“Amor americano” por Europa
Carlos Franz
La Jornada Semanal
Tres poetas. Tres tensiones, vitales y creativas, entre lo local y lo universal. Tres versiones latinoamericanas de una alternativa que el humanismo europeo, precisamente, ha vuelto mundial. El dilema entre nacionalismo y cosmopolitismo.
La paradoja es que Europa no sólo ha promovido el prestigioso y difícil ideal cosmopolita. También ha exportado el riesgoso, y frecuentemente ruinoso, ideal nacionalista. Y la angustia de esos poetas, ante esta disyuntiva, nos recuerda que el nacimiento de América Latina está íntimamente asociado a ese desgarro.
La disolución del imperio español en América no fue el resultado de la presión de un patriotismo criollo luchando por librarse de sus cadenas. Al revés, el nacionalismo fue adoptado por las elites criollas como estrategia para conservar sus poderes locales. En cientos de haciendas, desde México hasta
Hoy, esas patrias inventadas y los sentimientos que provocan en sus habitantes no son más verídicos, pero ya son reales. Lo suficientemente reales como para que varias veces nos hayamos matado por ellos. No tanto como en Europa. Pero quizás de un modo aun más cruel, por absurdo. Porque nuestro nacionalismo fue aun más imaginario e ideológico –en su origen– que los nacionalismos europeos, nuestros odios han sido más auténticos que nuestras diferencias.
Ninguno de los tres grandes elementos divisorios, presentes en la construcción de los estados naciones europeos, concurrían en Iberoamérica al momento de separarse del imperio español. No teníamos ni lenguas ni religiones ni etnias esencialmente diferentes. Sin esos tres pilares en torno a los cuales construir una identidad nacional, el edificio de nuestros países es por fuerza frágil, e inseguro. Por eso, desde el comienzo fue necesario apuntalar su construcción con pretextos que, como los arbotantes en las catedrales, soportan desde afuera el peso de los muros nacionales: imperialismos extranjeros, otros patriotismos hostiles. Sin embargo, la invención del enemigo externo, recurso favorito de los nacionalismos de toda laya, no bastaba. Aunque aprendimos rápidamente a odiar a nuestros vecinos, la semejanza patente con esos “otros” nos remitía siempre de nuevo a la pregunta por “nosotros”. En el vasto interior de nuestras naciones resuena desde el primer día una voz que pregunta quiénes somos.
Casi desde el minuto en que lo adoptamos, el nacionalismo ha sido, en Latinoamérica, nuestra pasión. Pero una pasión en el doble sentido de amor y de angustia. Una pasión que no expresa una identidad sino que la busca. No hay, posiblemente, región en el mundo más introspectiva, más hamletiana, más acuciada por la duda de su propia idiosincrasia, que la nuestra. Octavio Paz afirma que “la historia de México es la del hombre que busca su filiación, su origen”. Pablo Neruda extiende de manera natural esa incógnita: “¿Qué era el hombre?”, se pregunta, mientras sube a las alturas de Macchu Picchu.
Si esto suena demasiado literario es porque lo es. Porque la imaginación nos fundó, la imaginación ha tenido que pensarnos. Durante dos siglos el pensamiento latinoamericano viene siendo, sobre todo, cuestión de poetas y novelistas. La búsqueda de la identidad perdida –este soul searching– es nuestra novela policial irresuelta por casi doscientos años. ¿De qué extrañarse si nuestras naciones fueron inventadas por esos otros escritores –la mayor parte del subgénero terrorífico– que son nuestros políticos?
Allí donde casi todas las demás ideas políticas que importábamos, desde el republicanismo al liberalismo, fracasaban o se torcían, el nacionalismo triunfó y echó raíces profundas en Iberoamérica. Hoy, los Estados naciones son partes inseparables no sólo de nuestra práctica política, sino de nuestras culturas. Fieles a la hispánica cepa goyesca de la que venimos, sembramos una vid amarga: el sueño de nuestra razón engendró al monstruo de nuestras divisiones.
