Oraciones para un México destruido

EL AMOR DE DIOS PARA

UN MUNDO PECADOR

Por Charles G. Finney 

«Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna.» 

El pecado es lo más costoso que hay en el universo. No hay nada cuyo coste se le parezca. El ser perdonado o no ser perdonado, es algo de un costo infinitamente grande. Perdonado: el costo recae principalmente en el gran Substituto que obra la expiación; no perdonado: el costo recae en la cabeza del pecador culpable.

La existencia del pecado es un hecho que se puede observar en todas partes. Hay pecado en nuestra raza y en formas terriblemente graves.

El pecado es la violación de una ley infinitamente importante, la ley designada y adaptada para asegurar el mayor bien posible del universo. La obediencia a esta ley es de modo natural esencial para el bien de las criaturas. Sin obediencia a esta ley no podría haber bienaventuranza ni en el cielo.

Como el pecado es una violación de una ley muy importante, no puede ser tratado con ligereza. No hay gobierno que pueda permitirse tratar una desobediencia como trivial, puesto que todo –él total bienestar del gobierno y de los gobernadores– gira en torno de la obediencia. Es necesario que se guarde la ley y se castigue la desobediencia en proporción al valor de los intereses que se juegan en el caso.

La ley de Dios no puede ser deshonrada por nada de lo que ha salido de sus manos. Ha sido deshonrada por la desobediencia del hombre; por ello es necesario que Dios se haga cargo del caso para recuperar su honor. El mayor deshonor a la ley se hace desobedeciéndola y despreciándola. Todo esto ha hecho el hombre pecador. Por ello, esta ley, siendo no sólo buena, sino intrínsecamente necesaria para la felicidad de los gobernantes, pasa a ser de todas las cosas la más necesaria que el legislador reivindique. No puede por menos que hacerlo.

Por ello, el pecado ha implicado grandes dispendios en el gobierno de Dios. O bien la ley ha de ser ejecutada a expensas del bienestar de la raza entera, o Dios ha de someterse a sufrir los peores resultados de la falta de respeto a su ley, resultados que en alguna forma han de implicar graves dispendios.

Tomemos por ejemplo un gobierno humano. Supongamos que las leyes justas y necesarias que impone un gobierno son pisoteadas, deshonradas. En un caso semejante, la infracción de la ley ha de ser seguida por la ejecución del castigo, o algo equivalente, probablemente más costoso. La transgresión ha de costar felicidad en alguna parte, y en cantidad.

En el caso del gobierno de Dios ha parecido aconsejable proporcionar un sustituto, alguien que haga posible salvar al pecador y al mismo tiempo honrar la ley. La pregunta, dados los datos anteriores es: ¿Cómo hay que costear este dispendio?

 

La Biblia nos informa de la manera en que se dio respuesta. ¿Quién iba a hacer este sacrificio? ¿Iba a ser por conscripción, donación? ¿Iba a ser por una ofrenda voluntaria, subscripción? ¿Quién iba a empezar? ¿Quién iba a dar el primer paso en este vasto proyecto? La Biblia nos dice que el primero fue el Padre Infinito. Él encabezó la donación. Dio a su Hijo Unigénito –para empezar– y habiéndolo dado, añade a esto todo lo necesario requerido por el caso. Primero dio a su Hijo para hacer la expiación requerida por la ley; luego dio y envió a su Santo Espíritu para hacerse cargo de la obra. El Hijo, por su parte, consintió en ser el representante de los pecadores, para que pudiera honrar la ley, sufriendo en lugar de ellos. Derramó su sangre, puso su vida en sufrimiento como oblación gratuita ante el altar –no rehusó las peores humillaciones y afrentas– de nada se retrajo, ni de la peor contumelia que los hombres malvados acumularon sobre Él. Y el Espíritu Santo también se dedica con esfuerzo incesante a cumplir su objetivo.

