin peligro aparente (aunque murió de cáncer de pulmón a los cuarenta y ocho años) y llegó a fumarse hasta dos y tres cajetillas diarias.  

Nunca logró acostumbrarse a la máquina de escribir y prefería hacerlo a mano, con una lámpara de pie atrás de él.  

Apenas caía la noche, le ganaba una como cosquilla de intimidad, que él relacionaba con la inspiración. Iba a sentarse al escritorio en la silla secretarial, la mejor para evitar dolores de espalda, abría su pluma fuente y empezaba a apoyarla en la hoja en blanco, adentrándose en el misterio.  

–Desciende, hazte palabra, pasa a través de mí como la luz por un vitral –se decía en voz alta.  

Empujaba el cigarrillo con la lengua a un lado de la boca y contemplaba un momento la ventana, el tinte vago e inexpresivo de la noche, los hilos de escarcha que se colaban por los costados de los marcos.  

De pronto, la pluma parecía deslizarse sola sobre el papel, como en la escritura automática. Advertía entonces la necesidad de dejar imbricarse las cláusulas, cabalgarse entre sí por sobre el débil puente de la coma, o de plano sin ningún signo de puntuación, directamente libres y sueltas. La sensación de éxtasis lo dejaba agotado.  

Hacía pequeñas y continuas pausas para respirar profundamente, darle flexibilidad a la mano entumida, como si exprimiera limones, miraba las puntas redondas de los zapatos; su sombra, que se desdoblaba minuciosa en el piso por efecto de la intensa luz de la lámpara.  

Escribió sobre todo novelas, varias novelas de gran extensión, pero sólo consiguió publicar una en la editorial Costa Amic. Las demás, lo mismo que un libro de poemas, fueron rechazados por diferentes editores.  

En algún momento creyó que su gloria, lo mismo que para Stendhal, era un billete de lotería que cobraría cincuenta años después de muerto, pero no fue así. A lo más que llegó fue a que, pasado ese lapso, aún se consiguiera, en alguna librería de viejo del centro de la ciudad, un ejemplar de la única novela que publicó. Edición que, por cierto, él mismo pagó con sus ahorros.  

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