Escrito por Mario De Gasperín Gasperín / Obispo de Querétaro | |
Domingo 30 de Noviembre 2008 | |
Escuchamos a un hombre creyente, a un católico, presidente de un Estado laico, México, que busca coherencia entre su fe y su oficio político.
Por Mario De Gasperín Gasperín / Obispo de Querétaro Los obispos de México recibimos la visita del señor presidente de la república, el licenciado Felipe Calderón Hinojosa, durante la última Conferencia General, como lo dimos a conocer en el mensaje final de la asamblea. Escuchamos a un hombre creyente, a un católico, presidente de un Estado laico, México, que busca coherencia entre su fe y su oficio político. Fue una pequeña muestra de esa «laicidad positiva» de la que habló el Papa Benedicto XVI durante su última visita a Francia, citando —hecho insólito— las palabras del presidente de otro estado laico y cuna de la laicidad, el señor Nicolás Sarkozy. L’Osservatore Romano califica el discurso del Pontífice como «Homenaje a la Francia laica y religiosa». Bien mereció este honor el jefe del Estado francés. Su saludo al Papa fue un ejemplo de ponderación y apertura política, reconociendo la necesidad para el hombre y la utilidad para el Estado de la religión, y la laicidad como un componente esencial del Estado democrático moderno. «Laicidad positiva», la llamó el presidente francés y la ratificó el Pontífice, expresión que va más allá de la tolerancia (o de la «neutralidad», como dicen por aquí), y que implica reconocimiento, respeto y colaboración mutua, sin interferencias. El Papa alabó la práctica de esa laicidad positiva en Francia como lo había hecho durante su visita a los Estados Unidos. Allí, en la sede de las Naciones Unidas, el Romano Pontífice pidió ese mismo derecho fundamental para los creyentes de los países donde la libertad religiosa es todavía un asunto pendiente. En México su voz se apagó en la oficialidad del silencio. En otra intervención, el Papa se refirió al tema migratorio, exigiendo respeto para los trabajadores y la no separación de las familias, oportunidad de oro que nuestros negociadores dejaron escapar en asunto tan doloroso y vital. El presidente de México habló ante los obispos como jefe de un Estado laico y como un creyente que busca coherencia entre su oficio político y su fe católica, aceptando la rica herencia de su tradición familiar, la misma del pueblo mexicano casi en su totalidad. Ratificó su determinación de luchar contra el crimen organizado y se le solicitó la búsqueda de una cooperación estrecha entre los diversos niveles de gobierno y los partidos políticos para vencer a la delincuencia y erradicar la corrupción. Él pidió solidaridad de las instituciones y participación activa de la ciudadanía en este quehacer. Razón en esto no le faltó. Bien sabemos que la incoherencia entre la fe y la vida de los católicos y el consiguiente individualismo frustran la victoria en las grandes luchas que libra nuestro país a favor de la vida y de la paz social. Mucho se escucha hablar de valores, pero pocos saben cuáles son y menos quiénes los ponen en práctica. Si los ministros de la Suprema Corte hubieran escuchado el sentir mayoritario del pueblo, otro hubiera sido el resultado de sus decisiones sobre el respeto a la vida de los indefensos. Vista la banalidad de sus argumentos, no queda más que pensar en la presión de los grupos minoritarios beligerantes y el amparo que brinda la inocuidad de la mayoría católica silenciosa. La debilidad del catolicismo radica en privilegiar el sentimiento sobre el convencimiento, el afecto sobre el testimonio y el individualismo sobre la vida comunitaria; en preferir la comodidad del no saber a la responsabilidad de la lucha por la verdad, sin la cual es imposible conquistar la libertad para la cual nos redimió Cristo y nos dejó su Iglesia. A estos retos nos enfrenta el documento de nuestros obispos en Aparecida, que nosotros hemos asumido en nuestro plan de pastoral. |