No todo ha sido pérdida, sin embargo. Lo que perdíamos en razón lo ganábamos en imaginación, ya se ha dicho. La invención de unas naciones, sin esas grandes diferencias de lengua o religión que las justificasen, ha entrañado una operación intelectual muy exigente. Hemos debido dotar de una forma a lo que no existía del todo. Rodear de significado a lo que carece de sentido. En Latinoamérica, la imaginación política suele ser más sólida que la realidad institucional. Ergo: el edificio de nuestras instituciones a menudo parece más literario que necesario. Es esa misma fragilidad la que propicia un constante desafío mental. A diferencia de países con instituciones tan sólidas y tradicionales que casi nunca admiten ser pensadas de nuevo, las nuestras invitan a repensarlas continuamente. Nuestra precariedad ha favorecido un autoexamen persistente. Insatisfechos con lo que somos, debemos preguntarnos tenazmente, apasionadamente, por lo que podríamos ser.
La búsqueda de aquella “identidad perdida” latinoamericana no ha sido inútil. Si continuamos ignorando quiénes somos, en el proceso de preguntárnoslo hemos encontrado otras cosas que no buscábamos. Quizás desconocemos todavía lo que es Latinoamérica y cada una de sus naciones. Pero, interrogándonos durante doscientos años por nuestra identidad, hemos contribuido a definir mejor lo que no somos. Definir a Europa, entre otras cosas.
Así como la única persona que piensa más en nosotros que nosotros mismos es la persona que nos ama, América Latina ha pensado en la bella y desdeñosa Europa tanto o más que ella misma. Como suele ocurrir con las pasiones prohibidas o imposibles, nuestro “amor americano” ha examinado e idealizado a Europa, deseándola más cerca cuanto más lejos de ella estuviéramos.
Ya fuera irreverente, como lo quería Borges; dialéctico, como lo supuso Paz; o sincrético –entre el caballo y el frac–, como lo practicó Neruda, nuestro “amor americano” por Europa la ha soñado unida. La ha imaginado como una totalidad, como una unidad cultural –es decir, fruto de la paz y no de la guerra–, desde antes de que los propios europeos se imaginaran a sí mismos de ese modo.
A diferencia de cualquier ideología imperial, nuestra idea de Europa carece de toda ambición (y toda posibilidad) de invasión y conquista, militar o económica. En buena hora. Ayudados por ese desinterés objetivo, tenemos más fácil ver en Europa una unidad, allí donde los propios interesados miran sólo sus diferencias. El espíritu latino, lo germánico, lo anglosajón, son para un latinoamericano partes de una gran unidad de sentido: “lo europeo”, que la distancia nos permite apreciar en su conjunto.
Incluso, y aunque a algunos en Europa les suene raro, los latinoamericanos podemos percibir una continuidad de lo europeo en los Estados Unidos. Baste con constatar que, desde nuestras latitudes, Estados Unidos se ve desarrollado, primer mundo, norte. Como Europa. Fruto de una modernidad cuya invención es europea, vemos en el nuevo mundo estadounidense todo aquello que comparte con el “viejo” continente. Y le damos a esto el nombre que Borges le daba en su conferencia ante aquel espía: “tradición occidental”.
“Occidente” se dice fácil, pero se define con más dificultad. Parece a menudo un horizonte móvil, demasiado impreciso para situarnos. Acaso se deba a que esta coordenada de pura longitud varía según el punto en el que situemos el Oriente (y esto produjo el gran equívoco de Colón, quien murió creyendo que había encontrado Japón o China en América). Desde América Latina, sin embargo, la coordenada occidental se precisa al calcularla con una latitud definida: el Norte. Toda construcción intelectual –y hemos tenido muchas– que pretenda asimilarnos a uno de esos ejes sacrificando el otro, una América Latina de proyecto puramente estadounidense o puramente europeo, nos quita tanto como nos regala, nos priva de esa coordenada adicional sin la cual quedaremos al garete.
