Santuario indígena Otomí en Dehedó

 

 

 

A los hermanos Presbíteros y a los fieles Católicos de la Diócesis de Querétaro: Salud, paz y bendición en el Señor Jesucristo. 

El próximo 5 de Diciembre del presente año, durante la celebración solemne de la santa Eucaristía, proclamaré Santuario Diocesano con el título de La Preciosa Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, el templo de San Juan Dehedo (o de Guedo) de la parroquia de Santa María, Amealco. 

Tanto el poblado como la construcción del primer templo datan de los tiempos del inicio de la evangelización y sus habitantes, mayoritariamente entonces pertenecientes a la etnia otomí, recibieron la fe en el Dios vivo y verdadero y fueron agregados a la santa Iglesia católica. En esta fe han permanecido fieles en medio de las dificultades por las que ha atravesado nuestra patria y de las persecuciones que ha sufrido nuestra religión. A ello ha contribuido, de manera significativa, la devoción a una preciosa imagen de Nuestro Salvador y Redentor Jesucristo clavado en la cruz, que allí se venera con el nombre de La Preciosa Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, y que da ahora nombre al Santuario.  

Conserva también el templo, en su atrio, un cementerio según la antigua y piadosa tradición de unir por la esperanza y en la plegaria a la iglesia militante con la iglesia purgante y con la iglesia triunfante, según el dogma cristiano y consolador de la comunión de los santos. Este Santuario, aunque sencillo en su construcción y estilo, es rico por su trayectoria histórica fecundada por la fe y la tradición católica.  

El título con el que se venera la imagen de Cristo clavado en la cruz, nos recuerda el hecho fundamental del amor de Dios hacia nosotros, es decir, nuestro rescate “no con plata y oro,  corruptibles, sino con la preciosa sangre de Cristo, como cordero sin defecto y sin mancha” (1 Pe 1, 18-19). Con esta sangre preciosa derramada en la cruz, el Señor Jesús selló la alianza nueva y eterna y, adornado con ella  como nuestro Gran Sacerdote, entró de una vez para siempre en el santuario celestial, ofreciéndose a sí mismo, por el Espíritu eterno, como víctima agradable a Dios para limpiarnos de las obras muertas y servir al Dios vivo (Cf Hb 9, 13-15); gracias a esa sangre de Cristo, también nosotros, llegamos a ser un reino de sacerdotes para Dios (Cf-Ap 5, 10) y, por Cristo y con Cristo, tenemos acceso al Padre. 

El sacrificio de Cristo no sólo impone fin a los sacrificios sangrientos de animales del Antiguo Testamento, sino que nos reconcilia con Dios y derriba el muro que separa a los hombres y restablece la paz entre los pueblos (Cf. Ef 2, 14), reconciliando así, por la sangre de su cruz, todas las cosas, las del cielo y las de la tierra (Cf. Col 1, 20). Esta reconciliación de Dios con el hombre y la pacificación de todos los hombres en una humanidad nueva y fraterna, es lo que actualizamos y celebramos en la santa Eucaristía, según nos enseña el Apóstol: “El cáliz de nuestra acción de gracias, nos une a todos en la Sangre de Cristo; y el pan que partimos, nos une a todos en el Cuerpo del Señor” (1 Cor 10, 16). Así, la Iglesia, al celebrar la Eucaristía, es creadora de fraternidad y constructora de paz. 

En efecto, el clamor de la sangre de Cristo es más poderoso que el de la sangre del justo Abel y se prolonga en toda sangre humana injustamente derramada, exigiendo el juicio definitivo de Dios. Los mártires, prototipo de todos los inocentes injustamente asesinados, vencieron al padre de la mentira y al asesino de la humanidad, a Satanás, gracias a la sangre del Cordero (Cf Ap 12, 11; 19, 13); y esa misma sangre sigue clamando justicia, que ciertamente vendrá, para que nadie se haga justicia por su propia mano ni derrame jamás la sangre de su hermano. 

Por tanto, la erección de este Santuario en honor de La Preciosa Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, quiere ser un signo de paz y lugar de reconciliación para todos los fieles de nuestra Diócesis y para todos los que se acojan a su sombra y doblen sus rodillas ante Dios implorando su misericordia. Que allí los pecadores encuentren el perdón, los incrédulos la fe y los afligidos la esperanza; que  los violentos descubran la compasión, los tristes experimenten la alegría y los emigrantes sientan el calor del hogar; que los pobres –hijos predilectos de la Iglesia–  experimenten en Cristo crucificado el consuelo, la justicia y la paz que nosotros los humanos no somos capaces de dar.  

Santiago de Querétaro, Qro., 19 de Noviembre de 2008

 

 Mario de Gasperín Gasperín

Obispo de Querétaro