Hubiera sido un método muy expeditivo el haber enviado a toda la raza pecadora al infierno de una vez. Hizo algo así cuando ciertos ángeles «no guardaron el lugar que les correspondía». Hubo una rebelión en el cielo. Dios no la toleró alrededor de su trono. Pero en el caso del hombre siguió otro curso: no sólo no los envió al infierno, sino que diseñó un vasto plan de medidas, incluyendo algunas tan generosas como el sacrificio propio, para recobrar las almas de los hombres a la obediencia y al cielo. 

¿Para quién fue hecha esta gran donación? «De tal manera amó Dios al mundo», significa la raza humana. Por «mundo» hemos de entender aquí no parte de la raza, sino la raza entera. No sólo la Biblia, sino también la naturaleza del caso, muestra que la expiación debía ser hecha para todo el mundo. Porque, evidentemente, si no hubiera sido hecha para toda la raza, nadie en ella podría saber que había sido hecha para él, y por tanto nadie podría creer en Cristo en el sentido de recibir por fe las bendiciones de la expiación. Si hubiera habido incertidumbres respecto a las personas afectadas en una provisión limitada la donación entera habría fallado por la imposibilidad de fe racional en su recepción. Supongamos que en su testamento un hombre rico hace donación de cierta propiedad a ciertas personas, descritas sólo con el nombre de «los elegidos». No son descritos de otra manera que por este término, y todos están de acuerdo en que aunque el que hizo el testamento pensaba en aquellos individuos definitivamente, sin embargo, no dejó descripción alguna de ellos, ni a las personas, ni a los tribunales, ni a nadie en el mundo. Como es comprensible un testamento así es totalmente nulo. No hay nadie en el mundo que pueda reclamar su testamento, ni aun en el caso que se describiera a estos «elegidos» como, por ejemplo, residentes de Oberlin. Como no se dice que son todos los residentes de Oberlin, y como no se dice cuáles, todo es inútil. Todos tienen en teoría iguales derechos pero ninguno tiene un derecho específico, por lo que ninguno puede heredar. Si la expiación hubiera sido hecha de está manera, no habría hombre alguno que tuviera razón para creer que es uno de los «elegidos» antes de recibir el Evangelio. Por ello, no se sabría quién tiene autoridad para creer y recibir sus bendiciones por fe. De hecho, la expiación ha de ser totalmente nula –en está suposición– a menos que haya una revelación especial hecha a las personas para las cuales se destine.

Tal como es ahora, el mismo hecho que un hombre pertenezca a la raza de Adán –el hecho que sea humano, nacido de mujer, es suficiente, en absoluto–. Le coloca debajo el palio. Es uno en el mundo por quien Dios dio a su Hijo, para que todo aquel que crea en Él no se pierda, mas tenga vida eterna.

El motivo subjetivo en la mente de Dios para este gran don es el amor, el amor al mundo. Dios amó al mundo de tal manera que dio a su Hijo para que muriera por Él. Dios amó a todo el universo también, pero el don de su Hijo procedió de su amor por nuestro mundo. Es verdad que en este gran acto procuró proveer para los intereses del universo. Tuvo cuidado en no hacer nada que pudiera en lo más mínimo invalidar la santidad de su ley. Del modo más cuidadoso procuró evitar cualquier error respecto a la consideración a su ley y los elevados intereses de la obediencia y felicidad de su universo moral. Quiso evitar para siempre el peligro de que algún ser moral, nunca, se sintiera tentado a despreciar la ley moral.

Pero además, no fue sólo por amor alas almas, sino por respeto al espíritu de la ley de su razón eterna que dio a su Hijo para morir. En esto se originó el propósito de entregar a su Hijo. La ley, por sí misma, ha de ser honrada y considerada santa. No puede hacerse nada incompatible con su espíritu. Ha de hacer todo lo posible para prevenir que se cometa pecado y asegurar la confianza y amor de sus súbditos. Tan sagrados consideró estos grandes objetivos que consintió en que su Hijo derramara su sangre, antes que arriesgar el bien del universo. No cabe la menor duda que fue el amor y consideración por el mayor bien del universo lo que le hizo sacrificar a su querido Hijo.

