Paz y su novela perdida 3/5

Paz y su novela perdida

Carlos Franz

La Jornada Semanal

  En París, en el verano de 1949, el tercer secretario de la embajada de México en Francia, Octavio Paz, hace novillos. Va poco a la embajada. Se ha encerrado en casa para intentar terminar una novela. 

“Un París sin gasolina, sin calefacción, racionado, hambriento y en el que medraban las sanguijuelas del mercado negro.” Pero también el París del existencialismo y el de la segunda época de los surrealistas. El de Camus y Breton, con quienes el joven Paz ha hecho amistad. Ahora siente deseos de salir, de visitar a alguno de ellos.  

O de buscar a Benjamin Péret, que seguramente a esas horas estará en el café de la Place Blanche. Siente la tentación de ir allí, pedir un vino, y dedicarse a lo que tantos latinoamericanos han hecho en París antes que él: hablar de novelas que no van a escribir. Porque la novela se le resiste al poeta.  

La poesía se le da fácil –ahí están los fluidos versos de ¿Águila o sol?, escritos casi automáticamente en ese mismo verano. En cambio, no consigue urdir la trama de un relato. Quisiera escribir una historia a la D. H. Lawrence, cuya Serpiente emplumada, llena de referencias aztecas, sangre y pasión sexual, le ha fascinado.  

Pero, aun siendo él mismo mexicano, y conociendo México y sus “pasiones” muchísimo mejor que ese inglés, su propia novela mexicana se le escapa. O, más bien, lo arrastra constantemente a las incógnitas de sí mismo, de su sociedad y su historia. (Característica latinoamericana o universal: sólo los extranjeros creen conocernos bien; nosotros sabemos, apenas, cuánto ignoramos.)  

De hecho, los centenares de notas con las reflexiones ensayísticas suscitadas por la novela –que no logra escribir– han proliferado de tal modo sobre su escritorio que Paz ya no consigue encontrar, entre ellas, las escasas páginas de su relato. 

El laberinto de la soledad, el ensayo más influyente en el pensamiento latinoamericano del siglo xx, es una novela perdida. Su argumento secreto es el de un joven poeta mexicano en París, incapaz de escribir una novela hasta no saber quién es él mismo, qué es su patria, qué es ser mexicano.  

El concepto central del ensayo es su idea de una “dialéctica de la soledad y la comunión”. Los mexicanos, los latinoamericanos, y su historia, se mueven a un ritmo pendular que oscila entre la enajenación y la identificación.  

Ora se pierden en un solitario laberinto de contradicciones (¿no es acaso el laberinto la Urform de la contradicción?), ora se encuentran en la gozosa identidad de la fiesta, donde se pierden como individuos pero se ganan como comunidad. Sin embargo, la propia Fiesta revela toda la soledad mexicana precisamente en su violencia, en su naturaleza de interludio salvaje del que hay que volver a una normalidad enajenada.  

Esa “soledad” latinoamericana no es la enajenación marxista, ni la in-autenticidad existencialista –aunque estas influencias intelectuales operan sobre el joven poeta mexicano en París–, sino que sería más bien la consecuencia de un antiguo trauma psicohistórico. Avergonzados por la madre indígena concubina y colaboradora del invasor (la Malinche), a la vez que rechazados por el padre europeo (Cortés, el conquistador que se vuelve a España con su mujer legítima), los latinoamericanos somos huérfanos.  

Somos “hijos de la chingada”, expósitos culturales que una vez perdieron sus raíces americanas sin ganar por ello el árbol de la cultura europea. Este mito de origen se actualiza de generación en generación transportado por el vehículo del lenguaje y las costumbres populares. 

En el otro extremo de esta dialéctica, el deseo de comunión con los otros se frustra, porque las dos formas de comunidad política disponibles para un latinoamericano son sólo callejones ciegos en un laberinto.  

La comunión nacionalista es una receta envenenada: produce mareos ideológicos que derivan en la embriaguez del narcisismo patriotero y folclórico. Comulgar con la patria se hace al precio de inventarse una ucronía (lo que Vargas Llosa ha llamado una “utopía arcaica”): un paraíso primigenio donde una vez fuimos felices porque estábamos “integrados”, y no solos, y del cual fuimos arrancados. Aceptar la ucronía, inventarse esa arcadia, empuja a los latinoamericanos, inevitablemente, a rechazar lo mejor del humanismo europeo: la modernidad entendida como proceso de individuación, de autonomía del individuo respecto a la tribu y su trama de relaciones obligadas.  