Un humanismo insolente
Esta propuesta de una capacidad latinoamericana para ver a Occidente con mayor nitidez, en su unidad, que los propios interesados, puede sonar insolente en oídos europeos. No se me ocurre mejor prueba de que esa proposición es de estirpe occidental, precisamente. La misma etimología de la palabra “insolente” (del latín “insolens”, lo que no se suele hacer, lo desacostumbrado) apunta hacia lo mejor del humanismo europeo que, sin necesidad de proponérnoslo, practicamos. Sin proponérnoslo, porque lo desacostumbrado, lo insolente, es nuestra costumbre.
La insolencia creativa y reflexiva de Borges, Paz y Neruda, capaces de innovar en la cultura europea sin mayores miramientos o prejuicios, confirma que no sólo cosmopolitismo y nacionalismo arraigaron en América Latina, sino que también lo hizo un humanismo capaz de criticar ambas ideas.
Los mejores europeos, en sus mejores momentos, no son necesariamente quienes se afirman en su “europeidad”, sino quienes se “desacostumbran” de ella. Quienes se desacostumbran, incluso, de la propia noción, tan grandiosa, de “humanismo europeo”. Y ponen a prueba en sí mismos la validez y los límites del ideal humanista. El trágico Kurtz viajó hasta su Heart of darkness (enviado desde una ciudad muy similar a Bruselas) en nombre y representación de un ideal humanista: “All Europe contributed to the making of Kurtz”. Y fue allí donde terminó exclamando: “Exterminate all the brutes!”
“Humanismo europeo”, cuántos crímenes se han cometido en tu nombre. El nacionalismo se cree humanista mientras es antiimperialista. Y pasa a ser antihumano cuando es xenófobo. El cosmopolitismo es humanista cuando propone un sistema de valores común a todos los hombres. Y es antihumanista cuando pretende imponer un sistema de valores único para toda la humanidad.
¿Cómo podríamos definir un humanismo europeo resistente a los intentos de abusar de él? Quizás fijando su espíritu en la crítica irrestricta a todo dogma. Si Europa –desde su “rapto” mitológico a lomos del toro divino– fuera sólo ambición, viaje y conquista, no sería muy diferente a las hordas mongoles que la asolaron (y, en realidad, muchas veces no lo fue). Es la inquietud intelectual, la insatisfacción con lo establecido, lo que supone un espíritu europeo. Colón viajó no sólo por ambición; lo hizo sobre todo por insatisfacción respecto a los límites de su mundo y su época.
Acotado así, lo central del humanismo europeo sería un pensar antidogmático. El de Galileo, amenazado de excomunión, y el de Spinoza, excomulgado por su sinagoga en Amsterdam. El de Thomas Mann, reconociendo, en su Doktor Faustus, al demonio anidado en el corazón de su cultura alemana. Y el pensar antidogmático de Camus o de Orwell, excomulgados por las feligresías “progresistas” de París y Londres.
También fue un humanismo de esa especie el de Borges, Paz y Neruda, distanciándose, cada uno a su modo, del nacionalismo parroquial de sus propias “iglesias” latinoamericanas. Un distanciamiento que tampoco se satisface –y esto, esta insatisfacción, es lo crucial– con un mero viaje a Europa. Sino que ambiciona abarcar un mundo más amplio que comprende a Europa y a la vez la supera. Y al superarla la realiza en su inquietud esencial: la de reinventarse constantemente.
Lo mejor del humanismo europeo aparece cuando se arriesga a dejar de apellidarse europeo, para llamarse cosmopolita. Porque ser cosmopolita no sólo requiere abandonar una ciudad o un país –física o mentalmente; es necesario dejar un “continente” para que el “contenido” se exponga a las pruebas de lo desconocido. Lo que para el imperialismo inglés era el peor anatema, to go native (el segundo pecado de Lord Jim), para el cosmopolitismo es la prueba de fuego. Hacerse nativo de una cultura en la que no se ha nacido. El cosmopolita no sólo explora sino que se expone; no sólo viaja sino que se queda. No sólo comparte sino que se mezcla.
