El oficio de la autobiografía

 

Edith Wharton,  afortunada y sola  

Laura Falcoff   

El atractivo relato autobiográfico que la escritora estadunidense Edith Wharton emprendió y concluyó pocos años antes de su muerte lleva como título Una mirada atrás. En algo más de trescientas páginas, Wharton recorre alternativas –cuesta decirlo– terriblemente envidiables de su vida. Hija de un matrimonio neoyorquino de clase alta, heredó tempranamente una enorme fortuna y luego comenzó a recibir el flujo de dinero que de manera incesante le fue proporcionando la venta de sus exitosos libros.  

Estos respaldos tan sólidos le aseguraron una existencia –así parece contada en Una mirada atrás– que se deslizó placenteramente entre cruceros por el mar Mediterráneo y las islas griegas, largos viajes en auto por Europa, comidas elegantes, sofisticados salones parisinos, palacios italianos, mansiones campestres inglesas y amistades notorias en el mundo artístico, intelectual y aristocrático de Europa. Incluso la tarea de escribir no es presentada en este recuento personal como una carga particularmente pesada. Edith Wharton llevó adelante con disciplina su actividad literaria, pero de ningún modo parece haberle robado tiempo a su intensa vida social y viajera.  

Sin embargo, paralelamente al brillante panorama que se despliega frente a nosotros a medida que leemos Una mirada atrás, hubo en la vida de Wharton acontecimientos sombríos y hechos de carácter amoroso que marcaron, sin duda de manera intensa, su vida personal y literaria. Estos aspectos son omitidos cuidadosamente en el escrito autobiográfico: la afección nerviosa que sufrió entre 1894 y 1902, el penoso desenlace de su vínculo matrimonial con Edward Wharton, lo extraño de este vínculo, la apasionada y también dolorosa relación con el periodista Morton Fullerton, nada de eso se filtra bajo ninguna forma en los tersos recuerdos de Edith Wharton.  

Una dama de su clase y de su tiempo debía aplicar discreción, autocontrol y equilibrio a las relaciones interpersonales, y son esos rasgos –acompañados de un agudo sentido del humor– los que impregnan su libro. 

UNA DAMA EN LA BIBLIOTECA  

En uno de los capítulos más vívidos, la autora narra sus primeras incursiones en la biblioteca de la casa paterna. Ni su padre ni su madre se interesaban especialmente por la lectura, pero una biblioteca más o menos nutrida era un elemento tan imprescindible para una familia estadunidense de clase alta como lo eran la bodega provista de excelentes vinos, la platería Jorge II, la vajilla de porcelana de Sévres o la excursión anual a Europa.  

“Siempre que evoco mi infancia –recuerda Wharton– es en la biblioteca de mi padre donde revive. De nuevo estoy de rodillas sobre la gruesa alfombra turca, de nuevo abro una tras otra las puertas de vidrio de los compartimientos inferiores y saco libro tras libro en un secreto éxtasis de comunión. Digo ‘secreto’ porque no puedo recordar que hablase a nadie de aquellas arrobadoras sesiones. El niño sabe instintivamente cuándo será comprendido y yo, desde el principio, guardé mis aventuras con los libros para mí.” Y un poco más adelante: “Tras haber consultado mi madre, con desesperación, a su habitual asesor literario ‘qué podía regalarle a la niña por su cumpleaños’, desperté para encontrar junto a mi cama ¡las grandes ediciones de Keats y Shelley a cargo de Buxton Forman! Entonces se abrieron de par en par las puertas de los reinos de oro, y desde aquel día hasta hoy no creo haber estado nunca más, en mi yo más íntimo, completamente sola, ni haberme sentido totalmente desdichada.”  

Las lecturas de la pequeña Edith tuvieron de allí en adelante un carácter omnívoro: historia, arte, ficción, poesía filosofía, biología. Sus intereses conservaron a lo largo de su vida una amplitud semejante y resulta curioso que haya elegido como marido a un hombre que no compartía en absoluto esta inclinación. Edward Teddy Wharton, con quien Edith se casó cuando tenía veintitrés años, era amigo de su hermano y un bostoniano trece años mayor, La diferencia de edad, según la escritora, se atenuaba por los gustos que sí compartían: el amor por los animales, por la vida al aire libre y por los viajes.   

