La disputa por la historia
Soledad Loaeza
En este año de conmemoraciones históricas el debate a propósito de nuestro pasado ha sido mucho menos agrio de lo que se esperaba. No fueron pocos los escritores, malos y hasta buenos, que amenazaron con demoler lo que llaman la historia oficial”, es decir, la versión hegemónica de la historia nacional.
El argumento central de esta idea, mismo que se planteó desde 2000, era que después de la derrota del PRI, era posible y apremiante una revisión de la historia que aprendimos en la escuela, previa aprobación de la Secretaría de Educación Pública. Esta propuesta se apoyaba en propaganda política antes que en una seria reflexión historiográfica. ¿De veras la versión hegemónica de la historia nacional es priísta? Quiero decir, ¿la escribieron los priístas? ¿No será más bien que los priístas se apropiaron de nuestra historia? Si así fue, entonces habría que corregirles la plana a ellos; no se trata de escribir una versión panista ni perredista de la historia nacional, sino de recuperar personajes, causas, acciones y decisiones que forman el legado común de todos los mexicanos.
La victoria del PAN por sí misma auguraba la redición de viejas querellas siempre renovadas, en torno al artículo tercero o, por lo menos, en torno al contenido de los libros de historia que edita la Comisión Nacional del Libro de Texto Gratuito (Conaliteg). El PAN nació en buena medida para protestar en contra del control del Estado sobre la educación, una práctica extendida en el mundo, en diferentes grados; también había hecho del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) uno de sus principales blancos de ataque, porque encarnaba groseramente rasgos prominentes del autoritarismo: la ausencia de libertad sindical, el control ideológico del Estado sobre la sociedad y la insondable corrupción. Ante la estrecha colaboración que desde 2000 entablaron el PAN y el SNTE, uno se pregunta: ¿quién o qué ha cambiado? Desde luego el PAN, más que el sindicato, porque encuentro pocas diferencias entre Carlos Jonguitud y Elba Ester Gordillo. ¿Acaso el revisionismo histórico que prometieron los panistas ha sido víctima de su alianza con los maestros?
Pero, incluso si hacemos a un lado las cacareadas reivindicaciones de los panistas de una “historia no oficial”, no ha habido ninguna polémica a propósito de la interpretación más generalmente aceptada de la historia. Los autopropuestos iconoclastas no han hecho mucho más que descubrir “el lado humano” de los héroes establecidos, por ejemplo, que a Miguel Hidalgo le gustaba bailar y cantar, pero no nos han dicho cómo sus “revelaciones” nos obligan a una reflexión crítica de su papel en la historia, y de su condición de héroe nacional. A ese respecto vale mucho la pena leer la espléndida novela histórica de Jean Meyer, Camino a Baján, que reconstruye los primeros meses de la guerra de Independencia en Nueva Galicia. Lejos de denunciar a Hidalgo como “genocida”, como hace José Antonio Crespo en un libro de ensayos que se ocupa de deturpar a las figuras históricas, y que se vende con el atractivo título Contra la historia oficial, Meyer recupera las ambivalencias, los errores y las angustias que despertó en los líderes de la Independencia en Nueva Galicia el “frenesí revolucionario” que desencadenó la movilización popular.
El poco eco que han alcanzado en la opinión pública las versiones iconoclastas de la historia nacional, sugiere que existe un consenso amplio básico, en torno a los porqués y los cómos de nuestra historia nacional. Este acuerdo se alimenta, en primer lugar, de la historiografía liberal de finales del siglo XIX antes que del PRI. El revisionismo es necesario, pero tendría que ser, más que la “humanización” de los héroes, la recuperación de episodios y de personajes cuya importancia no ha sido debidamente reconocida.
De nuevo cito la obra de Jean Meyer como ejemplar, pues su Cristiada, publicada en 1974, precipitó un cambio de paradigma en relación con la lucha de los cristeros contra el gobierno de Plutarco Elías Calles. De su propuesta interpretativa se han derivado muchos trabajos novedosos que nos han obligado a repensar la historia del Estado mexicano y de las minorías políticas. La presencia de este sangriento episodio en el México del siglo XXI está perfectamente registrada en la novela de Juan Villoro, El testigo. Ésta es una forma real de debate que no persigue simplemente la sustitución de un héroe por otro, y tampoco la exhibición de la bajeza humana como prueba de inadecuación patriótica.