Las agresiones de militares
y policías a las comunidades,
¿hasta cuándo?
Se suceden, en combinaciones variadas, sin escatimar la paramilitarización como respaldo o caldo de cultivo de los “castigos” institucionales contra los pobladores originarios. En la nota roja, militares y policías pueden ser héroes, en los campos indígenas no. El disfraz de “lucha contra el crimen organizado” no da para más. A menos que no les importe que se note que es mentira.
Tseltales de Bachajón, mixtecos de las sierras del sur, nahuas de la costa michoacana, sufren en estos mismos momentos un asedio de civiles armados que se llevan de a cuartos con las fuerzas del orden. O los matones que han asolado por años a los ecologistas de Petatlán, o a los zapotecos de Istmo.
Trampa anunciada y denunciada inisistentemente, el estado de excepción decretado por el gobierno de Felipe Calderón, además de fortalecer a los violentos gobiernos estatales, es un instrumento de criminalización a modo contra las resistencias, las protestas organizadas, los movimientos sociales. Para acentuar el despojo de las tierras indígenas que si por los ríos, los minerales o las playas. Igualito que en Perú.
La descomposición de las fuerzas del orden ha borrado en muchas partes la frontera entre ellos y los cárteles y sicarios, las bandas de secuestradores, los letales Zetas de procedencia militar. Ya llamó la atención de la prensa progresista en Estados Unidos (Harper’s, Mother Jones, y hasta Washington Post), pero acá los candados mediáticos, los inamovibles fueros y la simulación siguen controlando la agenda.
No sólo en la siempre ascendente violencia del norte; también por acciones como la ocurrida en Las Ollas (Coyuca de Catalán, Guerrero) en junio pasado.
Allí mismo, Omar García de 14 años, “fue torturado el 9 de junio por los soldados dándole toques eléctricos en el cuerpo, vendado de ojos, tapado de la cabeza con bolsa de plástico, golpes en diversas partes del cuerpo, amenazas de castración, dejándolo en estado convulsivo. Aún herido huyó al monte con los demás hombres”. En otra casa pernoctaron durante cuatro días los militares, “destrozando y revisando muebles y cajas de ropa y llevándose objetos de uso personal”. Una cuatrimoto fue destrozada deliberadamente con las camionetas doble rodada del Ejército federal.
En tanto, civiles armados y encapuchados jugaban pelota con los militares, sin ser de la comunidad. “A pesar de encontrarse armados no fueron molestados por los militares. Los habitantes dijeron que iban con los militares para señalar gente”.
En Las Palancas, unos kilómetros adelante, un hombre de 30 años, que sufre secuelas de un derrame cerebral desde hace dos años, reportó “piquetes de agujas debajo de las uñas de los dedos de la mano, golpes con ambas palmas en sus oídos, le cubrieron rostro con bolsa de plástico, golpes en las sienes, costillas, amenazas de toques eléctricos en pezones”. Otro hombre fue perseguido a balazos en las afueras del poblado, “logró huir ileso, y al regresar rescató 6 casquillos de arma
En las dos comunidades se constató la ausencia de casi todos los hombres, exilados en la montaña. Y que la presencia militar impedía a los habitantes “tomar alimentos y entrar a sus casas”. Según la coordinadora guerrerense, el clima de inseguridad creado por la militarización es solapado por el gobernador Zeferino Torreblanca.
Pocos días antes, en Hidalgo, el Ejército entró en las comunidades de Tecoluco (donde está ubicada la casa cultural campesina y la oficina de Comité de Derechos Humanos de Las Huastecas y Sierra Oriental), Metlatepec, Los Tohuacos, Tepetzintla, El Lindero, Ixtle y otras del municipio de Huautla. “Realizaron patrullaje y retenes junto con las corporaciones policiacas en los municipios de Atlapexco, Huejutla y Yahualica”. Las comunidades indígenas exigen a las autoridades de Hidalgo y Veracruz que retiren los patrullajes y retenes militares.
Simples ejemplos de una situación cada día menos aislada.