Consideremos con atención la naturaleza de este amor. El texto hace un énfasis especial en esto: que Dios amó de tal manera, su amor fue de tal naturaleza, tan maravilloso y tan peculiar en su carácter, que le condujo a dar a su propio Hijo para morir. Se implica más, evidentemente, en esta expresión que, simplemente, su grandeza. Este amor es peculiar, en especial, en su carácter. A menos que entendamos esto, correremos el peligro de caer en el extraño error de los universalistas, que no cesan de hablar del amor de Dios a los pecadores, pero cuyas nociones de la naturaleza de este amor nunca conducen al arrepentimiento o a la santidad. Parece que piensan que este amor es un simple bien natural, y conciben a Dios como un ser de buen natural, a quien nadie tiene que temer. Estas nociones no tienen la menor influencia hacia la santidad, sino al contrario. Sólo cuando entendemos lo que es el amor en su naturaleza sentimos su poder moral de fomentar la santidad.

Se puede preguntar, si Dios amó al mundo con un amor caracterizado por la grandeza, y sólo por la grandeza, ¿por qué no salvó a todo el mundo sin el sacrificio de su Hijo? Esta pregunta basta para mostrarnos que hay un significado profundo en la palabra «de tal manera», y esto debería ponernos al aviso en un estudio de su significado.

1. Este amor en su naturaleza no es complacencia; un deleite en el carácter de la raza. Esto no podía ser, porque no había nada bueno en su carácter. El que Dios hubiera amado a la raza con complacencia habría sido infinitamente degradante para Él.

2. No era una mera emoción o sentimiento. No era un impulso ciego, aunque algunos parece que lo suponen así. Parece que a menudo se supone que Dios actuó como hacen los hombres, llevado por una emoción fuerte. Pero no podía haber virtud en esto. Un hombre puede darlo todo en un impulso ciego de sentimiento, y no es más virtuoso por ello. Pero al decir esto no excluimos toda emoción del amor de benevolencia, ni del amor por parte de Dios a un mundo perdido. Él sentía emoción, pero no sólo emoción. Verdaderamente, la Biblia nos enseña en todas partes que el amor de Dios para el hombre perdido en sus pecados era paternal –el amor de un padre por sus hijos, en este caso, para un hijo pródigo, rebelde, díscolo. En este amor ha de haber mezclada, naturalmente, una profunda compasión.

3. Por parte de Cristo, considerado como Mediador, este amor era fraternal. «No se avergonzó de llamarlos hermanos.» Desde un punto de vista actuó por los hermanos y desde otro por los hijos. El padre lo dio para esta obra y naturalmente simpatiza con el amor apropiado a sus relaciones.

4. Este amor ha de ser totalmente desinteresado, porque Él no tenía nada que esperar o temer, ni ningún provecho a obtener como resultado de salvar a sus hijos. En realidad, es imposible concebir a Dios como egoísta, puesto que su amor abraza a todas las criaturas y todos los intereses según su valor mal. No hay duda que se deleitó salvando a la raza. ¿Por qué no había de ser así? Es una gran salvación en todos los sentidos y aumenta en gran manera la bienaventuranza del cielo, en gran manera afecta la gloria y bienaventuranza del Dios Infinito. Eternamente se respetará a sí mismo por este amor desinteresado. Él sabe que todas sus santas criaturas le respetarán eternamente por su obra y por el amor que hizo que tuviera lugar. Pero hemos de decir también, Él sabía que no le respetarían por su gran obra a menos que vieran que la había hecho por el bien de los pecadores.

5. Este amor era celoso, no el estado frío de la mente que algunos suponen, no en abstracto sino un amor profundo, celoso, ferviente, ardiente en su alma como un fuego que no se apaga.

6. El sacrificio fue de suprema abnegación. ¿No le costó al Padre el entregar a su propio Hijo para sufrir y morir una muerte así? Si esto no es abnegación, ¿cómo vamos a llamarlo? Dar así a su Hijo, con tanto sufrimiento, no es la forma más elevada de abnegación? El universo nunca podía tener idea de una abnegación así, si no la viera.  

