¿Qué es el egoismo?

La humanización de lo divino  

Bernardo Barranco V. 

 

 

La Jornada 

Los actores religiosos, especialmente de las grandes iglesias, creen inmutable el contenido de su discurso y doctrinas religiosas. Cuando uno lee las fundamentadas críticas del papa Benedicto XVI, vertidas en su reciente encíclica Caritas in verite en torno a la realidad económica mundializada y globalizada, se tiene la sensación de algo ya visto; en cierta manera es una repetición de reproches y cuestionamiento a los fundamentos ontológicos de la modernidad. 

En mi entrega anterior hice un recorrido histórico a partir de diferentes encíclicas sociales que de modo distinto, apegadas a los diferentes momentos, cuestionan el rumbo y el derrotero de la sociedad moderna desde el siglo XIX. Dichas objeciones pueden remontarse aún más lejos en la historia de la Iglesia católica y del papado para poder entender el rechazo que da origen en el campo católico a lo que historiadores y sociólogos italianos, como Ferrarotti o De la Rosa, llaman católicos instransigentes, integrismo premoderno o católicos antimodernos. Independientemente de esta relación ambigua y antagónica entre catolicismo y modernidad, surge una primera cuestión: ¿es válido pensar que una tradición religiosa puede mantenerse dentro de un ciclo de muy larga duración como un conjunto de creencias y prácticas, que en sí  mismas se prorrogan indefinidamente en el arco del tiempo? 

Diversos estudios desafían inmediata y tajantemente tal interpretación que inscribiría a las religiones en un espacio como refugio de las tensiones, cambios  y conflictos culturales y políticos que conforman una circunstancia histórica. 

En Crises, ruptures, mutations dans les traditions religieuses (Turnhout, Brepols, 2005) se plantea cómo las religiones también experimentan mutaciones y tensiones internas entre la adaptación y el rechazo frente a los cambios culturales. Seguramente, si se utiliza sin precaución el término de tradición, se podrían levantar conclusiones que contradicen la propia historia de las religiones, las cuales, aun cuando así lo desearan, no pueden encapsularse en el tiempo para protegerse de los embates de las prácticas sociales. Es preciso, por tanto, distinguir los procesos de transición y de travesía de pruebas, si se me permite el término, que todo sistema religioso experimenta en las diferentes conformaciones históricas. 

En la obra mencionada se analiza como ejemplo la religión histórica del budismo, cuyo debate comprende la continuidad de las tradiciones védicas y brahmánicas, y cómo llega a rechazar y relativizar el concepto de lo divino, levantarse contra el sistema de castas hasta derribar y revolucionar el Upanishad; no obstante, al mismo tiempo desestabiliza y recrea su propio conjunto doctrinal. 

Las religiones antiguas fueron en su momento debutantes. Tradiciones identitarias que sufrieron crisis, rupturas y convulsiones en su curso. El cristianismo nace y se desarrolla según idénticas tormentas. El examen de las crisis atravesadas por la tradición cristiana nos muestra una extraordinaria capacidad de adaptación y modulación paulatina de su propia identidad. El siglo XVI es el del “humanismo militante”, donde el hombre, centro del conocimiento, debe seguir siendo fiel en su humanidad que lo instituye como espejo del mundo y de Dios.

Actualmente, la modernidad se ha acompañado de la secularización en las diferentes latitudes de Occidente. En el mundo europeo mediterráneo siguen las agrias disputas entre la Iglesia católica y el vasto campo anticlerical y laicista, como muestra el caso español. México no escapa a ese debate. En el fondo subsiste una vieja aspiración de implantar una nueva cristiandad, por un lado, mientras la cultura contemporánea se abate con los riesgos de una sociedad plural. 

Bajo la globalización, la industria cultural incide  con sus códigos y preceptos en la producción intelectual y en la construcción de pensamiento. Por una parte, la información y las preguntas tienden a uniformizarse, pero por otra, las respuestas y motivaciones son convergentemente heterogéneas. Precisamente, la polémica entre Luc Ferry, ex ministro francés de cultura, y el académico Marcel Gauchet a partir de su libro Lo religioso después de la religión (Ántropos, 2007) coincide en que una de las tendencias actuales en la cultura global es que tiende a “humanizar lo divino y a divinizar lo humano”. 

Sin las reducciones o descalificaciones con que muchas veces se manipula el pasado, conviene recordar que en el principio de la modernidad se construye una revolución del sujeto como emergencia de la conciencia sin duda ya incubada bajo los principios de la escolástica cristiana. Con este principio se reafirma la autonomía del hombre y la exaltación de la consideración por lo privado. Esto nos conduce a otro postulado de la modernidad: la preservación de la libertad pública de la conciencia, más que la libertad de la conciencia. Éste es uno de los principales nudos por los que atraviesa la tensión entre el pensamiento católico, encabezado por el papa Ratzinger, y el mundo pluralista contemporáneo. ¿Están los cristianos dispuestos a admitir de la modernidad que la conciencia es soberana, autónoma y creadora, en última instancia, de una autoridad propia, capaz de producir y administrar leyes y la construcción de un orden social autónomo de Dios? 

La más reciente encíclica tiene acertados e implacables cuestionamientos al desarrollo económico y cultural de la globalización que muchos altermundistas y posmodernos han aplaudido. Sin embargo, éstos en todo caso son alternocatólicos y poscristianos. Las religiones no son inmutables, por ello se antoja difícil que se llegue a consumar el sueño de la restauración desde la cristiandad. 

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