Borges y el espía 2/5

Borges y el espía 

Carlos Franz La Jornada Semanal

No ve a su público. Tampoco ve sus notas. Pero no las necesita: mira en el aire los muchos libros que ha leído –es como si conversara con ellos– e improvisa. Improvisa citando de memoria media cultura occidental. 

En su célebre conferencia El escritor argentino y la tradición, Jorge Luis Borges trata el dilema entre nacionalismo y cosmopolitismo literarios. Lo animan a tocar el tema no sólo las reflexiones de toda su vida, sino también las circunstancias del momento.  

Pocos años antes Borges había sido destituido de su modestísimo puesto de Auxiliar Tercero en la Biblioteca Municipal “Miguel Cané”, de Buenos Aires, por el régimen criptofascista del general Perón. Para agraviarlo más, lo nombraron “inspector municipal de avicultura” (o puede que haya sido de “apicultura”, con Borges nunca se sabe), ¡en plena metrópolis! Pero no lograron acallarlo. Para cuando pronuncia esa conferencia, el 19 de diciembre de 1951, Borges es aun más famoso. Es Presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, sus Ficciones acaban de ser traducidas por Gallimard, en París.  

Y es considerado –acaso involuntariamente– un símbolo de la oposición cultural, “cosmopolita”, al nacionalismo peronista.Buenos Aires, en 1951, es una ciudad “excéntrica” no sólo en el sentido geográfico. La misma capital donde muchos nazis se esconden bajo las charreteras de Perón, alberga a una de las comunidades judías más numerosas del mundo.  

El riquísimo puerto, que sirve de granero a una Europa destruida, es también la urbe donde una Evita agonizante arenga a las masas proletarias envuelta en abrigos de visón. Mientras la revista Sur, de Victoria Ocampo, publica novelas de Graham Greene en español antes que el original inglés aparezca en Londres, el “Conductor” cierra periódicos, persigue las “actividades antiargentinas”, “nacionaliza” la economía y modifica la Constitución para poder ser reelegido indefinidamente… (Melancólica sensación de actualidad medio siglo más tarde: el mito del eterno retorno, que fascinaba a Borges, pareciera haberse inventado en América Latina.) 

Borges no ve a su público en esa noche caliente y pegajosa. Pero es demasiado irónico como para no saber lo que ellos sí verán en el tema que ha escogido. El conflicto entre nacionalismo y cosmopolitismo literarios sugiere claves políticas evidentes. No sólo para los ilustrados de la revista Sur. Hasta es posible que las entienda el soplón del régimen que lo sigue a todas partes. En el excéntrico Buenos Aires, un espía que asiste a una conferencia literaria no constituye literatura fantástica. 

Empleando su ya proverbial síntesis de lógica y erudición (que en este caso le requirió apenas unas siete páginas, contadas según la versión taquigráfica de la conferencia), Borges analiza de memoria, y refuta, los argumentos que, desde la independencia de España, se venían usando en América Latina para la invención de unas “literaturas nacionales”. Ridiculiza el uso del “color local” (“un reciente culto europeo que los nacionalistas debieran rechazar por foráneo”); demuestra que en literatura el habla popular, campesina o urbana, no es menos retórica que el discurso libresco; argumenta que los grandes libros nacionales descienden más de la literatura universal que de cualquier tradición local. 

El meollo del ensayo borgiano, su refutación del nacionalismo, parece muy simple. Y, como suele ocurrir con las ideas brillantes, el lector queda con la curiosa impresión de haberlo sabido desde siempre, aunque sea la primera vez que lo piensa. No es necesario proponerse ser “nacional” para serlo. O bien somos nacionales (argentinos, chilenos o catalanes) inevitablemente, hagamos lo que hagamos, o bien la “nación” es una pretensión, una máscara. La tradición, si es decidida desde arriba, es una invención: una ficción no por seductora menos peligrosa. 

(Hoy, los nacionalismos renacientes en Europa y en otras latitudes se beneficiarían de este razonamiento sencillo. Es mucho más fácil ser vasco, neerlandés o serbio de lo que creen sus militantes: basta con “dejarse” serlo. No hace falta decidirlo. Proponérselo ya es falsificarse. Intentar definirlo ya es inventarlo, hacerlo artificioso. Porque el sentimiento nacional –tan distinto al nacionalismo– es como la percepción del tiempo para San Agustín: cuando lo vivimos sabemos lo que es; cuando lo razonamos, no.) 

Borges es consciente del agravio al sentimiento patriótico que implica su tesis. Él mismo fue, de joven, un nacionalista argentino ferviente. Conoce el riesgo implícito en sus proposiciones. Si las tradiciones nacionales en América Latina fueran una invención literaria y no un tema que nos ofrezca espontáneamente la realidad, ¿querría decir esto que los latinoamericanos estamos condenados a la orfandad cultural? ¿Es la suya una tesis nihilista que nos arrebata el consuelo de una tradición propia y, a cambio, sólo nos concede la melancólica dependencia de una cultura europea siempre prestada? 

Nada de eso. Borges combate esta acusación de nihilismo proponiendo una alternativa a las tradiciones latinoamericanas inventadas más o menos ex nihilo: “Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esta tradición, mayor que el que puedan tener los habitantes de una u otra nación occidental”. 

Para ilustrar esa arriesgada apropiación cultural –ese saqueo de la propiedad intelectual europea desde uno de sus suburbios–, Borges hace un símil. Pone de ejemplo a los irlandeses y los judíos. Ambos grupos, razona él, han llegado a ser protagonistas centrales en culturas que no eran, en principio, suyas y que los rechazaban.  

En la cultura europea en general, los judíos; en la cultura anglosajona, los irlandeses. La libertad que les daba esta condición periférica habría sido la que les ha facilitado dominar esas tradiciones, sin ser dominados por ellas.  

“Creo que los argentinos, los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas.” 

Borges hace una pausa para secarse las sienes en esa húmeda noche de Buenos Aires mientras repite, frente al acalorado público, esa palabra clave: “irreverencia”. Hasta es lícito suponer que hace esta pausa, sobre todo, para que su angustiado espía, que le anota hasta los balbuceos sudando sobre su libreta, pueda respirar también un poco. 

En el fondo, y ésta es una de esas paradojas que tanto le gustan, Borges ha hablado mayormente para ese muchacho nacionalista transido de amor por la tierra natal y sus ilusorias esencias. No en balde, Borges siente aún fresca su propia herida.  

Desengañándose de aquel patriotismo juvenil que él mismo sintió, se ha convertido en un escritor más universal, pero también se ha quedado más solo. Conoce el ambiguo privilegio que entraña recibir ciudadanía en esa urbe mundial que es de todos y, por tanto, de nadie: la cosmópolis.  

Podemos imaginar, no cuesta mucho, que le tiene simpatía al infiltrado. Sabe que su mejor oyente, mejor que los cosmopolitas convencidos que han venido a confirmarse en su europeísmo, mientras se abanican con el programa de su conferencia, es el espía peronista. Y para él es que repite, otra vez: “irreverencia, irreverencia”.

Esta entrada fue publicada en Mundo.