Cuando llevaban casados cerca de veinticinco años, Edith Wharton descubrió que Teddy se había apropiado de una gran cantidad de dinero de ella, con la que compró una casa en Boston para instalar a una de sus amantes. También había vendido, sin consultarla, la fabulosa mansión The Mount, que la pareja había hecho construir –con amplios jardines diseñados por la propia Wharton– entre 1901 y 1902 en Lenox, Massachusetts. Separados desde 1911, se divorciaron en 1913; para ese momento Edith ya había comenzado, atravesado y finalmente concluido otra relación, la más intensa de su vida. 

LARGA LISTA AMOROSA  

En este punto es inevitable presentar a Morton Fullerton, un periodista que conoció a Edith Wharton mientras se encontraba en París trabajando como responsable del Times de Londres. Personaje brillante, con una buena formación intelectual y grandes dotes de seducción, nació en 1865 en Connecticut y estudió en Harvard, donde se graduó cum laude en 1886. Sus primeros trabajos periodísticos fueron como crítico literario de un periódico de Boston, pero más tarde se trasladó a Inglaterra y allí ingresó a la redacción del Times. En Londres tuvo la posibilidad de conocer a Henry James, que los recibió en su círculos de amigos íntimos y luego lo transformó en su protegido. Una vez instalado en París, hacia fines de 1892, pronto se hizo conocido por sus artículos sobre el caso Dreyfus.  

Morton Fullerton era un hombre menudo, de ojos azules y pelo negro, refinado y atractivo, tanto para las mujeres como para los hombres. Antes de conocer a Edith Wharton ya había pasado por varias relaciones sentimentales muy fogosas; entre muchas otras, con el escultor Ronald Sutherland, con lord Cower –del entorno de Oscar Wilde– y con Margaret Brooke, esposa del poderoso rajah de Sarawak. En 1903 se había casado con la cantante Victoria Camilla Chabert y con ella tuvo a su hija Mireille. En la larga lista amorosa hay que incluir su compromiso secreto con Katharine Fullerton, hija adoptiva de los padres de Morton. Katharine había descubierto muy tardíamente, cerca de cumplir los treinta años, que Morton no era en realidad su hermano de sangre; sin embargo, la fluctuante relación sentimental entre ambos había comenzado mucho tiempo antes.  

Pero volviendo al inicio de su relación con Wharton, sabemos que durante 1907 se habían encontrado circunstancialmente en los salones parisinos, que Fullerton había comido en la casa de los Wharton en el Faubourg Saint-Germain, y que un tiempo después viajó a Estados Unidos y aceptó una invitación de ella para que la visitara en The Mount, donde el matrimonio Wharton pasaba varios meses del año.  

La historia que los unió puede seguirse fragmentariamente a través de las cartas que ella le escribió y en las anotaciones esporádicas que hizo en un diario íntimo. Estas cartas, de una pasión, una franqueza y también de una sumisión estremecedoras, se conocieron recién en 1980. Una entrada del diario personal de Edith, del 3 de marzo de 1908 (la relación había comenzado pocos meses antes), dice así: “La otra noche en el teatro, cuando entraste en ese palco pequeño y oscuro (número 13, ¡oh lo recordaré siempre!), sentí por primera vez la indescriptible corriente comunicativa que corría entre un hombre y yo, la sensación de que la sentía fluir ininterrumpidamente, vívidamente, penetrar en cada uno de mis sentidos, en cada uno de mis pensamientos, y me he dicho a mí misma: ‘ esto es lo que deben sentir las mujeres felices.’”  

A fines de mayo de ese año regresa con su marido a The Mount. Fullerton queda en Europa y le envía primero una o dos cartas y luego nada. Angustiada, Edith le escribe: “Mi razón –mi razón más que mis sentimientos– me dice que debe haber ocurrido algo que justifique tu silencio, pero luego mi ansiedad empieza a hacer conjeturas. Mi amor, escribe una sola palabra para confortarme. Y si no es ésa, sino la otra alternativa [se refiere a la posibilidad de que se haya cansado de ella] no tendrás miedo de decirlo, ¿verdad? En mi última carta verás que he aceptado tal contingencia […] Pero no, no quiero que digas nada que pueda resultar doloroso para ti. Escribe diciendo simplemente: ‘ Chère camarade, estoy bien, todo va bien’; y yo comprenderé y aceptaré y pensaré en ti como te gustaría que pensara una amiga. Y por encima de todo no veas en esta carta ningún reproche oculto. No hay nada en ella excepto ternura y comprensión.”  

