«Los Hombres verdaderos»

El valor literario en Los hombres verdaderos

Carlo Antonio Castro, autor de la obra.Diario de Xalapa

Édgar Aguilar*

Diario de Xalapa

Se ha querido ver, tal vez -con justa razón- en la excepcional obra de Carlo Antonio Castro (1926-2010), Los hombres verdaderos, y citando a Roberto Williams en su prólogo-ensayo de la misma, «una novela de recreación antropológica». Me parece, por principio, que esta apreciación es sólo en parte correcta. Si consideramos que tanto su tema, el peregrinaje un tanto fortuito y accidentado que emprende un personaje tzeltal de los Altos de Chiapas para ganarse la vida de la mejor manera posible, como el empleo del lenguaje, una muy particular forma de expresar su visión del mundo y acceder a éste a través del idioma de sus ancestros, hacen de la novela, en efecto, un excelente estudio antropológico sobre una comunidad indígena de México. Pero su valor literario, siguiendo a Roberto Williams, no radica particularmente en ello, pues Los hombres verdaderos no se ciñe, o no se restringe, para nuestra fortuna, a una determinada disciplina social.

Estamos entonces ante una novela que, por su alta expresividad narrativa, por su trazo contundente del personaje principal y de los demás personajes, y porque se nos cuenta la historia de un individuo en un espacio y tiempo definidos, perfectamente articulados dentro de la trama, posee en sí misma un carácter marcadamente literario que la convierten, por consiguiente, en una obra de notabilísima factura artística, mucho más allá de una apreciación limitada y hasta cierto punto simplista, quizá a modo para algunos sectores académicos de la época en que fue publicada.

Los hombres verdaderos salió a la luz por vez primera en 1959, editado por la Editorial de la Universidad Veracruzana, fungiendo como director editorial Sergio Galindo. A la fecha, lleva tres ediciones, todas a cargo de la universidad, la última de ellas realizada en el 2007. En su primera y segunda ediciones, con sugerentes y bellas (aunque escasas) ilustraciones de Francisco Salmerón. La tercera edición, sobria, «elegante», más bien fría, de acuerdo con el formato y el diseño de la colección, da por omitirlas.

El año de publicación de la primera edición de Los hombres verdaderos es de sumo importante, ya que pone de manifiesto el creciente interés y desarrollo de la tarea antropológica llevada a cabo por la Universidad Veracruzana en sus primeros años de fundación y de la labor de un distinguidísimo grupo de investigadores en esta materia, entre ellos, el etnólogo, lingüista y antropólogo social Carlo Antonio Castro. Pero en consecuencia, se originó que la obra se encasillara en un molde o mote de «novela de recreación antropológica», que sigue perdurando hasta nuestros días.

Los suntuosos epítetos dados a Carlo Antonio Castro de «hombre entregado a su trabajo etnográfico», «hombre que dejó su vida en las aulas enseñando a varias generaciones de antropólogos como profesor de la escuela o Facultad de Antropología», por otra parte, que tras su fallecimiento dejó llover la propia universidad, tampoco han ayudado en mucho a valorar, en su justa dimensión, su quehacer literario. Ya en otros espacios (Raúl Hernández Viveros lo precisa muy bien en su prólogo a la tercera edición de Los hombres verdaderos) se ha hecho un recuento de su interés como traductor, editor, compilador de relatos y poesía, así como de su profunda vena poética y su destacada vocación narrativa.

¿Es Los hombres verdaderos un libro de enseñanzas, de recreación antropológica y, por tanto, de recreación mítica? Me parece que, sustancialmente, no lo es. No es un libro donde aparezca un chamán que «dicta» al discípulo lo que debe aprender de la vida; es, en cambio, un transcurrir o desplazamiento de crecimiento físico y de vivencia personal que experimenta un personaje, habitante de un territorio específico de la región de los Altos de Chiapas en México, perteneciente a la etnia o grupo indígena de los tzeltales, autonombrados bats ‘il winik, u hombres verdaderos.

