Guadalajara vista por Hugo Gutiérrez Vega

LA AFRANCESADA GUADALAJARA

Bazar de asombros

La Jornada Semanal

Hugo Gutiérrez Vega

Guadalajara tenía un poco más de medio millón de habitantes y su aristocracia cultural, como la de San Petersburgo, hablaba en francés. Los intelectuales de pensamiento conservador eran, a pesar de la cercanía de las guerras cristeras y de las heridas que habían quedado abiertas o cicatrizadas a medias, tolerantes y abiertos a todas las corrientes del pensamiento, gracias a la influencia del catolicismo francés y de sus autores más conspicuos (salvo excepciones, como la del gran poeta y furibundo retrogrado que fue Paul Claudel), como Bernanos, Peguy, Bloy, Mauriac, Duhamel, Maritain y Mounier. Recuerdo a José Arriola Adame, musicólogo, internacionalista y notable promotor cultural. Don José fue traductor de Du Bos y dejó inconclusa su traducción de la novela por excelencia del catolicismo francés: Agustín o el maestro está allá de Joseph Malegue. Antonio Gómez Robledo dedicó su vida a la filosofía, las literaturas clásicas y la diplomacia. Tradujo a Aristóteles y a Dante; reflexionó sobre el neotomismo y, durante muchos años, representó a México ante la ONU, Grecia, Suiza e Italia. Lo veo, ya a sus ochenta y muchos años, asistiendo a un congreso en Samos o en Lesbos y refrescando su conocimiento de Heráclito, Demócrito y Pitágoras. Una vez fui a recogerlo al aeropuerto (regresaba de unas cortas vacaciones en Zákintos y, cumpliendo sus deberes turísticos, bajó del avión con sus impecables bermudas a cuadros, sandalias verdes y una camiseta que decía: “I love Pitágoras”), y le manifesté mi preocupación por esos viajes amenizados por los vientos de las islas (sobre todo el meltemi, ese viento turco cargado de iracundia que azota al Egeo). “Mira, Hugo, lo único que me puede pasar es que me muera”, me dijo con una tranquilidad digna de Epicteto. Desde ese momento admiré su philosophic mind wordsworthiana. Guardo en mi biblioteca –que día a día decrece debido a las donaciones que hace mi compañera Lucinda–, su traducción de la Divina comedia, de Dante. La presentó en el Campidoglio y logró muy buenos comentarios de la prensa cultural italiana. Fue don Antonio un claro ejemplo de la casta de escritores diplomáticos que dieron un estilo notable a nuestro actualmente cariacontecido servicio exterior. Quedan pocos escritores en las huestes diplomáticas. Pienso en Leandro Arellano, Alejandro Estivill, Jorge Valdés Díaz Vélez, Andrés Ordóñez y Alejandro Pescador. Espero que entre las nuevas promociones se encuentren algunos jóvenes escritores dispuestos a continuar con una tradición que desfallece como otras muchas de la estirpe liberal fundadas por la generación de la Reforma, la más brillante que ha tenido nuestro ahora zozobrante país.

Otro intelectual de la llamada “Clara ciudad” por Agustín Yáñez, fue Efraín González Luna. El derecho, la literatura y la filosofía fueron aspectos esenciales de la vida del que fuera candidato del PAN a la Presidencia de la República en 1952. Sus contrincantes, Ruiz Cortines, Henríquez Guzmán, Lombardo Toledano y el pintoresco Cándido Aguilar, respetaban la valía intelectual del candidato panista. Huelga decir que los neopanistas, zafios, corruptos e ignorantes en su mayoría, conocen el nombre, pero desconocen el pensamiento del ideólogo que, junto con el insigne Manuel Gómez Morín, fundó a un partido de centro-derecha que abominaba de las reformas de Cárdenas y sostenía un programa democratizador basado, en buena medida, en el pensamiento católico europeo que podía llamarse de avanzada en aquel momento histórico. González Luna tradujo La anunciación a María, El viacrucis y dos de las Cinco grandes odas, de Claudel. En lo que se refería al franquismo y sus crueldades y supercherías, don Efraín estaba más cerca de Bernanos, autor de la novela titulada Los grandes cementerios bajo la luna en la que se habla de los horrores desatados por la derecha española, que de Paul Claudel quien, desde el principio de la contienda y guiado por su irreductible conservadurismo, atacó a la República civilizadora y defendió a los espadones y a sus cómplices falangistas, nazis, fascistas, requetés y pelayos, entre otros energúmenos reaccionarios. González Luna tradujo por primera vez en México un capítulo del Ulises, de Joyce (lo publicó Yáñez en Bandera de Provincias) y escribió ensayos y discursos sobre temas literarios, políticos y filosóficos. Junto con Maritain redactó las conclusiones del Congreso de Cultura Católica celebrado en Estados Unidos.

El canónigo Ruiz Medrano (“pico de oro” según mi abuela; “nuevo Crisóstomo”, según Arriola), Agustín Yáñez y los intelectuales y artistas de paso por Guadalajara, completaban el cuadro de la tertulia principal de una ciudad que ya empezaba a crecer y a rebasar su muy bien pensado y, a la postre, derrotado plano regulador. La tertulia culminaba con la degustación de una carne con chile preparada por la anciana cocinera del licenciado Arriola. Alguna vez la probé y, junto con Yáñez, la consideré como un magno acto cultural.

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