Privar de la ciudadanía, nuevas formas de sumisión

Derechos humanos y ciudadanía

Miguel Concha

La Jornada

El martes, el diario Clarín de Buenos Aires publicó que la prensa francesa rechazó al unísono la pretensión del presidente Sarkozy de retirarle “la nacionalidad a toda persona de origen extranjero que voluntariamente atente contra un policía, un militar de la gendarmería y todo depositario de la autoridad pública”, por supuestas razones de seguridad, con la intención de asimilar con ella a cualquier migrante africano o árabe de sus propias colonias.

Más cerca de nosotros, el sábado La Jornada informó que en enero el senador Russell Pearce, autor de la ley SB 1070, propondrá a la legislatura que los niños nacidos en Arizona no tengan automáticamente la ciudadanía estadunidense, si sus padres son indocumentados. Para fundamentar su iniciativa, sintomáticamente arguye que ni siquiera los indios que habitaban aquellas tierras antes de que los blancos “irrumpieran” en ellas fueron ciudadanos estadunidenses, sino hasta que tal condición les fue conferida “por actos congregacionales en 1887 y 1901” (p. 2).

Y, coincidentemente, el jueves se dio la noticia de que el senador John McCain se sumaba a la propuesta de varios legisladores republicanos, para que el Congreso de Estados Unidos realice audiencias sobre una posible reforma a la Constitución, con el fin de privar de la ciudadanía a los niños nacidos en ese país hijos de indocumentados.

Todo esto obliga a plantear la urgencia de volver a desenmascarar en estos tiempos de globalización inequitativa el uso faccioso de los derechos humanos, precisamente para violarlos. Lo que Franz Hinkelammert atinadamente denomina “la inversión de los derechos humanos”. Y en particular a revisar su identificación cerrada con los llamados derechos ciudadanos y su relación estrecha con los estados nacionales.

Lo que Hanna Arendt advirtió desde la proclamación de la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU en 1948, cuando reivindicó “el derecho a tener derechos” de todas aquellas personas que se ven privadas forzadamente de su adscripción a algún Estado, y por ello expropiadas de sus derechos humanos. O son consideradas superfluas por el imperialismo. Tal fue y es todavía el caso de los pueblos indios en muchas naciones, y desde luego en la nuestra, para no ir muy lejos, y es actualmente la situación de millones de migrantes en muchos países de tránsito y destino, sobre todo hacia el norte. Por ello, como expresa Étienne Balibar en su artículo “Impolítica de los derechos humanos: Arendt, el ‘derecho a tener derechos’ y la desobediencia cívica” (Erytheis, 2 de noviembre de 2007), deberíamos admitir, “tal como lo ha hecho prácticamente toda la tradición jurídica y filosófica moderna”, que los “derechos humanos” están dotados de una extensión mucho más amplia que los derechos del “ciudadano”, al ser lógicamente independientes, posibilitando así el reconocimiento de la dignidad de las personas que no pertenecen a una misma comunidad política, sino “solamente” a la comunidad natural de los seres humanos.

Para Arendt, en efecto, privar hoy de los derechos ciudadanos a las personas equivale a expulsarlas de la humanidad. Por ello convendría –añade Balibar– “organizar internacionalmente su protección en aquellos casos en que la solidaridad nacional ya no se aplica, y sobre todo en las situaciones de guerra, donde las comunidades nacionales entran en conflicto, excluyéndose unas de otras”. Esto implica, como explica el investigador Camilo Pérez Bustillo, en su artículo “Ningún ser humano es ilegal. El derecho a tener derechos. Migración y derechos humanos”, publicado en el libro Balance de los derechos humanos en el sexenio de Fox, editado en 2007 por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, “repensar y restructurar algunos de los paradigmas dominantes del sistema internacional, como por ejemplo el papel de los estados-nación como sujetos privilegiados, interpelado tanto por el reconocimiento de los derechos a la libre determinación y autonomía de los pueblos indígenas, como por el reconocimiento del derecho a la libre movilidad humana, o a lo que otros definen como las fronteras ‘abiertas’ (‘open borders’)”.

Para el propio Luigi Ferrajoli, teórico clave del “modelo garantista de la democracia constitucional”, desde sus orígenes en su visión del derecho penal, hasta sus expresiones más recientes en el marco del derecho internacional de los derechos humanos, tomar en serio éstos “significa hoy tener el valor de desvincularlos de la ciudadanía como pertenencia (a una comunidad estatal determinada) y de su carácter estatal. Y desvincularlos de la ciudadanía significa reconocer el carácter supraestatal en los dos sentidos de su doble garantía constitucional e internacional, y por tanto tutelarlos no sólo dentro sino también fuera y frente a los estados, poniendo fin así a ese gran apartheid que excluye de su disfrute a la gran mayoría del género humano, contradiciendo su proclamado universalismo”.

“Significa, en concreto –remata–, transformar en derechos de la persona los dos únicos derechos que han quedado hasta hoy reservados a los ciudadanos: el derecho de residencia y el derecho de circulación en nuestros privilegiados países” (citado por Bonifacio de la Cuadra en su artículo “Ciudadanos del mundo”, El País, Madrid, 31 de julio de 2006).

Frente al uso ideológico y las perversiones conceptuales clásicas de los estados nacionales, esta es en cambio la perspectiva crítica que enarbolan los movimientos nacionales e internacionales de migrantes y derechos humanos.

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