7. Este amor era particular porque era universal; y también era universal porque era particular. Dios amó a cada pecador en particular, y por ello los amó a todos. Porque los amó a todos imparcialmente, sin acepción de personas, los amó a cada uno en particular.

8. Fue un amor muy paciente. Cuán raro es encontrar a un padre que ame a su hijo tanto que nunca esté impaciente con él. Dejadme inquirir, los que sois padres, y decidme si nunca habéis sentido impaciencia respecto a vuestros hijos, hasta el punto que a pesar de sus provocaciones habéis podido abrazarlos y amarlos, hasta que se arrepienten por amor? O ¿cuál de vosotros hijos podéis decir: mi padre nunca se impacientó conmigo? Con frecuencia oímos a los padres decir: amo a mis hijos, pero se me acaba la paciencia a veces.

Pero Dios nunca se impacienta. Su amor es profundo y tan grande que es siempre paciente.

Generalmente, cuando los padres tienen hijos inválidos, éstos son objeto de especial compasión, y los padres pueden tener una paciencia infinita con ellos; pero cuando los hijos son malos, parece que ofrecen una buena excusa para que los padres sean impacientes. En el caso de Dios somos hijos no inválidos, sino malos, con una inteligencia corrompida. Pero ¡oh, asombrosa paciencia, tan deseosa de nuestro bien, de nuestro máximo bienestar, que aunque nos portemos mal con Él, Él siempre está dispuesto a bendecirnos y derretir nuestra rebeldía en penitencia y amor, por medio de la muerte de su Hijo en nuestro lugar!

9. Hay un amor celoso, no en el mal sentido, sino en el buen sentido; en el sentido de ser en extremo cuidadoso para que nada ocurra que dañe a aquel a quien ama. Como el marido y la esposa que se aman sienten celos respecto al bienestar mutuo, procurando fomentarlo en todas las formas posibles.

Esta dádiva es hecha realmente, no ya prometida. La promesa ha sido cumplida. El Hijo ha venido, ha muerto y ha pagado el rescate, una salvación preparada para todos los que la aceptan.

El Hijo de Dios murió, no como algunos entienden, para satisfacer una venganza, sino para cumplir las exigencias de la ley. La ley había sido deshonrada porque había sido infringida. Por ello Cristo se hizo cargo de honrarla para cumplir sus exigencias, muriendo una muerte expiatoria. No había que apaciguar el espíritu vindicativo de Dios, sino asegurar el máximo bien posible en el universo en una dispensación de misericordia.

Habiendo sido hecha la expiación, todos los miembros de la raza tienen derecho a la misma. Está abierta a todos los que quieran abrazarla. Aunque Jesús permanece siendo el Hijo del Padre, con todo, por derecho, pertenece en un importante sentido a toda la raza, a todos; de modo que todo pecador tiene un interés en su sangre si quiere humildemente reclamarla. Dios envió a su Hijo para ser Salvador del mundo, para que todo aquel que quiera creer, acepte esta gran salvación.

Dios da su Espíritu para que aplique esta salvación a los hombres. Éste viene a la puerta de cada uno y llama, para ser admitido si puede y mostrar a cada pecador que puede tener salvación ahora. ¡Oh, qué labor de amor es ésta!

Esta salvación debe ser recibida, si lo es, por la fe. Este es el único medio posible. El gobierno de Dios sobre los pecadores es moral, no físico, porque el pecador es un ser moral, no físico en este aspecto. Por tanto, Dios puede influir en nosotros sólo si le damos nuestra confianza. Nunca puede salvarnos meramente llevándonos a un lugar llamado cielo, puesto que un cambio de lugar no significa un cambio voluntario del corazón. No puede haber, pues, otro camino para ser salvo que la simple fe.

