México cerró el 2009 con un saldo de más de siete mil muertes relacionadas con la violencia del crimen organizado, según reportó en su momento el diario El Universal.
En los primeros 34 días del 2010 se alcanzó la cifra de mil muertos debido a la violencia; todo un triste récord, ya que en el 2009 se necesitaron 51 días para alcanzar esa cifra. El mismo periódico señaló que desde diciembre de 2006 a la fecha se contabilizan más de 15 mil decesos de forma violenta.
En los últimos años, en prácticamente todo el país, se han venido sucediendo hechos violentos que llevan de asombro en asombro, dada su crueldad y exhibición de poder. Las granadas lanzadas en Morelia en 2008 a la multitud que celebraba en la plaza central de esta ciudad el inicio de la Independencia y la matanza de un grupo de jóvenes que se encontraba en una fiesta en Ciudad Juárez, parecen ser el colmo de la situación.
Este clima de violencia ha llevado a que México sea considerado como uno de países con mayor índice de criminalidad en el planeta, tan sólo detrás de Irak.
Al hablar de violencia y criminalidad en el país surge de inmediato la relación con el narcotráfico y las sangrientas pugnas entre carteles por el control de los territorios; sin embargo no se pueden soslayar otras actividades criminales igualmente dañinas: el secuestro, la trata de personas, el lavado de dinero, el tráfico de armas, las ejecuciones intimidatorias, entre un largo etcétera.
Violencia estructural
En la exhortación pastoral Que en Cristo, nuestra paz, México tenga vida digna, dada a conocer en febrero de este año, los obispos mexicanos señalan que “no se trata de hechos aislados o infrecuentes, sino de una situación que se ha vuelto habitual, estructural, que tiene distintas manifestaciones y en la que participan diversos agentes”.
Los obispos denuncian el incremento de violencia causada por organizaciones criminales, “distinta de la violencia intrafamiliar y de la que es causada por la delincuencia común”; pero también ponen el dedo en otras situaciones que igualmente vulneran la vida y su dignidad de los mexicanos: la violencia contra las mujeres, contra los niños, la discriminación hacia los indígenas, el maltrato a los migrantes, el aborto, la homofobia…
Estas situaciones repercuten “negativamente en la vida de las personas, de las familias, de las comunidades y de la sociedad entera; afecta la economía, altera la paz pública y siembra desconfianza en las relaciones” sociales. No es casualidad que, según un estudio de la Universidad Autónoma de México (UAM), sólo el 19% de los mexicanos se sienta seguro en el país.
El recuento que hacen los pastores diocesanos no hace sino constatar una vez más “que algo está mal y no funciona en nuestra convivencia social y que es necesario exigir y adoptar medidas realmente eficientes para revertir dicha situación”.
Violencia como cultura
Los obispos señalan que “la violencia puede llegar a transformarse en una forma de sociabilidad” y que “cuando esto sucede, se afirma el poder como norma social de control en los grupos sociales” lo que da lugar a modos de relación que se definen por afanes competitivos: “por el desafío de vencer a quienes son considerados como adversarios o por el placer de causar dolor físico, miedo y terror”.
Además subrayan que “el comportamiento violento no es innato, se adquiere, se aprende y se desarrolla; en ello influye el contexto cultural en que crecen las personas”. Y enlistan algunos factores culturales que legitiman o inducen prácticas violentas: “la crisis de valores éticos, el predominio del hedonismo, del individualismo y competencia, la pérdida de respeto de los símbolos de autoridad, la desvalorarización de las instituciones –educativas, religiosas, políticas, judiciales y policiales-, actitudes discriminatorias y machistas”, entre otras.
Factores de la violencia
En su reflexión, los obispos lamentan que están situaciones de violencia, cuando aún eran incipientes en el país, no hayan sido combatidas de manera oportuna y que se hayan dejado crecer: “Si en su momento, la omisión, la indiferencia, el disimulo o la colaboración de instancias públicas y de la sociedad no fue justa y toleró o propició los gérmenes de lo que hoy son las bandas criminales, tampoco es justo ahora exculparse, buscando responsables en el pasado y evadir la responsabilidad social y pública actual, para erradicar este mal social”.
Para los prelados las raíces de este complejo fenómeno deben buscarse en diversos ámbitos, como el económico: “la desigualdad, la exclusión social, la pobreza, el desempleo, los bajos salarios, la discriminación, la migración forzada y los niveles inhumanos de vida, exponen a la violencia a muchas personas: por la irritación social que implican; por hacerlas vulnerables ante las propuestas de actividades ilícitas y porque favorecen, en quienes tienen dinero, la corrupción y el abuso de poder”.
Otra de las causas de la violencia estructural, señalan los obispos, es “el disimulo y tolerancia con el delito por parte de algunas autoridades responsables de la procuración, impartición y ejecución de la justicia. Esto tiene como efecto la impunidad, las deficiencias en la administración de justicia” ya sea por incapacidad, irresponsabilidad o corrupción.
También señalan como causa profunda la “emergencia educativa” que no tiene que ver solamente con la insuficiencia de recursos y de instalaciones para ofrecer una educación de calidad, sino “con el fracaso del esfuerzo por formar personas sólidas, capaces de colaborar con los demás, y de dar un sentido a la propia vida”
Urge intervenir
Los obispos focalizan tres factores de riesgo sobre los que es urgente intervenir: “Vivimos una crisis de legalidad […] no hemos sabido dar su importancia a las leyes en el ordenamiento de la convivencia social. Se ha extendido la actitud de considerar la ley no como norma para cumplirse sino para negociarse. Se exige el respeto de los propios derechos, pero su ignoran los propios deberes y los derechos de los demás […] El signo más elocuente de esto es la corrupción generalizada que se vive en todos los ámbitos”.
Hablan también que “se ha debilitado el tejido social, se han relajado las normas sociales, así como las reglas no escritas de la convivencia que existen en la conciencia de cualquier colectividad bajo formas de control social que corrigen las conductas desviadas y mantienen a la sociedad unida y debidamente cohesionada”.
“Vivimos una crisis de moralidad. Cuando se debilita o relativiza la experiencia religiosa de un pueblo, se debilita su cultura y entran en crisis las instituciones de la sociedad con sus consecuencias en la fundamentación, vivencia y educación en los valores morales”.
Compromiso por la paz
Para los obispos es claro que la violencia que padece nuestro país se ha convertido en un asunto de “salud pública”, y que desde ese enfoque debe abordarse. Esto implica “la cooperación de todos los sectores públicos y sociales para abordar el problema de la violencia mediante la acción colectiva, con estrategias diversas adoptadas por todos, cada quien, según el ámbito de la propia competencia: “Las autoridades, con los recursos propios que le proporciona el Estado de Derecho […]; la sociedad civil, asumiendo responsablemente la tarea de una ciudadanía activa, que sea sujeto de la vida social; los creyentes, actuando en fidelidad a nuestra conciencia, en la que escuchamos la voz de Dios, que espera que respondamos al don de su amor, con nuestro compromiso en la construcción de la paz, para la vida digna del pueblo de México”.
Por Gilberto Hernández García