Ese transcurrir o desplazamiento de un lado a otro conlleva, en realidad, a los cambios más significativos en la vida de nuestro personaje, de quien, curiosamente, nunca sabemos su nombre. La novela inicia con una exaltación a manera de monólogo del niño tzeltal ante la magnificencia de todo aquello que le rodea, para, en este mismo sentido, presentar a sus padres y a su abuelo como portadores de toda una herencia antropocósmica de la que son parte y a la cual pertenecen: el sol, la luna, las estrellas, el cielo y la tierra como esencias de lo divino.

Desde un punto de vista antropológico, mítico, lo anterior nos sugiere que nos hallamos ante una suerte de revelación prematura, digámoslo así, por parte del personaje principal de la novela, que es quien nos narra la historia de su, por momentos, accidentada vida. Pero esto de ninguna manera querrá decir que la novela se centre en la recreación de un mito, o más aún, en la recreación antropológica de un mito; en todo caso, será la recreación literaria de una concepción antropológica (aunque no exclusiva de ella) profundamente arraigada en el mito. En otras palabras: la novela trata sobre la historia de un hombre indígena cuyas raíces sociales y culturales poseen una marcada tendencia a la recreación mítica, sin ser por ello lo que defina, en esencia, el carácter de la novela, puesto que es, precisamente, una novela y no un estudio o tratado antropológico acerca del mito en determinada comunidad chiapaneca en la que radican grupos tzeltales.

No obstante, la alusión a mitos y leyendas, entremezclados con variadas creencias de estos habitantes que son narrados en distintas partes de la obra por diversos personajes, dan una idea de lo importante y hasta trascendental que para estos pobladores significa la tradición oral como forma de convivencia. Así, el mito que cuenta el abuelo sobre la historia del sol, que en sí es un extraño minicuento que abarca prácticamente todo un capítulo; la creencia de tener un lab, la «bestia amiga», el nombre del animal que nadie debe saber más que quien lo alberga en su interior, y que da pie a la leyenda-mito del zopilote y el chupamiel; la historia que narra un compañero de viaje acerca de la cueva del jolote, «ave horrible y enorme»; o la leyenda que cuenta un compañero chol en un internado sobre el hombre que no creía en los chinuwiniketik, «quienes son hombrecitos y mujercitas muy pequeños», hasta que se topa con ellos en el fondo de una cueva…, conforman el rico y vastísimo imaginario de este pueblo indígena en particular, y que se manifiestan de manera sutil, anecdótica, secundaria, a lo largo de toda la obra, pero a la vez sumamente complementaria al conjunto de ella.

La trama de la novela es, por lo demás, bastante sencilla: la vida del pequeño niño tzeltal con sus padres y abuelo en su comunidad de origen, así como su relación y paulatino conocimiento del mundo que le rodea dado a partir de su crecimiento y desenvolvimiento como hombre verdadero. De esta forma, todo habrá de enmarcarse en hechos anecdóticos y, en algunos casos, circunstanciales, como el robo de una gallina, el conmovedor episodio de la «piedra plana», cuando a sus escasos ocho años intuye a su manera lo que es pertenecerle a una mujer, o el rapto en el monte de un compañero de viaje por balam, el tigre. Lo que mueve a recorrer largos tramos de camino, de pueblo en pueblo, a nuestro personaje, será, básicamente, el instinto de supervivencia, el deseo de salir adelante, y, por supuesto, de aprehender el mundo y aprender de él.

Aunque no sólo su mundo y su gente: buscará los medios necesarios para abandonar su pueblo y estudiar en una escuela donde se aprende castilla, el idioma de los ladinos, que son los que pueden ofrecerle trabajo en sus fincas y haciendas. Esto, paradójicamente, le dará en un principio beneficios y después le traerá enfermedad a raíz de un embrujo, al grado de estar a un palmo de la muerte. Nuestro personaje entonces crecerá, trabajará, estudiará, se iniciará en los principios del enamoramiento (que es parte medular de la novela), se casará, tendrá un hijo y, por último, llegará a una edad adulta en la que probablemente se convertirá en maestro de castilla en su propio pueblo, que es, asimismo, su punto de partida, cerrando así su ciclo de vida y de aprendizaje.