Ahora bien, no hay que confundirse y suponer que abrazar el Evangelio es simplemente creer los hechos históricos sin recibir verdaderamente a Cristo como Salvador. Si éste hubiera sido el plan, Cristo no habría tenido que hacer nada más que bajar al mundo y morir, y luego regresar al cielo y esperar para ver quién iba a creer los hechos. ¡Pero es muy diferente de esto! Ahora Cristo viene a llenar el alma con su vida y su amor. Los pecadores penitentes oyen y creen la verdad respecto a Jesús y luego reciben a Cristo en su alma, para vivir y reinar en ella de modo supremo y para siempre. Sobre este punto hay muchos que se equivocan diciendo: «Sí creo en estos hechos como históricos, basta.» ¡No, no! Esto no es así, de ninguna manera. «Con el corazón se cree para justicia.» La expiación fue realizada para proveer el camino en que Jesús descendiera al corazón de los hombres y los atrajera en unión y afinidad con Él, para que Dios pudiera abrazar con su amor a los pecadores, para que la ley y el gobierno divinos no fueran deshonrados con tales muestras de amistad mostradas por Dios a los pecadores. Pero la expiación de ninguna manera salva a los pecadores, excepto en el sentido de que les prepara el camino para entrar en comunión y afinidad de corazón con Dios.

Ahora, Jesús viene a la puerta de cada pecador y llama. ¡Atención! ¿Por qué llama? Porque, no fue al cielo y se quedó allí para que los hombres creyeran en los hechos históricos y fueran bautizados, como algunos suponen, para salvación. En cambio, ved cómo desciende, y le dice al pecador lo que ha hecho, le revela su amor, le dice lo santo y sagrado que es, tan sagrado que Él no puede obrar en modo alguno sin referencia a la santidad de su ley y la pureza de su gobierno. Así, imprimiendo en el corazón las más profundas y amplias ideas de su santidad y pureza, hace énfasis en la necesidad de un profundo arrepentimiento y el sagrado deber de renunciar al pecado.

CONCLUSIÓN

1. La Biblia enseña que los pecadores pueden perder su derecho al nuevo nacimiento y situarse más allá del alcance de la misericordia. No hace mucho que hice notar la necesidad de guardarse en contra de los abusos de su amor. Las circunstancias son tales que crean el mayor peligro de este abuso y, por tanto, Él ha de hacer saber a los pecadores que no pueden abusar de su amor, y si lo hacen, no lo harán con impunidad.

2. Bajo el Evangelio, los pecadores están en circunstancias de la mayor responsabilidad posible. Están en el mayor peligro de pisotear al mismo Hijo de Dios. «Venid –dijeron– matémosle y la heredad será nuestra.» Cuando Dios envió al final, a su propio Hijo, ¿qué hicieron? Añadieron a todos sus pecados y rebeliones anteriores el mayor insulto posible a su glorioso Hijo. Supongamos que ocurriera algo análogo bajo un gobierno humano. Ocurre una rebelión en una de las provincias. El rey envía a su propio hijo, sin un ejército, para apaciguar la rebelión, con mansedumbre y paciencia tratando de explicarles las leyes del reino y exhortarles a la obediencia. ¿Qué hacen en este caso? ¡De común acuerdo se apoderan de él y le dan muerte!

Pero tú niegas la aplicación de esto y preguntas: ¿Quién mató al Hijo de Dios? ¿No fueron los judíos? ¡Ay!, y ¿no habéis tenido todos vosotros pecadores, parte en su muerte? ¿No muestra el modo que tratáis a Jesucristo que estáis en plena simpatía con los antiguos judíos que le dieron muerte al Hijo de Dios? Si hubieras estado allí hubieras gritado más fuerte que ellos: «¡Fuera, crucifícale!» ¿No has dicho siempre: ¡Apártate de nosotros, porque no deseamos conocer tus caminos!?

3. Se dijo de Cristo, que siendo rico se hizo pobre para que con su pobreza pudiéramos ser nosotros enriquecidos. Cuán verdadero es esto. Nuestra redención le costó a Cristo su vida; era rico, pero se hizo pobre; nos halló infinitamente pobres, pero nos hizo ricos con todas las riquezas del cielo. Pero de estas riquezas nadie puede participar si no las ha aceptado de forma legítima. Tienen que ser recibidas en los términos propensos, o la oferta pasa de largo, y el que no las acepta se queda más pobre que si no se le hubieran puesto al alcance de estos tesoros.

