A los marginales la revelación del nacimiento de Jesús El Cristo

Epifanía

Javier Sicilia

La Jornada Semanal

Hace apenas unos días celebramos la Epifanía. Esa fiesta, que sigue a la de la Navidad y que en las tradiciones populares está asociada con la llegada de los Reyes Magos que traen regalos a los niños y celebramos compartiendo la “rosca de reyes”, tiene su origen en el Evangelio de Mateo (2, 1-12). Es –ese es el significado de la palabra griega– la fiesta de la revelación, de la manifestación a unos magos venidos de Oriente –Mateo nunca habla de reyes– del Dios encarnado en un niño nacido en un pobre pesebre de Belén. Sin embargo, en el Evangelio de Lucas, esa revelación se dirige, a través de un ángel –y no de una estrella, como en los magos de Mateo–, a unos pastores.

Aunque en los “Nacimientos” con los que conmemoramos la Navidad solemos poner a los magos y a los pastores en un mismo cuadro, en realidad suceden en dos. Sin embargo, uno y otro guardan una misma sustancia.

El acontecimiento que los convoca sucede en la marginalidad de lo cotidiano: el Dios, el creador del cielo y de la tierra, ha entrado en el mundo subrepticiamente (“Esta es la señal –dice el ángel a los pastores–: hallarán a un niño envuelto en pañales y echado en un pesebre.”) Por lo tanto, es imposible advertirlo. La manifestación sucede en lo oculto: “en el fondo de una cueva –escribe Lanza del Vasto–, a la hora en que están cerradas las casas, cuando ya no hay sitio en las posadas. Los hombres corrientes, los que trabajan, los del provecho, los poderosos, los ricos, los saciados, los dormidos, la ciudad entera” lo ignora.

Por ello, la manifestación sólo puede ser entendida por dos tipos de seres que viven en la marginalidad, atentos al sentido profundo y espiritual que guarda la noche: los magos y los pastores.

La magos que, lo señala Mateo, han identificado el nacimiento del Mesías en el cielo, son astrólogos, magos, en el sentido antiguo de que poseen una sabiduría emanada de la observación de los astros (quizás habían visto lo que Copérnico señaló siglos después: que en esa época, los comienzos de nuestra era, el sol entraba en Piscis o, para hablar en los términos simbólicos de los Evangelios, Dios entraba en el pez, en el ixtus –en griego– con el que toda la tradición cristiana desde sus inicios ha identificado a Cristo). Los pastores son también, en otro sentido, seres que velan en la intemperie. Están solos bajos el cielo con sus rebaños. Por las noches se guían mediante las estrellas a través de las grandes llanuras. “Eran –dice Lanza– magos rústicos hasta los comienzos de nuestra era y hasta el siglo XVII sus calendarios eran breves tratados de ciencias ocultas.” Los primeros “representan las vías del saber”; los segundos, en su simplicidad, “las vías de la santidad, de la humildad, de la ternura piadosa”.

Sin embargo, a pesar de que esa Epifanía ha llegado a través de la historia hasta nosotros, su sustancia continúa más velada y oculta de lo que fue en su momento. En medio de los festejos difundidos a lo largo de los siglos por la Iglesia, pero anunciados hoy por las cadenas comerciales y estimulados por el consumo; en medio de la atmósfera de violencia que se ha recrudecido en los últimos tres años y de las manifestaciones de poder de una sociedad técnica, el acontecimiento expuesto ha quedado oscurecido en su sustancia. El niño de Belén, el Dios hecho carne y contingencia –ese niño desnudo, envuelto en pañales, pobre, que nació fuera de su casa, en una gruta, y, por lo mismo, no tiene siquiera en ese momento lo que tiene el hijo de un pastor el día de su nacimiento– es lo contrario de cualquier poder, de cualquier violencia, de cualquier consumo, de cualquier manifestación de apoteosis; lo contrario de nuestra sociedad. Si realmente quisiéramos comprenderlo y entrar en lo profundo de su epifanía sería necesario tomar las vías de la humildad y trastocar el orden de nuestros sentimientos, invertir la escala de nuestros valores y el sentido de nuestro amor; sería necesario renunciar, empobrecerse hasta la humilde sabiduría que habitaba en el corazón de los magos y los pastores, esa sabiduría, tan ajena a nosotros, que llamamos contemplación y olvido de sí.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO y hacerle juicio político a Ulises Ruiz.

 

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