Pero la alternativa, la comunión cosmopolita, no es menos traicionera. El americano que pretenda una “identificación cultural” completa con metrópolis en las que no ha nacido, queda en la situación de un advenedizo, un arribista. La mitad americana del mestizo lo reclama, devolviéndolo a su soledad. Como Diógenes, que fue el primer kosmou polites, el latinoamericano cosmopolita arriesga perder su aldea originaria –aunque en ella fuera tan miserable que debía vivir en una tinaja de arcilla– sólo para encontrarse vagabundo y sin techo en esa “ciudad mundial” que, siendo de todos, no es de nadie.  

Buena parte de la cultura occidental confluye en esa dia-léctica de soledad y comunión que el joven Paz ha encontrado en el laberinto de sus perplejidades latinoamericanas. Desde los neoplatónicos a Hegel, desde los poetas románticos alemanes hasta el existencialismo de Nietzsche y Heidegger. No obstante, toda esa prosapia no puede conjurar la nefasta amenaza de una “parálisis pendular” que esta dialéctica sugiere. La misma parálisis que, quizás, le ha impedido al poeta escribir su novela.  

“… La vida y la historia de nuestro pueblo se nos presentan como una voluntad que se empeña en crear la Forma que la exprese y que, sin traicionarla, la trascienda. Soledad y comunión. Mexicanidad y Universalidad, siguen siendo los extremos que devoran al mexicano.”  

¿Cómo evitar ser devorados por la serpiente emplumada de esa dialéctica que, similar al ouroboros, se muerde la cola? Atenazado por su propia paradoja, por el calor del París veraniego de 1949, por su novela fracasada, el joven poeta mexicano intenta una síntesis audaz. Ya no sería necesario superar la soledad latinoamericana, puesto que ésta se ha vuelto universal.  

“Esta enajenación –más que nuestras particularidades– constituye nuestra manera propia de ser. Pero se trata de una situación universal, compartida por todos los hombres. Tener conciencia de esto es empezar a tener conciencia de nosotros mismos. En efecto, hemos vivido en la periferia de la historia. Hoy el centro, el núcleo de la sociedad mundial, se ha disgregado y todos nos hemos convertido en seres periféricos, hasta los europeos y los norteamericanos. Todos estamos al margen porque ya no hay centro.”  

Hoy que se habla de un mundo multipolar, esas palabras escritas cuarenta años antes de la caída del Muro de Berlín y la aparición de poderes alternativos, sugieren que el poeta semisurrealista, a la hora de escribir ensayos, no dejaba de ser un vate clásico: un vaticinador. Un lector del futuro inspirado en los signos secretos de su época.  

París fue alguna vez, sobre todo para los latinoamericanos ilustrados, el centro del mundo. Ya no. Escribiendo en 1949 desde la orilla del Sena, entre las ruinas morales de un continente arrasado por la guerra, un poeta mexicano lúcido no puede menos que anotar:  

“Europa, ese almacén de ideas hechas, vive ahora como nosotros: al día. […] Por tal razón el mexicano se sitúa ante su realidad como todos los hombres modernos: a solas. En esta desnudez encontrará su verdadera universalidad, que ayer fue mera adaptación del pensamiento europeo. […] La mexicanidad será una máscara que, al caer, mostrará al fin al hombre.”  

La solución es menos existencialista que verdaderamente surrealista. Entre Camus y Breton, sus dos amigos, Octavio Paz se inclina por el segundo. Siguiendo la doctrina de los encuentros fortuitos pero significativos del autor de Nadja, debemos perdernos –en la ciudad mundial, en cosmópolis– para encontrarnos en nuestro sitio. 

La novela perdida del poeta Octavio Paz se transforma así en metáfora del ensayo que fue escrito en su lugar. La falta de novela es la novela. La falta de una trama universal es nuestra trama. En esta carencia de argumento nos encontramos iguales al resto de la humanidad. 

“La historia universal es ya tarea común. Y nuestro laberinto el de todos los hombres.” 

Esta entrada fue publicada en Mundo.