Hay muchas personas que parece que comprenden mal todo este punto. Parece que no creen lo que Dios dice, sino que continúan repitiendo: ¿Sí, sí. Si tan sólo hubiera salvación para mí, si se hubiera provisto expiación para el perdón de mis pecados. Este fue una de las últimas cosas que quedó clara en mi mente antes de entregarme totalmente a la confianza de Dios. Había estado estudiando la expiación; veía sus aspectos teológicos, veía lo que exige del pecador, pero me irritaba y decía, si me hiciera cristiano, ¿cómo podría saber que Dios me ha recibido? Bajo esta irritación dije cosas estúpidas y amargas contra Cristo, hasta que mi propia alma estaba horrorizada de mi maldad, y dije: compensaré de todo esto a Cristo si me es posible.»

En esta forma muchos avanzan bajo el ánimo que les da el Evangelio, como si fuera sólo una aventura, un experimento. Dan un paso adelante cuidadosamente, con temor y temblor, como si fuera en extremo dudoso si hay misericordia para ellos. Lo mismo me pasaba a mí. Estaba de camino a la oficina cuando la pregunta me venía a la cabeza: ¿Qué estás esperando? No tienes por qué levantar tanta polvareda. Todo está provisto. Sólo tienes que consentir en la proposición, entregar tu corazón al instante, esto es todo. Y esto es todo. Todos los cristianos y los pecadores deberían entender que todo el plan está completo, que todo el Cristo: su carácter, su obra, su muerte expiatoria, y su incesante intercesión pertenecen a cada uno de los hombres y sólo precisa aceptarlo. Hay un océano lleno. Aquí está. Puedes aceptarlo o no. Está allí, como si estuvieras a la orilla de un océano de agua pura y cristalina y estuvieras muerto de sed; puedes beber, y no tienen por qué temer que vas a agotar este océano, y los otros se van a quedar sin agua. Se te invita a beber, bebe en abundancia. Este océano suple a todas tus necesidades. No tienes por qué tener en ti los atributos de Jesucristo, porque estos atributos pasan a ser prácticamente tuyos para todo uso posible. Como dice la Escritura: Él ha sido hecho por parte de Dios para nosotros sabiduría, justificación, santificación y redención. ¿Qué más necesitas, sabiduría? Aquí la tienes, ¿Justificación? Aquí está. ¿Santificación? Está disponible. Todo está en Cristo. ¿Puedes pensar en algo más que necesitas para tu pureza moral, o para tu utilidad que no está en Cristo? Nada. Todo está provisto aquí. Por tanto, no tienes por qué decir, iré y oraré, y probaré. No hay que probar nada. No hay «quizás» con Cristo. Las puertas están abiertas. Son como las puertas del Tabernáculo de Broadway, en Nueva York, que se abren y se quedan abiertas, para que no puedan cerrarse sobre las muchedumbres que pasan por ellas. Cuando las construyeron, fui a los obreros y les dije que tenían que permanecer abiertas y fijas, y así las construyeron.

Así la puerta de salvación está siempre abierta, y nadie puede cerrarla. Ni el mismo diablo ni sus ángeles. Allí está, abierta de par en par, para todo pecador de nuestra raza que quiera entrar por ella.

De nuevo, repito, el pecado es lo más costoso que hay en el universo. ¿Te das cuenta, pecador, de cuál es el precio que ha sido pagado para que pudieras ser redimido y hecho heredero de Dios y del cielo? ¡Oh, qué costoso ha resultado el que nos permitiéramos pecar!

¡Qué coste tan enorme ha resultado ser el de lo que ha tenido que ser puesto en movimiento para salvar a los pecadores. El Hijo de Dios ha tenido que ser enviado a la tierra. Ha habido que enviar los ángeles y los espíritus ministradores a los misioneros, ha precisado la labor cristiana, la oración y el llanto y la ansiosa solicitud: todo para buscar y salvar a los perdidos. ¿Qué maravillosa contribución ha sido impuesta a la benevolencia del universo para eliminar el pecado y salvar al pecador? ¡Qué vergüenza para los pecadores el aferrarse a este pecado, a pesar de los esfuerzos hechos para salvarlos, y que, en vez de avergonzarse de su pecado, se desentiendan y digan:

«¡Qué importa! Que hagan Io que quiera los misioneros y las mujeres piadosas para mantener todo esto en marcha. Yo quiero mis placeres y eso es lo que busco»! 

