La generosidad
de José Emilio Pacheco
Javier Aranda Luna
La Jornada
Hace medio siglo José Emilio Pacheco le regaló a Carlos Monsiváis todo un estilo de vida que hoy buscan instaurar los ingleses, a grandes costos, en el centro de Londres. Le ofreció la coartada perfecta para nunca conducir un automóvil: al estrellar el Chevrolet que le obsequió su padre, le permitió construir a su copiloto y amigo un leitmotiv de su existencia. No creo exagerar. Años después de aquel accidente, Monsiváis resumió con impecable lógica el ritornelo que lo acompaña desde entonces en esta frase: “para qué manejar si tengo amigos”.
Pero la generosidad de José Emilio no sólo es obra de la caprichosa fortuna, sino de una rutina de trabajo donde las horas extras y las remuneraciones simbólicas son la constante. Por si faltara más a ese destino, ser poeta es emprender la tarea sin fin, el siempre estar en el principio del verso. Quizá por eso los poetas nunca dejan de escribir aunque no publiquen, pues la duda sobre el trabajo hecho es sombra indeleble.
Y a pesar de todo Pacheco escribe versos y los publica con la esperanza de que encuentren un lector que termine de escribirlos cuando los lea. Para Pacheco el poeta no tiene la última palabra, sino quien, a partir de sus versos, dice el poema.
Si es atributo de la juventud decir cosas nuevas porque cada mañana los jóvenes parecen descubrir al mundo, José Emilio Pacheco es, a sus 70 años, el poeta joven más importante de Hispanoamérica. Todo para él es nuevo. Su vida es un asombro incesante porque las cosas y los seres que lo rodean lo han hechizado. Debo aclarar: cada día le hechiza el mundo y cada día lo desencanta.
Al ojear sus libros podremos ver que le maravilla el polvo como imagen del tiempo y encuentra, en la vida silente y profunda de los pulpos, la ira de Caín que los extermina a palos. El domador y el mago, el hombre gusano que nació sin miembros y perdió los ojos, la trapecista que es un ir y venir entre estar y no, Bill Gates y su imperio efímero; las ciudades cuyo pasado fue gloria y ahora son ruinas y un montón de escombro, la gota que es modelo del océano y del Amazonas; el espejo y la impureza, la multitud, la mosca azul, los demasiados libros, son prueba de cómo este poeta nombra al mundo cada día como si fuera por vez primera.
Si la generosidad es un linaje aparte, no debe extrañarnos que este poeta haya rescatado desde hace años en ensayos y crónicas literarias a escritores olvidados por la incuria o el mercado para regalarlos a los lectores jóvenes, traduzca la obra de escritores de otras tradiciones para enriquecer la nuestra y escuche atento la voz de la tribu al escribir sus versos. Quizá por ser un buen escucha de esa voz de todos que tiene rumor de sangre mereció el premio Reina Sofía. Galardón que, según dicen, ya levantó ascuas de fuego sobre las cabezas de los perseguidores de Pacheco; sobre las de los poetastros que lo envidian y los críticos que han hecho del fárrago y la injuria una forma de vida.