El “Nican Mopohua”
Miguel Concha
El acontecimiento guadalupano es fundamentalmente un evento religioso y social del pueblo pobre y excluido de México. Por ello se manifiesta con devoción en sus ritos, pero también con veneración en sus luchas. Algo que no pueden entender quienes no se han sumergido en la complejidad de su práctica religiosa. Ha sido analizado teológica, histórica, literaria, sociológica y hasta sicológicamente. Pero luego de los ensayos crítico-literarios de Ángel María Garibay, no se había vuelto a buscar su sentido original al interior de su propia matriz: el marco cultural náhuatl, de donde arrancan sus significaciones históricas, antropológicas, sociales y teológicas.
Es lo que volvió a intentar el sacerdote y antropólogo mexicano Clodomiro Siller, especialista en culturas indígenas, en su pequeña obra titulada Anotaciones y comentarios al Nican Mopohua, publicada por primera vez en la revista Estudios Indígenas (marzo de 1981). Trátase de un análisis exegético del relato guadalupano del siglo XVI, atribuido al sabio indígena Antonio Valeriano, y dado en 1649 a la imprenta en náhuatl por el licenciado Luis Lasso de la Vega, cura vicario de la Ermita de nuestra Señora de Guadalupe.
En su investigación el padre Siller usó también la traducción castellana del original náhuatl, a juicio de peritos la mejor, publicada en 1926 por don Primo Feliciano Velázquez. “Sólo manos nahuas pudieron componer ese relato, y manos nahuas del siglo XVI”, dice Clodomiro Siller al comentar el Nican Mopohua, nombre con el que se conoce el texto, por las dos primeras palabras con que empieza: “En orden y concierto (Nican Mopohua) se refiere de qué manera se apareció poco ha maravillosamente la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, nuestra Reina, en el Tepeyacac, que se nombra Guadalupe”.
Trátase de un relato en lenguaje simbólico y actancial, como era el de los nahuas, estructurado con una lógica dialéctica, a base de conceptos contrarios, como era la lógica de los nahuas. Flor y Canto es su contexto. Es decir, el texto es verdad, es belleza, es filosofía en la simbología de los sabios (tlamatinime) y del pueblo mexicano: “y oyó cantar (1) arriba del cerrillo: semejaba canto (2) de varios pájaros preciosos: callaban a ratos las voces de los cantores (3), y parecía que el monte les respondía. Su canto (4), muy suave y deleitoso, sobrepujaba al del coyoltótotl y del tzinizcan y de otros pájaros lindos que cantan (5)”.
“Al punto subió Juan Diego al cerrillo. Y cuando llegó a la cumbre se asombró mucho de que hubieran brotado tantas variadas exquisitas rosas de Castilla (…) La cumbre del cerrillo no era lugar en el que se dieran flores, porque tenía muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites; y si se solían dar hierbecillas, entonces era el mes de diciembre, en que todo lo come y echa a perder el hielo”.
El Tepeyac se volvió entonces el centro del mundo, el lugar de la quinta dirección, donde se cruzan los caminos de Dios y del hombre, donde mediante el trabajo divino y humano se supera lo cósmico y lo social. Todo ello significado en la cultura náhuatl por el número cinco, usado esta vez para enumerar el canto. Pero, ¿en beneficio de quién? Del indio pobre y excluido, quien también usará cinco palabras para describir el colmo de su miseria después de la conquista: “soy (1) un hombrecillo (Nicnotlapaltzintli: un hombre sin lugar histórico), soy (2) cordel (estoy amarrado, no tengo protección), soy (3) escalerilla de tablas (un hombre pisoteado), soy (4) cola (la palabra “cola” hace referencia a los excrementos: cuitlapilli; soy hombre que repugna), soy (5) hoja (hombre muerto, desprendido del árbol de la vida)”.
Y sin embargo para el macehualtzintli, para el indio discriminado, dos veces mencionado por su nombre, va a dar principio otra cosa. Que eso significa en la simbología náhuatl el número dos. Estamos al comienzo de una nueva era: “Era sábado, muy de madrugada… al llegar junto al cerrillo llamado Tepeyacac, amanecía”. “Para la mentalidad náhuatl –dice Siller– el amanecer, junto con la noche, forman el difrasismo arquetípico del principio fundamental del mundo y del hombre”.
Iuantzin, Iuan Diegotzin, tú que eres digno y merecedor de todo respeto, que tal cosa significa en náhuatl la desinencia tzin, y no nuestro paternalista y minusvalorador diminutivo, ha sido elegido como mediador protagonista de una suerte diferente para toda su raza. Por ello el canto es de aves, símbolo de intermediación. Por ello cuatro veces se menciona el canto de los pájaros. Este numeral, dice Siller, significa la totalidad (cósmica: porque el mundo quedó divido en cuatro rincones; social: porque la humanidad colaboradora en la creación estaba formada por cuatro hombres; divina: porque los dioses organizadores del mundo tienen cuatro características: Serpiente-Emplumada-Espejo-Humeante): por lo tanto la intermediación que propondrá la Virgen de Guadalupe es completa y total.
Por ello Juan Diego tendrá que ir al obispo para contarle “cuanto has visto (1) y admirado (2), y lo que has oído (3)”. Es decir, “tres términos, porque el número tres es el símbolo de Quetzalcóatl y de la intermediación: uno y dos son el cielo y la tierra; y la intermediación que realiza Quetzalcóatl está representada por el tres”.
Y desde el punto de vista actancial contrasta la actitud de los personajes en el relato. Seguro de sí mismo Juan Diego ante la Virgen; tímido y humillado ante el obispo. Desconfiado éste con el indígena; solidaria la Señora del cielo con “el más pequeño de sus hijos”. Represión para el conquistado en el centro del imperio; liberación en la periferia del Tepeyac.
Y mientras el obispo busca esclarecer sus dudas sobre las apariciones, el indígena actúa para cumplir la voluntad del emisario divino, que ordena se le edifique en el cerrillo un templo “para oír sus lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores”. Otra vez el número cuatro para explicar la totalidad de su liberación.