Francisco López Bárcenas
El caso de los rarámuris de la comunidad de Coloradas de la Virgen, en el estado de Chihuahua, ilustra esta situación que padecen la mayoría de los pueblos indígenas de México. Ubicada dentro del municipio de Guadalupe y Calvo, la comunidad se integra por más de 30 ranchos, rancherías y parajes, que entre todos ocupan un área aproximada de 50 mil hectáreas de tierra, donde viven alrededor de 600 personas.
El despojo de su territorio les llegó en forma de reconocimiento de derechos agrarios. En 1969, un poco más de la mitad de su tierra fue titulada como ejido a una parte del pueblo. Ese reconocimiento fue la condición para negarles sus derechos. En marzo de 1992, dos meses después de aprobadas las reformas salinistas al artículo 27 constitucional y la nueva Ley Agraria, es decir, cuando ya no tenía facultad para ello, la Comisión Agraria Mixta inició un juicio de privación de derechos agrarios sobre ejidatarios ya fallecidos, al tiempo que reconocía como ejidatarios a otros mestizos. La acción fue completada por la Procuraduría Agraria en el año 2000, cuando ejecutó el Programa de Reconocimiento y Certificación de Derechos Agrarios (Procede).
Ya como ejidatarios, los mestizos se hicieron del control del ejido y en 2007 solicitaron a la Secretaria del Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca (Semarnat) un permiso de aprovechamiento forestal, misma que se los otorgó sin consultar a todos los titulares del derecho de la tierra donde los recursos se encuentran, y no obstante que la ley la obliga a hacerlo.
Con toda la maquinaria burocrática en contra, a los rarámuris no les quedó más remedio que movilizarse para defender su patrimonio. Con el apoyo de la Alianza Sierra Madre –asociación civil que ha decidido acompañarlos en su lucha– armaron una estrategia jurídica para litigar en tribunales, al mismo tiempo que se manifestaban en los espacios públicos para denunciar el despojo, conscientes de que el derecho solo no funciona si no existe una fuerza política que lo mueva.
El problema se ha entrampado en los tribunales agrarios y administrativos. Algunos sucesores de los ejidatarios excluidos demandaron como tales la nulidad del proceso, obteniendo la nulidad parcial; en vista de que los demandantes estuvieron inconformes se ampararon contra esta resolución, pero la representación agraria también lo hizo y el tribunal agrario dio la razón a ésta, por lo que los demandantes volvieron a ampararse en juicio pendiente de resolución. Mientras esto sucedía, el gobernador rarámuri demandó ante el tribunal agrario la nulidad del permiso de explotación forestal y obtuvo una suspensión provisional que tendría vigencia hasta que se resolviera el fondo del asunto; otro tanto hizo la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa) al resolver una denuncia de los afectados.
Parecía que finalmente, después de años de lucha, la justicia daba la razón a los rarámuris. Parecía, porque a principios de noviembre del presente año la Profepa levantó la suspensión del permiso de explotación forestal para que los beneficiarios del permiso pudieran seguir aprovechando la madera.
Hasta ahora nadie ha explicado a los indígenas la razón o causa por la cual la autoridad ambiental modificó su propia resolución sin que haya cambiado la situación jurídica que la motivó. Si a este hecho se suman otros de despojo de tierras, como el de Choreachi, o los programas gubernamentales de desarrollo turístico, o las concesiones mineras en la sierra Tarahumara, no queda más remedio que dar la razón a los rarámuris, quienes piensan que la justicia sólo sirve a los que pueden pagar por ella y los derechos; aunque esté en los tratados internacionales y las leyes mexicanas, no sirven si carecen de dinero para comprarlos.
La pregunta que cada día cobra más notoriedad entre los rarámuris y todos los pueblos que sufren el despojo de su patrimonio es: ¿qué camino nos dejan? Es la misma pregunta de hace 100 años. Antes de la Revolución Mexicana.