Los capítulos en que la madre busca mujer para su hijo son en verdad memorables. La mujer, ya entrada en años, irá de casa en casa buscando una muchacha respetable que quiera hacerse esposa de su único hijo, previa autorización de los padres. Y no la encuentra, o mejor dicho, no se la dan. El muchacho tzeltal ha sido estigmatizado en su propia comunidad por hablar el idioma de los ladinos, causando desconfianza entre ellos. Este episodio nos muestra la severa estructura social aún vigente entre muchos pueblos indígenas de México. Sin embargo, siendo un poco más amplios de mira, nos refiere a un hecho universal: el rechazo general a un individuo perteneciente a cierto grupo social por ser y actuar diferente, y además por querer superarse como hombre. Finalmente, la tenaz madre logrará convencer al hermano mayor de una buena muchacha para que se case con su hijo, no sin antes haber hecho entrega de una considerable porción de pozole, tortillas y aguardiente para el resto de la familia…

La novela se inserta en un periodo de tiempo definido, los años treinta del siglo pasado. Esto lo sabemos gracias a la visita que hace el muk’ul ‘ajwalil, el Gran Jefe de los jefes de la tierra de México, el general Lázaro Cárdenas, a la escuela donde se enseña castilla, en una gira de trabajo por el sureste del país. Vale la pena citar parte de este capítulo, que además nada tiene que ver con mitos y fantasías y visones antropológicas: «Una mañana ordenaron que se arreglara la escuela, adornándola con banderitas de tela y papel, ¡verde, blanco y colorado! ¡Qué alegre se veía todo! Es que se había recibido por adelantado el anuncio de que llegaría el tatik Lázaro Cárdenas. En nuestro idioma verdadero corría su nombre como Lásaro Kártinas, muk’ul ‘ajwalil, el presidente».

Los hombres verdaderos mantiene, en general, un ritmo semipausado, no apresurado. Los diálogos son hábil, diestramente enunciados. No siempre la sintaxis va de la mano del léxico en muchas obras de estas características. Hay en esta novela, en cambio, una suerte de feliz concordancia entre lo que se dice y la manera en que se expresa lo dicho. Los diálogos generalmente irán precedidos de las acotaciones que hace cada personaje. Este recurso retórico, más que anticipar la reacción de determinado personaje, es una magistral forma de que el lector logre captar cómo se expresan los indígenas tzeltales de Chiapas, como un rasgo especialmente particular de su habla y de su percepción de las cosas: su visión del mundo.

Hay en esta obra, con marcada insistencia, un sentido intrínseco acerca de lo que representa y significa lo verdadero. ¿Qué es la verdad? ¿Qué lo verdadero? Los bats ‘il winik, hombres verdaderos, a diferencia quizá de la mayoría de los kaxlanes, ladinos, al hablar con la verdad, hablarán con la lengua verdadera, con la lengua de sus antepasados, esto es, con la lengua del corazón. «¿Qué dice tu corazón?», se preguntan los personajes entre ellos como una forma de saludo y de autorreconocerse, pero también como una reafirmación de sí mismos. Será, pues, su corazón quien les diga la verdad del mundo y de su vida, y en base a ello, a pesar de las circunstancias adversas, qué camino tomar.

Como se ve, Los hombres verdaderos es una riquísima fuente de concepciones míticas y culturales de un pueblo, de valiosos registros etnográficos y lingüísticos, y hasta de complejas estructuras sociales que tienen que ver con la opresión, la pobreza y el desarraigo, y que Carlo Antonio Castro supo llevar de manera formidable al plano de la literatura, superando en mucho la «barrera» meramente antropológica que tan bien conocía y en donde se desenvolvía como pez en el agua; es decir, superándose a sí mismo, como todo hombre realmente verdadero.

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