Los pecadores pueden muy bien permitirse el hacer sacrificios para poder salvar a sus prójimos que aún son pecadores. Pablo lo hacía en favor de sus prójimos. Él vio que había hecho su parte para hacerlos pecadores, y ahora le correspondía hacer su parte para convertirlos y hacer que se volvieran a Dios. Pero ahora, este joven cree que no se puede permitir ser un ministro, porque teme que no habrá fondos para sostenerle. ¿No debe nada a la gracia que ha salvado su alma del infierno? ¿No tiene que hacer ningún sacrificio, habiendo hecho Jesús tantos por él?; y otros cristianos también, ¿no ha orado y sufrido y trabajado para la salvación de su alma? En cuanto al peligro de carecer de pan en la obra del Señor, ¡que confíe en su Gran Maestro! Y con todo he de decir que las iglesias pueden ser culpables de no sostener debidamente a sus pastores. Dios les dejará morir a ellos de hambre si ellos no dan pan a sus ministros. Sus almas y las almas de sus hijos padecerán hambre, si ellos con avaricia no entregan lo que Dios ha provisto para los que les dan el pan de vida.

¡Cuánto cuesta librar a nuestra sociedad de ciertas formas de pecado que aún persisten para nuestra vergüenza como por ejemplo, la esclavitud. Cuánto se ha gastado ya, y cuánto más queda por gastar hasta que esta plaga y maldición y pecado sea extirpada de nuestro país! Ésta es una parte de la gran empresa de Dios, y Él va a empujarla hasta que quede terminada. No obstante, ¡cuán grande es el coste! ¡Cuántas vidas y cuánta agonía el librarlos de este pecado!

¡Ay de aquellos que se hacen ricos con los pecados de los hombres! ¡Pensemos en los que venden ron, tentando a los hombres mientras Dios trata de disuadir a los hombres de que entren en los caminos del pecado y de la muerte! ¡Pensemos en la culpa de todos los que se alistan contra Dios! Cristo tendrá que habérselas con ellos, porque hacen una obra contraria a la suya.

Nuestro tema ilustra la naturaleza del pecado como mero egoísmo. No importa cuánto le cuesta el pecado a Jesucristo, cuánto le cuesta a la iglesia, cuánto les cuesta a todos los que se esfuerzan por extirparlo; el pecador quiere permitírselo todo y lo hará en tanto que pueda. ¿Cuántos entre vosotros habéis costado lágrimas a vuestros amigos que tratan de sacaros de los caminos del pecado. ¿No os avergüenza el que haya sido necesario hacer tanto en favor vuestro, y aún no os decidáis a renunciar a vuestros pecados y entregaros a Dios y a la santidad?

Todo el esfuerzo por parte de Dios y del hombre es sufrimiento y abnegación. Empezando con el sacrificio de su amado Hijo, todo es llevado a cabo con enormes sacrificios y labor. Pensad sólo en el tiempo, en el dolor que costáis.

Y ésta es la labor, gozo y abnegación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en su gran obra para la salvación humana. Lo que le apena es el que tantos rehúsen ser salvados. No hay nada que dentro de límites razonables no estén dispuestos a realizar para cumplir su gran obra. Es asombroso pensar en la forma en que toda la creación simpatiza, también, en está obra y en sus necesarios sufrimientos. Volvamos a la escena de los sufrimientos de Cristo. ¿Podría el sol en los cielos permanecer sin conmoverse ante una escena semejante? No podía contemplarlo, porque puso un velo sobre su paz. La naturaleza entera se vistió de luto.

El tema nos ilustra por necesidad el valor del alma. ¿Habría hecho todo esto Dios si tuviera en poca estima a los pecadores, como ellos generalmente se consideran?