La última carta que Edith escribió a Fullerton data de 1831 y es una invitación para que la visite en su casa de Sainte Claire, en el sur de Francia –desde hacía más de veinte años sólo sostenían una amistad irregular y principalmente epistolar. Comienza así: “Siento mucho saber que aún sigues tan cansado, aunque me parece una pobre excusa para no venir a tomarte aquí un descanso de diez días. Sin embargo, pensándolo bien, me parece que no sabes lo que es estar conmigo, por eso comprendo tu reticencia.” 

CADENA DE FRUSTRACIONES  

La novela de Edith Wharton que más se ha popularizado en los últimos años es La edad de la inocencia, seguramente gracias a la versión cinematográfica que dirigió Martin Scorsese. Esta obra extraordinaria sigue a través de dos años la relación aparentemente secreta entre el joven y distinguido neoyorkino Newland Archer y la condesa Olenska, prima de su esposa y de la que Arche se enamora ferozmente. Al comenzar la historia, Ellen Olenska regresa de Europa a su Nueva York natal después de separarse de su marido, un noble polaco poco recomendable. El poderoso círculo familiar la recibe con cierta simpatía, pero no oculta la reserva que siente por esta joven cuya personalidad y estilo de vida no coinciden con el modelo de mujer de la clase social a la que pertenece.  

La edad de la inocencia es la cristalización más perfecta, más acabada de ese mundo que Edith Wharton conoció de primera mano, en particular durante su niñez y su primera juventud. Con instrumentos muy finos, empleados con suprema inteligencia y sensibilidad, la autora recrea un ambiente, una época, un modo de vida que estaba condenado a desaparecer no muchos años más tarde: el de un elevado círculo social de Nueva York (sólo tenía por encima algunas pocas familias auténticamente aristocráticas), con sus mansiones sobre la Quinta Avenida , sus exclusivos clubes masculinos, sus veladas en la ópera y su ropa encargada en París y Londres, y a la vez provinciano, pacato y lleno de prejuicios.  

Wharton opone el personaje de la condesa Olenska –misteriosa, desconcertante y al mismo tiempo elusiva– al de May Welland, prometida y luego esposa de Newland Archer. May es la imagen de una Diana Cazadora, fresca y vivaz, buena en la equitación y el tiro al arco, pero, como tristemente descubre su marido cuando ya es demasiado tarde, feliz y firmemente sujeta a las normas de la sociedad en la que nació. La autora construye la historia de amor entre Ellen Olenska y Newland Archer como una cadena de frustraciones en la que las esperanzas renovadas no hacen más que demorar el amargo final.  

Es muy interesante la manera en que Wharton construye el personaje de la condesa Olenska. En ningún momento sabemos qué ocurre dentro de ella. Es el procedimiento inductivo –sus acciones y cómo éstas inciden en los otros–, el que pone en juego la autora, lo que revela sus sentimientos, pasiones y escrúpulos. Curiosamente, Wharton, aunque muy consciente del dominio que tenía sobre diversas herramientas narrativas, desconfiaba de su habilidad para construir personajes: “Creo que fue [el pintor John] Sargent quien dijo que cuando un retrato es sometido a la consideración de la familia del modelo el comentario siempre es: ‘hay algo en la boca que no está bien’. Lo mismo ocurre con mis ‘modelos’: aunque son libres de hablar y hasta de comportarse a su gusto, la imagen que de ellos reflejan mis páginas es muchas veces, o eso temo, si no borrosa, confusa. ‘Hay algo en la boca que no está bien’, y los grandes maestros del retrato, Balzac, Tolstoi, Thackeray, Trollope, han olvidado decirnos por qué medios ellos no sólo ‘captaban el parecido’, sino que lo mantenían en toda su realidad de carne y hueso y con todas sus veleidades hasta la última página. ”  

Hacia el final de su carrera la producción de Edith Wharton –cuya obra de ficción está reunida en treinta y dos volúmenes– fue en general considerada como anticuada y como la de una literata de clase alta que se limitó a describir gente de su mismo nivel social. Pero lo cierto es que semejante perspectiva resulta limitada. Las famosas Ethan Frome y Estío y la breve Madame de Treymes son novelas que permiten reconocer hasta qué punto Edith Wharton conocía cabalmente otros mundos. En las dos primeras aparece el de la gente rústica de las regiones más pobres y atrasadas de Massachusetts, un lugar que ella mucho había recorrido.  Poco después de la muerte de la escritora, el crítico Edmund Wilson dijo: “Hagamos justicia a Edith Wharton”, y desde entonces la subestimación dejó paso a una creciente admiración. Tomado de El País Semanal 

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