Es tiempo de construir la paz en México

 Construir la paz en México

México es el segundo país con mayor número de católicos en el mundo: 88 de cada 100 habitantes del país profesa esta fe. Más aún: los creyentes (católicos, cristianos de otras denominaciones y de otras religiones) alcanzan el 96% de la población del país.

La huella que ha dejado el cristianismo, particularmente la religión católica, a lo largo de casi cinco siglos, se palpa en la cultura, en las costumbres, en el arte, en la arquitectura, en la manera de comprender el mundo, en el “alma de la colectividad”; se quiera o no, en gran medida, la vida de los muchos pueblos de México gira en torno a la religión y sus símbolos.

El reverso de la moneda

Pero esta moneda de la realidad tiene un reverso que inquieta: hoy por hoy México ocupa algunos –nada honrosos– primeros lugares a nivel mundial en rubros como la corrupción y el soborno, secuestros, agresiones y robo con violencia perpetrados con arma de fuego; además está entre los primeros lugares en delitos no denunciados y no registrados oficialmente. Por si fuera poco, Ciudad Juárez es considerada “la ciudad más violenta del mundo”.

Estos hechos parecen dar razón a los que afirman: “que una sociedad sea eminentemente religiosa o creyente en Dios no la hace ni más moral ni más civilizada, ni más ética, ni más justa, ni más igualitaria, ni más respetuosa del orden público”.

Así se expresaba un analista en un periódico de circulación nacional hace unos meses: “Nuestro país, tan religioso y tan guadalupano, no es la excepción: las cárceles están llenas de criminales, eso sí, muy religiosos y muy creyentes. Y sus creencias no les han impedido cometer asesinatos, violaciones, robos, secuestros, etcétera”.

Ante esta realidad evidente, muchos se preguntan: ¿Cómo es posible que en un pueblo, así de religioso, tengan presencia esos antivalores?

Superficialidad

La Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) ha señalado en la exhortación pastoral Que en Cristo, nuestra paz, México tenga vida digna, que en la población católica se percibe “una creciente manifestación de superficialidad en su experiencia de fe”, cuando no “una pérdida del sentido de Dios”, de la cual “el ambiente de violencia e inseguridad en que vivimos” es su más claro signo.

En nuestro país, cuando la Iglesia habla del escándalo de la pobreza, de injusticia, de la violencia o de leyes que menoscaban la dignidad del ser humano, y presenta estos temas como una urgencia moral y política de la sociedad, algunos sectores de poder que ejercen influencia en la población cuestionan airadamente si le corresponde a la Iglesia hablar de ello.

Para muchos, la Iglesia, y por ende cada cristiano, tendría que dedicarse sólo a una “tarea espiritual”, entendiéndola en un sentido restringido o espiritualista, y a lo sumo realizar alguna tarea asistencial, desvinculada del compromiso con la justicia.

En repetidas ocasiones el episcopado ha dicho que estos planteamientos desconocen la dimensión de la fe en un Dios que es Padre y Creador de todos los hombres y de todo el hombre, y que esta fe cristiana se apoya en el testimonio y en la palabra de Jesucristo, que nos ha revelado la grandeza de la vida del hombre y que es garantía de su dignidad, y que nos debe impeler a trabajar por la construcción de un mundo más justo, fraterno, solidario y en paz.

En el corazón de cada hombre

Así las cosas, la pérdida de sentido de Dios, el divorcio entre fe y vida, ha llevado a mucha gente “al desprecio de la vida del hombre”, y favorece “un ambiente que influye negativamente en la formación de la conciencia y de los valores, donde encontramos modelos de realización equivocados, metas y aspiraciones intrascendentes, fruto de una cultura consumista, marcada por el materialismo imperante a nivel global”, acusan los obispos mexicanos.

Pero los pastores son claros al señalar que más allá del entorno que puede explicar o matizar las causas de la violencia como la pobreza, la ignorancia, la degradación del ambiente, la falta de educación o de oportunidades –situaciones que son reales y tienen su importancia–, “la raíz fundamental de todo está en la orientación del corazón de cada ser humano que tiene en sí mismo la grandeza de la libertad y por ello el riesgo del error; la capacidad de decidir y por tanto la responsabilidad de sus decisiones”.

Conversión como camino

“¿Qué significa ser cristiano en estas circunstancias? ¿Cómo vencer la sensación de impotencia que muchos compartimos y al mismo tiempo ofrecer a este grave problema una solución que se aparte de la sinrazón de la violencia?” reflexionan los obispos en la exhortación pastoral. “Estamos ante un problema que no se solucionará sólo con la aplicación de la justicia y el derecho, sino fundamentalmente con la conversión. La represión controla o inhibe temporalmente la violencia, pero nunca la supera”, señalan.

Para los pastores católicos, el camino de superación de esta y toda situación de violencia y crisis pasa por el retorno al querer de Dios, por el “encuentro vivo y persuasivo con Jesucristo”; por eso exhortan a los fieles a “no ceder ante la tentación del mal”; y sí, en cambio, a apropiarse la praxis de Jesús, que “rechazó la violencia como forma de sociabilidad”.

Él –señalan–, “para romper la espiral de la violencia, recomienda poner la otra mejilla, perdonar siempre y amar a los enemigos”: esta debería ser la consigna para los creyentes y toda persona de buena voluntad; sin embargo, son consientes que esta paradoja resulta “incomprensible para quienes no conocen a Dios o no lo aceptan en sus vidas”.

Y abundan: “el amor a los enemigos hace al ser humano semejante a Dios y en este sentido, lo eleva, no lo rebaja. Así, el discípulo se incorpora en la corriente perfecta del amor divino para salir de sí mismo y construir una humanidad solidaria y fraterna. El discípulo de Jesús debe amar gratuitamente y sin interés, como ama Dios, con un amor por encima de todo cálculo y reciprocidad, por eso el verdadero discípulo de Jesús no puede decir ya lo intente varias veces, ya me canse y no puedo”.

Vida pública

La CEM tiene claro que, aunque hay en el país hay un franco intento de desterrar la religión de la escena pública y confinarla a los templos y a la conciencia de cada fiel, “es necesaria una incidencia significativa de los cristianos en la política, en la economía, en la cultura y en todos los campos de la vida social”, para el cambio de las estructuras injustas y disminuir la hiriente desigualdad que hay en México, uno de los factores fundamentales de la situación crítica por la cual México atraviesa hoy. Es la urgencia, como dice el apóstol Santiago, de la “fe puesta en obras”.

Por Gilberto Hernández García

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