Los mártires y santos no se niegan a los sufrimientos, llenando con ellos lo que falta a los sufrimientos de Cristo; no en la expiación en sí, sino en las partes subordinadas del trabajo que hay que hacer. El amor a la abnegación es parte de la naturaleza de la verdadera religión.

Los resultados justificarán plenamente este dispendio. Dios contó el costo bien antes de empezar. Mucho antes de formar un universo moral sabía perfectamente lo que iba a costar redimir a los pecadores, y sabía que el resultado justificaría ampliamente el costo. Sabía la maravillosa misericordia que se efectuaría; y lo grande del sufrimiento que se exigiría a Cristo; y que los resultados de ello serían infinitamente gloriosos. Miro al futuro, a las edades venideras, y contemplo el gozo de los redimidos, en el gozo de una bienaventuranza eterna; ¿no le bastaba esto a su corazón de infinito amor para gozarse? Y ¿qué diremos de ti, cristiano? ¿Vas a decir que te da vergüenza de pedir que se te perdone? ¿Vas a decir que no puedes recibir tanta misericordia? Dirás que: «Es un precio de sangre, y ¿cómo puedo aceptarlo?», o bien «¿Cómo puedo costar tanto a Cristo?»

Tienes razón al decir que le has costado mucho, todo el dolor que ha sufrido, pero no tiene que sufrirlo otra vez, y no le costará más por el hecho de que tú aceptes; además, Jesucristo no sufrió más de lo que era estrictamente necesario para hacer la redención.

Y cuando en el futuro le veas cara a cara, ¿no vas a adorarle por la sabiduría de su plan y el infinito amor que le trajo a este mundo? ¿Y qué dirías de la asombrosa condescendencia que le trajo para rescatarte? ¿No has vertido tu alma, oh cristiano, ante tu Señor en agradecimiento por lo que le has costado?

Di alma, ¿vas a vender los derechos de tu primogenitura? ¿Cómo puedes vender tu propia alma? ¿Cómo puedes vender a Cristo? Judas lo hizo por treinta piezas de plata; y desde entonces los cielos han estado llorando gotas de sangre sobre nuestro mundo culpable. ¿Qué precio requerirías del diablo para venderle tu alma? Lorenzo Dow se encontró una vez con un hombre, mientras estaba cabalgando en un camino solitario para cumplir un encargo. Al pasar por su lado le dijo: «Amigo ¿ha orado usted alguna vez?» «No. ¿Cuánto dinero va a pedirme por no orar en absoluto a partir de ahora?» «Un dólar –le contestó el otro–.» Dow le dio el dinero y siguió cabalgando. El hombre se puso el dinero en el bolsillo y siguió cabalgando. Pero al poco empezó a pensar. Cuanto más pensaba en el trato que había hecho peor se sentía. «¡Acabo de vender mi alma por un dólar! Este hombre tiene que haber sido el diablo. Nadie me habría tentado de esta manera. ¡Tengo que arrepentirme con toda mi alma o ser condenado para siempre!»

¡Cuán a menudo has entrado en tratos para vender a tu Salvador por menos de treinta piezas de plata! ¡Por una insignificancia!

Finalmente, Dios quiere voluntarios para que ayuden en su gran obra.

Dios se ha dado a sí mismo, ha dado a su Hijo, y ha enviado su Espíritu; pero se necesitan obreros; y ¿qué vas a dar tú?

Pablo dijo que llevaba en su cuerpo las marcas del Señor Jesús.

¿Aspiras tú a tal honor?

¿Qué harás tú por Él, qué vas a sufrir? ¿Vas a decir: «No, no tengo nada para dar»?

Puedes darte a ti mismo, tus ojos, tus oídos, tus manos, tu mente, tu corazón, todo; y sin duda nada de lo que tienes es demasiado para que no lo entregues a Él en esta llamada.

¿Cuántos jóvenes están dispuestos a ir, cuyos corazones están saltando dentro del pecho gritando: «¡Heme aquí! ¡Envíame a mí!»

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