Neruda, el vaquero de frac. 4/5

Neruda, el vaquero de frac Carlos Franz

La Jornada Semanal

Un hombre remontando a caballo la soledad de los Andes australes. Es el 24 de febrero de 1949, en una cordillera muy distante del París donde Octavio Paz intenta escribir una novela mexicana, y sólo un poco menos lejos del Buenos Aires donde Jorge Luis Borges –que no ha dictado aún su conferencia famosa,

pero ya la sabe de memoria– es seguido por un espía. 

El jinete es Pablo Neruda. Aunque no lo parezca con esa barba cerrada, el sombrerito de vaquero y las botas. Parece más bien un contrabandista o un cuatrero. O hasta un cowboy en una película del Lejano Oeste. Un epítome del nacionalismo americano, un hombre de a caballo.  

Neruda, senador por el Partido Comunista de Chile, que acaba de ser ilegalizado mediante una ley típica de la guerra fría, viaja con la identidad falsa de “Antonio Ruiz”. No lleva nada encima que lo identifique como el “gran poeta de América”.  

Ni siquiera acarrea el manuscrito del Canto general, el inmenso volumen de miles de versos que acaba de terminar durante el año en que ha vivido clandestino en su país. Pero, sin duda, el poema vuelve a su mente en esos paisajes de montaña y bosques vírgenes. Vuelven los versos de las Alturas de Macchu Picchu.  

Aquellas cimas a las que también subió a caballo, pocos años antes, y que luego convirtió en cumbres de la poesía de su siglo: “Entonces en la escala de la tierra he subido/ entre la atroz maraña de las selvas perdidas/ hasta ti, Macchu Picchu.// Aquí los pies del hombre descansaron de noche/ junto a los pies del águila, en las altas guaridas/ carniceras, y en la aurora/ pisaron con los pies del trueno la niebla enrarecida…”.  

Cuando Neruda subió a Macchu Picchu, aquellos pies habían partido siglos antes. Lo que encontró fue una ciudad perdida y abandonada. La derrota de una civilización; pero sobre todo el triunfo de la “poderosa muerte”, la que extingue no sólo al individuo sino a todo un pueblo. La ciudad había sido reconquistada por la soledad: “y el aire entró con dedos/ de azahar sobre todos los dormidos:/ mil años de aire, meses, semanas de aire,/ de viento azul, de cordillera férrea,/ que fueron como suaves huracanes de pasos/ lustrando el solitario recinto de la piedra.”  

No sólo esa ausencia metafísica (“Qué era el hombre?”) aguardaba a Neruda. Además, lo esperaba en Macchu Picchu una desilusión: “Antigua América, novia sumergida/… también, también América enterrada, guardaste en lo más bajo,/ en el amargo intestino, como un águila, el hambre.”  

El hambre, la esclavitud y el sojuzgamiento no llegaron con los españoles. La ucronía europea de una América edénica, sin mácula, poblada por “buenos salvajes”, la “utopía arcaica”, no resistió la confrontación honesta del poeta con esas piedras colosales. La soledad de la ciudad vacía remedaba el eco de muchas soledades anteriores. 

Veintidós años después, en diciembre de 1971, el vaquero se ha vestido de frac. Pablo Neruda ya no lleva barba y botas, ni monta a caballo entre las nieves eternas y los bosques milenarios de la América austral. Ahora comparece ante un monarca europeo, en la Iglesia Filadelfia de Estocolmo, para recibir el Premio Nobel de Literatura. El rey Gustavo Adolfo vi de Suecia le entrega una medalla, un diploma y un cheque. En su discurso –equivalente a un testamento, porque el poeta se sabe irremediablemente enfermo– Neruda rememora justamente aquella cabalgata de 1949, cuando huía de Chile. 

La ascensión desde los valles hacia las alturas de los Andes se hizo evitando las rutas conocidas, con extremas dificultades. El fugitivo debió internarse en túneles selváticos, resbalando sobre piedras volcánicas que rompían los cascos de su caballo.  

Al cruzar a nado un río torrentoso, la corriente se llevaba a jinete y cabalgadura. “¿Tuvo mucho miedo?”, le preguntó un arriero que lo guiaba. “Mucho”, contestó el poeta. “Creí que había llegado mi última hora.” Pero esa ascensión a través de las soledades de los Andes tiene un premio: un valle florido. “Algo nos esperaba en medio de aquella selva salvaje… una pequeña y esmerada pradera acurrucada en el regazo de las montañas: agua clara, prado verde, flores silvestres, rumor de ríos y el cielo azul arriba…”  

En ese prado adánico, el idilio pastoral se completa cuando los arrieros que guiaban al poeta, hombres sencillos y silenciosos, practican una danza de agradecimiento por haber llegado a salvo, en torno a una calavera de vaca.  

La comparación con Alturas de Macchu Picchu es inevitable. En la ciudadela abandonada y muerta Neruda había invocado una esperanza de comunión que superara tanta soledad: “Sube conmigo, amor americano.// Sube a nacer conmigo, hermano”.  

Aquella esperanza vino a realizarse en el valle idílico evocado en su discurso de Estocolmo. Los hombres danzan de alegría sin que el poeta tenga que animarlos con su canto. De hecho, ni siquiera saben que éste es un poeta, y seguramente jamás han leído un verso.  

Neruda concluye su discurso citando a Rimbaud. Y lo hace en un correcto francés, aprendido por el estudiante de pedagogía que medio siglo antes asistió a la Universidad de Chile: “À l’aurore, armés d’une ardente patience, nous entrerons aux splendides villes”.  

La escena no puede ser más cosmopolita: el poeta chileno, vestido de frac, hablando en español y algo de francés, ante la academia sueca, evoca la “espléndida ciudad” del futuro predicha por Rimbaud. Al hacerlo, la ciudadela muerta de Macchu Picchu se transforma, implícitamente, de maldición en profecía. La remota ciudad vacía de la soledad americana es repoblada por la utopía poética europea. El pueblito aislado en las alturas se convierte en la espléndida ciudad universal que nos espera a todos (¿cosmópolis?).

El gran chileno y americano que fue Neruda lo era, precisamente, porque también fue un humanista europeo. No sólo porque escribiera en español (una lengua europea), con una cultura cosmopolita, y en nombre de una ideología universal (su versión del humanismo marxista). Lo fue también porque en su mirada de poeta latinoamericano confluyen dos de las sensibilidades favoritas de Europa ante América. Una es estética.  

El éxtasis ante lo “sublime”: ese “horror deleitable” que sentían los románticos ante los prodigiosos espacios abiertos y el paisaje desmesurado del nuevo mundo. La otra sensibilidad es política: la utopía de América como el lugar donde estuvo el Paraíso, el que ya Colón creyó haber encontrado al asomarse a la desembocadura del Orinoco.  

Cuando el humanismo europeo no encuentra un pasado paradisíaco en América –como no lo encontró Neruda en Macchu Picchu–, el edén es desplazado al mañana –al “amanecer”–, y Latinoamérica se convierte en sede favorita para la experiencia revolucionaria de las utopías futuras. Que esta nueva utopía de comunión suela arrasar el valle idílico donde se soñaba construir la espléndida ciudad, convirtiéndolo en una fortaleza vacía y muerta, pertenece también a la misma trágica dialéctica europea.  

Neruda, el más latinoamericano y universal de nuestros poetas –el vaquero de frac–, buscó también esas dos “ciudades europeas” en América. 

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