Letraproletarios MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO El País Editores, distribuidores y libreros -entre otros agentes- forman parte esencial de la (todavía vigente) cadena del libro. Sin sus respectivas actividades y negocios se quebrarían los canales de comunicación que trasladan a la sociedad -es decir, a los lectores- las variadas creaciones literarias de los autores, que son quienes las imaginan y componen. Hasta aquí lo evidente. Pero seguramente uno podría imaginarse un mundo -en un futuro hipertecnológico, pero no necesariamente lejano- en el que todos ellos desaparecieran, o en el que sus respectivas funciones (producto de la división del trabajo del antiguo bibliópola) pudieran ser asumidas total o parcialmente por el elemento más creativo del conjunto. Sin autores no hay negocio, ni cultura escrita. Pero, paradojas del capitalismo, también son el eslabón más débil de la cadena Los autores -en el más amplio sentido, incluyendo a los traductores, o a los ilustradores en el caso de los libros infantiles-, en cambio, son imprescindibles: hasta donde puedo saber, todavía no se han inventado cyborgs con imaginación creadora y talento para expresarla por escrito. Ellos son, por tanto, la auténtica piedra angular de un sistema cuyas mercancías son también bienes culturales, y en el que las tensiones entre valor de uso y valor de cambio resultan particularmente significativas. En otras palabras, y más crudamente: sin autores no hay negocio, pero tampoco cultura escrita. Pero, paradojas del capitalismo, también son el eslabón más débil de la cadena. Por supuesto, hay autores y autores. Y siempre los ha habido: no me refiero a su calidad o influencia (que también), sino a su papel como colectivo en el mercado. Desde que, a principios de los ochenta del siglo pasado, y en una coyuntura dinamizada por la progresiva eliminación de los corsés de la Dictadura, algunos escritores -al amparo de lo que se llamó «nueva narrativa»- consiguieron mayor visibilidad y un incipiente glamour avalado por el éxito económico y mediático, el público ha tendido a confundir como categoría lo que no deja de ser una anécdota: el hecho de que un grupo de escritores pueda vivir exclusivamente de su trabajo no significa que el conjunto no adolezca de una estrepitosa precariedad laboral. Lo anterior me lo sugiere un reciente artículo de Le Magazine Littéraire titulado, muy a la francesa, Les écrivains, ces nouveaux prolétaires?, en el que se denuncia el alarmante deterioro económico del colectivo de escritores, alejado, en este caso, de todo glamour. Claro que existen instituciones -como, entre nosotros, Cedro (Centro español de derechos reprográficos)- que contemplan «ayudas asistenciales» para «situaciones de urgencia o necesidad», pero lo cierto es que el oficio de escritor, por sus propias características, no participa automáticamente de los instrumentos de protección y cobertura de que gozan otras profesiones. Y tampoco de las mismas oportunidades a la hora de participar en el reparto de la tarta que genera su trabajo. Ahí tienen, por ejemplo, el caso de Editis, uno de los gigantes editoriales (hasta hace poco) franceses. Cuando en 2008 Wendel se lo vendió a Planeta obtuvo una plusvalía de 350 millones de euros. Sus empleados consiguieron, tras las consabidas protestas y plantes, una «gratificación» a cuenta de los beneficios. Pero los autores -es decir, la materia prima del negocio- se quedaron igual que antes. Bueno, peor: cuando Wendel se hizo cargo de Editis (2004) sus directivos impusieron una política de austeridad y ahorro que afectó particularmente a los «colaboradores externos», es decir, entre otros, a los autores. Me llegan noticias, cada vez más abundantes, de que en el río revuelto de la omnipresente crisis-comodín muchos autores que no consiguen «el reconocimiento del mercado» en la misma medida que el núcleo minoritario de sus colegas más privilegiados, están viendo sustancialmente recortados anticipos, forfaits y regalías. Hay que hacer un esfuerzo (otro), les aseguran, porque los tiempos son duros. Pero para algunos mucho más que para otros, lo que tampoco es nuevo. Al menos en este oficio.