No habrá mejor prueba de la vitalidad del humanismo europeo –ni peor signo de su decadencia– que su capacidad o incapacidad de mezclarse en este Nuevo Mundo que vamos ampliando constantemente. No se gana una cultura más amplia sin resignarse a fundir la propia con otras.
Nuestros mayores lo hicieron. Los descendientes de inmigrantes europeos en América –y casi todos lo somos en este continente mestizo– lo sabemos en carne y sangre propias. Descendemos de aquellos que no sólo se atrevieron a viajar, sino que se arriesgaron a quedarse. Y a mezclarse.
La renovación de los viñedos
El final de Europa, que George Steiner vislumbraba con temor en una conferencia de Nexus, puede llegar y no ocurrir. Europa ha conocido varias formas de ser europea. No hay un solo humanismo europeo, sino varias maneras y momentos del mismo.
Una manera es esta “insolencia” latinoamericana de los inmigrantes que hoy renuevan a España. Una energía que explica gran parte de su reciente prosperidad, y que es heredera de los conquistadores que fueron, se quedaron, y ahora vuelven mezclados en la sangre de estos “nietos oscuros”. Una similar insolencia saludable, podemos suponer, estarán proporcionando ahora los países de
Borges, Paz y Neruda, entre otros, devuelven a Europa ese cosmopolitismo del viajero que se transformó en pionero. Su insolencia creativa insinúa que quienes descienden de los europeos que vinieron a América, y se mezclaron, son capaces de apreciar el “viejo mundo” mejor que muchos “occidentales” incapaces de valorar lo que tienen o son.
Mejor, porque esos poetas lo hacían desde una incomodidad y una incertidumbre inseparables de su ironía e insolencia. En esa identidad en lucha consigo misma se reconoce su cepa de humanistas. Esta manera luchadora, agonista, de ser cosmopolita puede ser el gran aporte de Latinoamérica al ideal europeo. Una manifestación implícita de nuestro “amor americano” por Europa, en momentos en que tantos de sus mejores hombres y mujeres parecen perder la fe en sí mismos.
Hoy puede que no sólo los poetas famosos, sino que también los latinoamericanos silenciosos, sigan haciéndolo, de otras formas. Para un latinoamericano medio incluso las sobras de este banquete de civilización son apetecibles, tonificantes, y hasta indispensables. Los cientos de miles de inmigrantes, que ahora vienen en una suerte de conquista inversa, a la tierra europea de sus abuelos, lo hacen también porque ésta es su cultura.
Es posible que una nueva forma de ser europeo cosmopolita se esté gestando ante nuestros ojos. Invisible sólo por la lentitud evolutiva con que se dan estas cosas. Ya no serán cosmopolitas sólo los europeos que vayan a otros sitios y se interesen por ellos, sino que lo serán quienes vienen a ser europeos. Los bárbaros reconstruirán Roma. Y serán llamados romanos.
Una última metáfora, esta vez agrícola. George Steiner dice que Europa son los cafés. Pero no olvidemos las tabernas y el vino. Europa es el vino, también. Mi pequeño y lejano país, en la periferia de todo cosmopolitismo probable, ya salvó una vez algo de lo más preciado de Europa, aunque la mayor parte de los europeos lo ignoren. Chile salvó muchas cepas de las vides destruidas por la plaga de filoxera que arrasó los viñedos de este continente en el último tercio del siglo XIX. En el remoto valle central de Chile, en el extremo sur de América, viñateros emprendedores habían importado las mejores cepas europeas. Allí, cultivadas y protegidas con el amor que sólo engendran la dificultad y la distancia, esas vides se aclimataron y cundieron. Años después de que la pandemia las hubiera destruido en Europa, y cuando ya se daban por perdidas, se descubrió que muchas variedades habían sobrevivido en Chile. Y desde allá fueron devueltas a Francia, España, Italia, donde se replantaron. Algo del mejor vino de Europa fue salvado en nuestro rincón de América.
Desde entonces, a menudo, cuando se brinda en las fiestas europeas, se brinda y se celebra, sin saberlo, con un poco de savia americana. ~